26 marzo, 2010

Itinerario hacia la muerte

Desde que empecé el curso de narrativa, he aprovechado los ejercicios que tenía que realizar para esbozar posibles escenas de mi futura novela. Colgué el primero de esos ejercicios hace ya varios meses, pero no he vuelto a publicar en mi blog ninguno más. Un motivo es porque no dejaban de ser ideas, bocetos que estaban muy lejos del resultado final que pretendo conseguir. El otro motivo es que detrás de un libro hay un largo trabajo callado que no debe desvelarse antes de tiempo. Mi noveno ejercicio es el primero que puede acercarse a una de las escenas que quiero describir. Lo cuelgo aquí porque para mí es muy importante vuestra opinión, agradeceré todas las críticas constructivas que hagáis porque me ayudaran a encontrar el tono necesario para la historia.
Los fusilamientos se producían de forma invariable cada martes y cada jueves. Esas madrugadas eran terribles y la espera tensa. El carcelero deletreaba los apellidos, prolongaba la tortura alargando cruelmente las sílabas. La cifra de los elegidos para la muerte variaba como una lotería macabra, que había ido aumentando sin cesar. Ese anochecer llevaban ya más de setenta nombres cuando Paco oyó el suyo. Durante los primeros días en la cárcel, pensó que se trataba de un error, luego pasaron las semanas y, poco a poco, empezó a temer lo peor. Hasta ese instante sólo había sentido la impotencia que arañaba su cuerpo cada vez que el celador acababa la lista sin que su nombre estuviera en ella. Era entonces el momento de bajar la cabeza, de no mirar a los que se marchaban por la vergüenza de no compartir su destino. Esa vez Paco miró a los ojos de los compañeros que salían con él de la celda y vio en ellos el mismo miedo. Los barrotes se cerraron con el mismo estruendo, pero, ahora que estaba fuera, ya sabía que no tendría que volver a oír el sonido metálico de las llaves que tanto le inquietaba, ni el de las puertas que se abrían trayendo un mal augurio.

En la capilla de la prisión la madrugada siempre es más larga porque siempre es la última. De nada sirve rechazar al cura, que absuelve a todos, incluso a los que no han querido confesarse. El pecado de Francisco Álvarez era ser socialista, suficiente para morir por ello frente un pelotón de fusilamiento. La capilla está en penumbras, de las paredes blancas, desnudas, cuelga un único crucifijo sobre el pequeño altar, los presos, hacinados, sentados en la frialdad del suelo, gestionan cómo pueden los diferentes grados del miedo, mientras el capellán va murmurando sus perdones. Las miradas esquivas se cruzan, huyen. Ya no importan las palabras que normalmente mienten, que traen falsas esperanzas, solamente importan los gestos y todas las caras están tensas, a la espera. La mayoría de los hombres callan, alguno llora entre gemidos, Paco mantenía sus lágrimas en silencio.

Dos horas antes de alba vuelven a llamar. Esta vez no hay lista, no enumeran nombres. Sólo es necesario abrir la puerta, salir al patio donde el cielo aún está oscuro y los camiones ya aguardan con el motor en marcha. Antes, la aspereza de la cuerda va ligando las muñecas de los presos en una reata triste y callada. El rumor de los pasos gasta la grava fría de octubre, una voz rompe la madrugada y empieza a cantar La Internacional. Sabe que sus compañeros en las celdas le están oyendo, que su rabia les hace apretar los puños y los dientes. Paco también los apretaba, mirando a los cuatro camiones aparcados en un orden que desconocía.

Un guardia civil grita —¡No tenemos todo el día!– y empuja con el fusil a un preso.

