27 septiembre, 2009

La carta

Después de ir colgando en el blog cosas que escribí hace muchos años, por fin algo escrito esta semana para el concurso de microrelatos de la cadena Ser. Las reglas son a partir de la primera frase que dan ellos, esta semana “Creen que es alergia, pero es amor” y con un máximo de 100 palabras más, construir una historia. Espero que les guste a ellos y tambien a vosotros…

LA CARTA.

Creen que es alergia, pero es amor. Durante los últimos días, los milicianos han estado librando escaramuzas entre los campos de trigo, presintiendo el inminente ataque de las tropas nacionales. Su joven capitán tiene los ojos llorosos, pero ninguno imagina lo que esconde sus pensamientos. Todos confían que la valentía y el arrojo que ha demostrado en el combate les guíe por última vez, por eso nadie sospecha que la causa no está en las espigas, sino guardada en un bolsillo de su guerrera: “He reescrito, hijo mío, mil veces esta carta. No sé cómo decirte que María murió hace tres semanas en un bombardeo”.

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25 septiembre, 2009

¿Otra novela sobre la guerra civil?

Aunque los últimos tiempos, la guerra civil se ha vuelto un tema recurrente en la literatura española y han aparecido múltiples libros, que han tratado de reflejar la contienda desde variados puntos de vista, a riesgo de ahogarme en una moda quizá pasajera, he decidido comenzar a escribir una novela sobre la guerra. Y hay varios motivos para ello.

El primero porque es una idea que lleva muchos años rondando mi cabeza. Aunque llevo muchos años sin escribir y ni siquiera tengo idea de por dónde se empieza una novela, creo que ha llegado el momento para darle forma esas historias, que desde niño me fueron contando y me parecían inverosímiles e interesantes como el mejor libro de aventuras.

El segundo motivo es porque sigue existiendo una desmemoria histórica colectiva, pero también individual, de muchos personajes reales que vivieron vidas y circunstancias de novela que nunca habrían deseado vivir. Aunque se escriban cientos de libros sobre el tema, ninguno de ellos contará la historia de mi familia en general, ni de mi abuela en particular. Y me siento con la obligación moral de contar esas historias para que no se pierdan el olvido, legándolas a las nuevas generaciones de mi familia y a todos aquellos que tengan interés en conocerlas.

Conforme más me adentro en esta aventura, más convencido estoy de que esta historia lleva años esperándome y que, pese haber renunciado a la escritura durante un tiempo demasiado largo, esa renuncia no por ello era una derrota final, sino que ha necesitado del tiempo y del momento para comenzar a ver la luz. Y aunque haya dedicado mi vida a otros oficios que pagan la hipoteca y sustentan la vida cotidiana, (oficios a los que muy probablemente la necesidad y la realidad me devolverán en breve), en lo más profundo, nunca había renunciado a la posibilidad ser un escritor.

Al empezar a escribir esta novela quiero disfrutar del placer de la escritura, aunque nada me librará del miedo al fracaso y al pánico a no estar a la altura. Quiero escribir la novela que me gustaría disfrutar como lector y pretendo ser fiel a la historia, sin que me ate más allá de la libertad creativa que voy a necesitar.

Hoy empieza un viaje que no sé a dónde me llevará, ni cuánto tiempo durará, pero en el que estoy seguro que disfrutaré de muchas sorpresas. Desconozco si tendré el valor de llegar hasta el final y si el resultado del mismo tendrá la calidad necesaria, pero creo que, de alguna manera u otra, siempre recordaré este día, el de la partida.

23 de Septiembre de 2.009

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17 septiembre, 2009

La pasión por los libros

Hacía tiempo que pensaba, preocupado, que la prisa de la vida me había inyectado esa enfermedad extraña que hace perder la pasión por los libros.

Pero en esta tarde larga de octubre descubrí, mientras me iba quedando sin la luz del día, angustiado porque no quería abandonar la lectura para ni siquiera encender una luz, que no había perdido el gusto por desgranar las palabras hasta poder oírlas, lo que ocurre sólo con los pocos libros que no se leen escritos, sino que te sorprenden en tu propio susurro de placer por la literatura, tampoco me había olvidado de la capacidad para inventar las imágenes que me producía, ni la sensibilidad ante el olor suave del papel de esas páginas impresas…

Simplemente se trataba que llevaba demasiado tiempo sin leer una maravilla.

