13 noviembre, 2009

La carretera de la muerte

Ahi va mi tercer ejercicio en la escola d'escriptors. La misma historia contada desde la visión de dos narradores diferentes:


1

Nunca podré olvidar aquellos largos días de febrero. El domingo de carnaval amaneció radiante. Era uno de esos días en los que Málaga se viste de primavera en pleno invierno, pero aquel domingo no hubo risas, ni disfraces, sólo el silencio extraño que precede a la desgracia. Los bombardeos que habían asolado la ciudad durante las últimas semanas de repente callaron. Nunca un carnaval fue tan triste. La inquietud, que se había ido apoderando de todos durante los días previos, estalló y con ella vino el pánico. Las noticias de la radio hablaban de calma y de resistencia, pero las calles se llenaron de miles de personas huidas de los pueblos cercanos y de milicianos con la mirada perdida. Con ellos llegaron las malas noticias, las barbaridades que cometían las tropas moras, los fusilamientos, los ajustes de cuentas que llevaban seis meses esperando. Entonces toda la ciudad cayó presa del espanto, abandonada a la entrada inminente del ejército enemigo.

Las tiendas vacías, los escaparates rotos, los tranvías parados nos despidieron en la huida. A partir de ese momento me perdí entre una masa oscura que solo buscaba un poco de esperanza, me sumé a una larga marcha que nos hizo atravesar el infierno. La carretera serpenteaba junto al mar y a la vuelta de cada recodo veía la infinita hilera de fugitivos que todo lo cubría. Al final del primer día, las cunetas empezaron a llenarse de enseres que sólo representaban una pesada carga, eran los restos abandonados de la mudanza más lúgubre que jamás he visto. La marcha compacta empezó a disgregarse, a deshacerse en jirones en los que iban quedando atrás los más débiles, los más viejos.

Con la llegada de la primera noche volvió el miedo. Caminando a oscuras las familias comenzaron a separarse. Recuerdo que el silencio duró poco y rápidamente empezaron a llamar a los que se iban perdiendo. Toda la carretera se convirtió en un lamento de nombres: ¡José, María, Antonio, Carmen, Pedro! A los gritos le siguió el llanto y al llanto le siguió el eco que duró toda la noche. Las madres que no estaban presas del miedo, ataban a sus hijos en un hatillo que los ligaban como un cordón umbilical hacia la vida.

Con la luz del día volvió la esperanza, pero apareció el cansancio y el levante trajo una niebla espesa como un mal presagio. A media mañana, el sol disipó la bruma y todos tratamos de despertar el ánimo. El enemigo se entretuvo en la ciudad conquistada escampando su furia, disfrutando ebrio de su victoria, pero no tenía suficiente. Los últimos milicianos que huían en un camión nos anunciaron que la infantería motorizada de los italianos no estaba dispuesta a darnos tregua. Nos pasamos los días siguientes con miedo a verlos aparecer de repente detrás de cada curva, con sus uniformes nuevos, recién estrenados para una guerra que no era la suya. Al final del segundo día, los que aparecieron a lo lejos fueron los barcos, con esa silueta amenazante de los que están al acecho, de los que se saben dueños de la vida y sólo esperan la orden que lo cambia todo. Y esas órdenes siempre llegan. Al caer la tarde, estaban tan cerca que empezamos a ver sus caras de odio. Pude observar como maniobraban en la cubierta sus preparativos para la tragedia. Entonces empezaron los obuses y ni siquiera la noche pudo salvarnos, iluminaron la oscuridad con sus fantasmagóricos reflectores y comenzaron las ráfagas y las carreras. Yo huí lo más lejos que pude, oculté mi miedo entre los cañaverales. Junto al calor de otros cuerpos volvió la noche con su silencio y me quedé dormida.

Al despertar me di cuenta de que había estado soñando rodeada de cadáveres fríos que ya no se levantarían. Reemprendí la marcha. La carretera se adentró en la tierra y nos dio una tregua, pero la alegría es siempre breve. Primero oímos el ruido sordo de sus motores y luego aparecieron en el cielo, soltando sus bombas. Cuando acabaron las explosiones, los aviones empezaron las ráfagas y luego otra vez el llanto. Más adelante, la carretera volvió junto al mar y se estrechó en un acantilado. Lo que pasó entonces he tratado de olvidarlo muchas veces, pero la memoria es mala amiga y, como el mar, siempre nos devuelve todo aquello que le arrojamos. Aquella mañana sentí el olor de la sangre, vi el pánico en los ojos de los que me rodeaban y la inclemencia de los barcos y los aviones masacrando la vida en aquella carretera. Nunca podré olvidar una mirada, la de aquella mujer, aturdida por la locura inmisericorde del momento, que trataba de amamantar a su hijo muerto. Tres días más tarde llegaba a Almería.


2

El pasado martes 9 de febrero nuestro enemigo, ciego de ira, demostró como administra su victoria. Fue en las afueras de Maro, la carretera se empina en los acantilados junto al mar, en la cuesta que llaman de los caracolillos. Allí no hay espacio para los cañaverales, ni para los sarmientos o las pencas, solo para el gris de la gravilla de la carretera y abajo el blanco de las olas. Por allí pasaba la tortuosa riada humana que escapaba de Málaga y de toda la Axarquía, su comarca de poniente, en un éxodo que ya duraba varios días. Los viejos cansados caminaban con las piernas llenas de llagas, las mujeres iban arrastrando a sus hijos, los más afortunados a lomos de algún mulo o dentro de un serón, los pocos milicianos que pudieron huir en camiones ya habían pasado por allí muchas horas antes.



Fue en aquel estrechamiento del camino donde la aviación alemana e italiana, con sus junquers y sus fiats, ametrallaron si piedad al gentío, en vuelos rasantes que iban descargando la muerte por oleadas. Desde el mar la flota fascista, con los acorazados Almirante Cervera y Canarias a la cabeza, disparaban sus cañones. El paisaje en la carretera fue dantesco: una mujer arrodillada con los brazos en cruz rogaba clemencia, algunos viejos se arrojaban al vacio con el objetivo de acabar cuanto antes su dolor, los niños corrían presa del llanto, la metralla pasaba segando los cuerpos, mientras los barcos apuntaban sus obuses hacia las rocas, donde sabían que los desprendimientos causaban más estragos. Un carromato repleto de seres humanos estalló repartiendo su muerte por la carretera. Solo se oían gritos, las explosiones de las bombas reverberando el sonido en un eco continuo y el ruido sordo de las balas. El enemigo estaba tan cerca que podían verles las caras.

Cuando se les acabó la munición, se alzó la niebla. Cientos de cuerpos quedaron tendidos sobre la carretera y entonces sólo se oían las quejas y los lamentos que susurraban los heridos. Ahora el general Queipo de Llano debe estar en Málaga celebrando su pequeña victoria.

Almería, 12 febrero 1.937.

Nota.- Estos relatos novelan una situación basada en testimonios y hechos totalmente reales. Para saber más:
http://servicios.diariosur.es/lahuida/main.html
http://www.malaga1937.es


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