Los vehículos inician su camino con intervalos de tiempo. El de Paco espera a que vayan saliendo los demás. Amontonados en la plataforma se entremezclan los prisioneros y los vigilantes que se apoyan en sus fusiles. Al arrancar bruscamente, los hombres se apoyan en el brazo del vecino y tratan de mantener el equilibrio como pueden. La oscuridad aun gobierna las calles al abrirse la puerta de la prisión y el aire frío, que viene de la sierra y que la lona apenas puede contener, se dispone a acompañarles durante el último trayecto. Entre los cuerpos, que permanecen de pie con las manos atadas, aparece casi desierta la Gran Vía. Es el momento que algunos encienden su último cigarrillo. Los guardias comparten con los condenados la cara de campesinos, si no fuera por las circunstancias, se podría pensar que el vehículo transporta una cuadrilla que va a trabajar a la vega, pero el itinerario es otro muy diferente. El conductor gira a la izquierda por Plaza Nueva, cambia de marcha y las ruedas comienzan a subir la cuesta de Gómerez.

Uno de los agentes resbala maldiciendo en voz baja una frase que no todos oyen: -¡Menos mal que a la vuelta tendremos más sitio y podremos sentarnos!.

Al pasar por debajo del arco de la Puerta de las Granadas un compañero comienza a lloriquear su perdón, nadie quiere oírle. Paco lo miraba susurrándole palabras inútiles sobre el ánimo, le hubiera gustado llorar con él. El día clarea entre las alamedas de la Alhambra, pero debajo de del toldo del camión la penumbra sigue siendo silenciosa. Conforme se van acercando al cementerio, los hombres apuran las últimas caladas, breves puntos de luz que apenas duran. Pasada la cuesta, el conductor acelera. El tiempo pasa ahora deprisa, nadie puede detenerlo, la vida se va consumiendo con las últimas bocanadas de humo. En unos minutos caerán como las colillas que, consumidas con nerviosismo, van arrojando al suelo.

Al llegar al final de su camino se detienen y bajan despacio. Los guardias y los presos ya no comparten los cigarros y cada uno se dispone a cumplir el papel asignado. Unos apuntarán, otros sentirán cómo las balas abrasan su carne. El resto de los camiones ya están aparcados. Sus conductores fuman y charlan muy bajo. En sus miradas hay pena. Una salva de disparos descerraja el amanecer. Al otro lado del valle la sierra guarda sus primeras nieves y la mañana cubre las colinas de olivares con un frescor que enfría las palabras. La recua sigue su camino hacia las tapias cuando otra descarga les recibe con estruendo. El pelotón tiene dos filas, la primera hinca la rodilla en tierra. Otra señal y los disparos golpean el muro con bocados de muerte.

Los colocan en fila mirando a la tapia. La sangre salpicada dibuja extrañas formas en la pared del cementerio, llena de signos de muerte después de más de tres meses de fusilamientos. Los cuerpos de los compañeros que les han precedido están aún calientes, pero no son ya más que bultos macilentos que comienzan a desmadejarse en un rastro de lutos, que a sus madres no les dejarán ni siquiera vestir. Sus caras, desfiguradas por el miedo, guardan la última expresión, la misma que probablemente en ese momento se dibuja en los rostros de aquella fila de hombres que esperan el final en aquella colina, con la ciudad a sus pies. Ahora son varios los que lloran. Paco recordaba la última vez que habló con su madre. Había sido el 24 de Octubre, sólo un día antes, pero a él le parecía que hubiera pasado mucho tiempo.

- Hijo, no sufras. Tu hermana Antonia ha conseguido que los curas con los que trabaja intercedan por ti. Firmaron una carta pidiendo tu libertad. No entiendo como no ha llegado todavía.
- No llores madre. Nada malo pueden hacerme porque tampoco hice ningún mal a nadie
- ¿Qué quieres que te traiga de comer tu padre?
- Ya sabes lo que me gusta el cocido de col. Dentro de tres días cumplo veinte años. Ese sería mi mejor regalo. Si no fuera por la comida que me traéis…
- Cuídate mucho hijo.

Ese día José fue a llevarle a su hijo el cocido se enfriaba en la pequeña olla. Un aire desabrido le carcomía por dentro. La comida llegó tarde. La carta se perdió por los cajones.

Paco cierra los ojos, los dedos están ya dispuestos en los gatillos, su vida está fijada en un punto de mira. Él recuerda el olor del cocido de col de su madre cuando suenan los disparos.