Escrito al acabar de leer Memoria de mis putas tristes de Gabriel García Márquez

16 septiembre, 2009

Lanzarote

Lanzarote, Abril 2004

Escribo desde la frialdad comercial de un aeropuerto, esa pulcritud ordenada de tiendas y de bares, donde los pasajeros tristes empiezan ya a recordar los momentos recientemente vividos, ese feliz inventario de recuerdos y sensaciones que quedan como bagaje de unos días de finales de abril que, en Lanzarote, nos han sumergido en la luz y el color de la primavera, dejando por fin atrás el gris cansino del invierno madrileño. Es necesaria la luz en abril, como lo son las flores, los colores. El aire tibio y la línea del horizonte, dibujada en un mar de azul profundo, que apenas huele aquí a sal.


Esta isla es de una belleza primaria, simple, casi sobrecogedora. La primera mañana, aún con el sueño de la madrugada en el cuerpo, en ese estado algo irreal que produce la mezcla de excitación y el sueño del viaje, aterrizamos entre un mar de nubes, sin ver el contorno de las costas, con un cielo gris y oscuro con aires de tormenta, pero fue sólo un momento pasajero, la magia de los alisios que hace que el sol y las nubes se alternen en el día.

Desembarcamos de lleno en el paisaje lunar del Timanfaya, crestas de lava, colas de piedra líquida, solidificada en un momento lejano, escorias, dunas vírgenes nunca pisadas por huella humana…. Extrañas sensaciones que se agolpan en un momento y sorprenden agradablemente en una sinfonía de colores pardos, ocres, negruzcos, grises que toma la piedra y la arena, combinadas con paletas de color blanquecino, verde y carmín de algunos líquenes, le confieren al paisaje una perspectiva abstracta, desestructurada. El Timanfaya es un extraño museo natural, donde la piedra dibuja formas imposibles y el capricho de la lava se pierde entre geometrías de extraña belleza. El sonido del viento a lomos de un dromedario se mezcla con la risa fácil de algún turista monótono, pero hay que reconocer que el vaivén animal es una experiencia nueva para urbanitas como nosotros


El horizonte no tiene árboles, sólo algunos arbustos, de extraña belleza cuaternaria, sobreviven en estos ríos de lava, entre un silencio puro y antiguo crecen las aulagas. Si algo caracteriza a esta isla es la tranquilidad, la carencia de ruidos, esa belleza serena que relaja el espíritu, cautivándote desde el primer momento. La transición del estrés diario a ese sabor dulzón de los días de vacaciones se produce de forma rápida, invitándote a apurar casa sorbo de esas sensaciones tranquilas que vienes buscando.

El zumbido del geiser, el calor de la arena roja, la arquitectura de César Manrique integrada en el paisaje, pero sobre todo las formas, los colores, el silencio sobrecogen, como esas cepas semienterradas en los viñedos de Geria por curiosas construcciones de piedras amontonadas en medialuna, que llenan los campos de arenas oscuras con un mar de semicírculos que dibujan olas que no arriban a ninguna playa.



La fuerza paisajística de esta isla es extrema. El azar natural y la mano del hombre han dado forma a estos terrenos yermos y oscuros, sobre los que se alzan esa casa cúbicas de un blanco profundo que contrasta con la tierra. Y sobre el blanco, el color marrón oscuro de la madera, que se pinta en forma de postigos, puertas y ventanas. Es curiosa la querencia por la madera en una isla que carece de árboles, para dotar a sus casas de un orgullo añadido a su belleza y que, en algunas ocasiones, cambian el color oscuro de la madera por alegres verdes y azules de barcas de pesca, porque en estas aldeas de pescadores, algunos pintaban las puertas de sus casas del mismo color que sus barcas.

En una tarde gris de principios de mayo, con la cotidiana tranquilidad que produce el sofá en los domingos lluviosos, la lluvia renace el recuerdo aún cercano de Lanzarote, de su paisaje seco y yermo, de los hermosos nombres de sus pueblos: Haría, Yaiza, Punta Mujeres, Teguise… muchos de ellos parecen tener un marcado carácter femenino. El cielo nublado me trae el recuerdo de sus playas, la rara forma de Caletón Blanco, un arenal dorado que se introduce en un oscuro escorial de lava, al norte de la isla, cercano a la Graciosa, o la playa resguardada del papagayo en el sur, a la que se accede por caminos de tierra, en mitad de un parque natural.

La línea del horizonte, que se hace tan necesaria en este Madrid de edificios inmisericordes, es uno de los mayores placeres de Lanzarote: poderla contemplar continuamente, con un mar siempre azul muy próximo y una hermosa luz dorada que transmite paz. Por las mañanas esa luz te sorprende en la terraza del hotel, al fondo, entre la neblina, se dibuja la isla de Lobos y Fuerteventura y el sol se levanta reflejándose en los oscuros acantilados que dibuja la costa. Es agradable pasear oyendo el silencio roto por el trantrán del viejo motor de una pequeña barca de pesca. Aquí casi es posible parar el tiempo.

Recuerdo los sabores de la isla, el potaje canario y las papas arrugadas con mojo de un restaurante en Yaiza; el delicioso postre que comimos en el restaurante del Museo del Campesino, bienmesabe con helado de gofio; el arroz caldoso con almejas que cenamos en el bar del club de Puerto Calero, acompañado de un delicioso vino blanco de Lanzarote, el Bermejo, que es imposible encontrar fuera de la isla; la vieja , un pescado local de cierto parecido con el salmonete, los quesos de cabra… Ese inventario de sabores, paisajes, sensaciones de cuatro días tranquilos de abril, han sido un paréntesis para soñar la calma y llenar el alma de momentos agradables. Al final del camino, sólo esos momentos habrán valido la pena. Por eso lo escribo, para guardarlos, recordarlos y poder así volver a revivirlos.

Minneapolis

Escribo desde la penumbra de una habitación de hotel, mientras un sol rojo se pone en el horizonte de Minneapolis. La vista desde la ventana de la planta decimosexta del hotel Marriott se diluye en un gris brumoso. Hace apenas poco más de una hora, un sol dorado se reflejaba en los cristales de los rascacielos jugando a un juego de espejos infinitos que iba mostrando la silueta distorsionada de los edificios vecinos. El semicírculo gris de la autopista dibuja una hoz entre los edificios y a la izquierda, bajo los puentes, discurre el Mississippi. El viento apenas mueve una bandera de barras y estrellas en el edificio contiguo.


El sol se ha puesto totalmente. Pasan dos minutos de las nueve. Una extraña sensación de desamparo y cansancio de va apoderando de mi hasta aturdirme en un sopor despierto. El vuelo ha sido como siempre largo. Mi cuerpo siente que es bien entrada la madrugada y que debe quedar poco para amanecer, pero mis ojos lo contrarían con una puesta de sol. Que extraña se hace la noche en una habitación de hotel con el desvarío del horario. Quieta y callada la luz se va apagando y, como en un cuadro de Hopper, con la misma sensación de soledad y desamparo, las calles se vacían y las luces verdes de neón giran en la esquina de abajo, enmarcando un anuncio que no alcanzo a leer. Enfrente, un antiguo edificio de ladrillo, poblado de ventanas, te transporta a un paisaje onírico de película americana. En el fondo Minneapolis se parece a aquellas películas de bajo presupuesto, donde unos coches enormes cruzan la ciudad vacía como las almas en pena de los cuadros de Delvaux.

Minneapolis es una ciudad en mitad del medio oeste, pero recuerda a la imagen que tenemos de todas las ciudades americanas, siempre semidistorsionada por el cine. La geometría no se dibuja en horizontal, la vertical de los edifcios tiene aquí su importancia. Desde abajo sube un rumor sordo, pero continuo, del aire acondicionado.

Aún no son las seis de la mañana y la ciudad despierta bajo el mismo cielo nublado. El sol debe estar saliendo detrás de los rascacielos porque los tonos dorados empiezan a apuntar por el este. Desde la habitación se ve la inmensa extensión plana de edificios y árboles que hay al norte de la ciudad. Justo debajo se extiende Warehouse District, a la izquierda, como una inmensa tortuga blanca, Target Center, donde juegan los Timberwolves y la primera avenida, que concentra una buena parte de los restaurantes y bares de la ciudad.

Me espera el sopor aburrido de dos días de sesiones en un convención comercial anual, donde descubriré lo cuidada que tienen la dentadura los norteamericanos y la importancia que conceden a sus sonrisas.

Minneapolis, Junio 2.006.

01 septiembre, 2009

Córboba

(Apuntes de un viaje a Córdoba en 2.003).

Escribo desde un patio cordobés con olor a jazmín y fuente callada, donde ayer el rumor del agua gorgoteaba y hoy el silencio es el sonido más hermoso. Pocos sonidos son tan musicales como el agua de una fuente en un patio tranquilo, En un trozo de cielo, que apresan las paredes, miles de golondrinas viran en sus continuos vuelos, dibujando curvas que nos les llevan a ninguna parte, pero que distraen la mirada. La fuente de piedra está callada. En su círculo de agua tranquila flotan geranios, jazmines y unas pequeñas flores malvas. Un naranjo, un platanero y una palmera rodean la fuente junto a unos bancos de hierro.



Córdoba aún conserva restos del calor del verano que hace ya un par de semanas que se perdió entre sus días. Esta tarde de domingo que camina hacia la mitad de Octubre aún es cálida en el hotel Conquistador. La habitación 302 del tercer piso tiene una pequeña ventana que abre junto a la mezquita. Esta mañana al levantarnos, el sol comenzaba a brillar en la amarilla piedra arenisca y, apenas a una decena de metros, sobre una puerta lateral del edificio, se dibujaban varios arcos ciegos de dovelas blancas y rojas con albanegas de motivos florales.




En su interior, la mezquita es un bosque de columnas cercenadas por construcciones cristianas que rompen con la sencillez. Sobre las columnas, un juego de dobles arcos de herradura abren los espacios, que destruyen las paredes de capillas cristianas de recargados angelotes y platos de oro convertidos en custodia. Carlos I fue quien autorizó la construcción, sobre la mezquita, de la catedral. Dicen que lo hizo sin conocer la belleza que estaba a punto de destruir y que, años más tarde, cuando descubrió su error, expresó su arrepentimiento.


Córdoba es el sueño de un exiliado que vino de oriente y cruzó desiertos durante cinco años, huyendo de los asesinos que habían exterminado a su familia Omeya. Nieto de califa, tuvo que buscar el anonimato para sobrevivir a la persecución de los abbasies, que habían tomado el poder en Bagdad. Contempló el exterminio de su familia y, acompañado sólo por su liberto, alcanzó esta tierra de la que llegaría a convertirse en emir. Abd-al-Rahmán era su nombre y fue el fundador de una dinastía que embelleció Córdoba, una ciudad que se convertiría al final del primer milenio en la más poblada e importante de su tiempo. Una ciudad cuyo poder caería luego con estrépito en pocos años.

La visita a Córdoba deja el recuerdo gastronómico de los sabores locales, sabores de recetas antigua y simples, elaboradas con un estilo casero, que hace muy agradable el placer de degustar las naranjas “ picás” con bacalao, el salmorejo, el pisto, el estofado de rabo de toro, la sangre encebollada o los flamenquines en mitad de un ambiente popular.

Una de las sensaciones más agradables de Córdoba es callejear por la judería, perderse en el zoco, encontrarse unos pocos metros más allá en la Sinagoga y maravillarse por las paredes de estucos blancos de motivos florales, asomarse a la intimidad que deja al descubierto alguna puerta entreabierta que enseña su tesoro: el frescor de un patio lleno de macetas, ahora ya mustias en este otoño que llega.

El Guadalquivir se convierte en un río de aguas pantanosas y de cañaverales cuando se acerca a Córdoba. Es una paisaje de lodos y aguas embarradas donde nadan los patos, arbustos sobre los que revolotean las aves y una antigua noria árabe, la Albolafia que hace mucho que dejo de girar, pero se resistió a la estupidez de la católica reina Isabel que ordenó desmantelarla porque su ruido no la dejaba dormir, mientras se alojaba en los cercanos alcázares y planificaba como exterminar la cultura islámica que había prosperado durante ocho siglos en lo que entonces ni siquiera se llamaba España.

Esta ciudad guarda la decadencia de los lugares que llegaron a ser grandes, pero que tal vez nunca acabaron de creérselo. Una ciudad donde el judío Maimónides o el musulmán Averroes encontraron la tolerancia necesaria para difundir saber en mitad del oscurantismo medieval que asolaba Europa, pero que también acabó obligándoles a exiliarse a Marrakech a uno y al otro a El Cairo, anunciando la intolerancia que integristas como almohades y almorávides traerían consigo y que intentaron bajo la fuerza de las armas conservar un esplendor que ya nunca volvería a ser tan bello. Una ciudad donde Zyrab, otro exiliado de Bagdad, en este caso por ensombrecer a su maestro, compuso bellas músicas y trajo la modernidad de nuevas costumbres.