17 marzo, 2010

Microbiografía

En vista que los micrelatos no son lo mío. He decidido enviar a la Cadena Ser esta microbiografía sobe mi abuela. Si ya es dificil contar una pequeña historia en 100 palabras, contad una vida se hace casi imposible. Ahi va...

Las palabras son el arma que le queda a la memoria. Durante los últimos meses he reconstruido la biografía de mi abuela a través de sentencias, consejos de guerra, expedientes penitenciarios, periódicos y libros. Con sus ojos he visto las salvas que agujerearon bocados de muerte en el cuerpo de su hermano, la desbandada del miedo por una carretera junto al mar, sus brazos protegiendo de las palizas a la hija que llevaba en su vientre, las caras del pelotón que simuló su fusilamiento, la larga espera del indulto. Estas palabras son la semilla de su memoria. Ayudadme a esparcirlas.

09 marzo, 2010

Los secretos del abuelo desconocido

La semana pasada encontré en mi buzón la auditoria de guerra que le hicieron a mi abuelo en 1.939. Entre la documentación habían varios interrogatorios, una ficha clasificatoria y una sentencia. Documentos que revelan algunos secretos. Si quieres leer más…

Yo pase mi infancia en una casa vieja de El Molinillo, un barrio popular muy cercano al centro de Málaga. Su puerta no tenía timbre y llamaban golpeando un picador, que tenía la forma de la mano de Fátima. Una mañana gris de invierno de finales de los setenta, mientras jugaba con mis soldaditos junto a la puerta, sonaron los golpes secos de aquel picador. Al abrir el postigo vi a un señor con sombrero, de voz pausada y elegantemente vestido. Recuerdo que era la primera vez que yo veía un hombre con sombrero y que preguntó por mi madre mientras me miraba con una sonrisa. Ella lo hizo pasar sorprendida y, mientras yo continuaba jugando atento y lleno de curiosidad, estuvieron conversando. Al rato, él se marchó diciéndome que esperaba volver a verme pronto. En aquella época en la que el divorcio no existía, mi madre no sabía cómo explicarme, a mis ocho o nueve años, que aquel hombre, al que yo había oído decir que venía del extranjero, era su padre. Mi abuelo a quien yo no conocía y del que nunca nadie me había hablado.


Para entonces a mi me extrañaba que mi madre no llamara padre al viejo anarquista cariñoso que compartía su vida con mi abuela materna, como también me extrañaba que mi padre tuviera los dos apellidos de su madre y nunca hablara de mi abuelo paterno. Yo intuía que la juventud que habían vivido mis abuelas debía regirse por unas leyes y un tiempo muy diferentes a las de mis padres.


Con el paso de los años, descubriría que aquel hombre elegante no siempre había sabido estar a la altura de las circunstancias y quizás por ello, aunque lo volvería a ver en más ocasiones, no demasiadas, nunca pude dejar de sentirlo como un abuelo desconocido y lleno de secretos, que murió hace unos veinte años, cuando yo tenía una edad a la que no le importa demasiado el pasado y en la que no se hacían ciertas preguntas. La semana pasada en mi buzón encontré un sobre enviado desde un archivo de un tribunal militar. Contenía la auditoría de guerra de José Castro Peregrina, mi abuelo materno. La semana pasada comenzaron a desvelarse algunos de sus secretos.

Entre la documentación habían varios interrogatorios, una ficha clasificatoria y una sentencia.

El 31 de marzo de 1.939 acabó la guerra en los últimos frentes, entre ellos el de Almería. Ese día los soldados y los oficiales republicanos de la 85 Brigada Mixta, acantonados en Berja, dejaron de serlo, también de ser ciudadanos y se convirtieron en sospechosos, en delincuentes, pese a la mentira que vomitaba la radio de Franco: “Nada tienen que temer los soldados rojos que no se hayan manchado las manos de sangre; el perdón para los voluntarios y un abrazo para los reclutados”. Algunos no creyeron esas palabras y trataron de pasar desapercibidos, pero no les dejaron. El 8 de mayo, diez días antes del desfile de la victoria en Madrid, el gobernador militar de Granada, Rafael Lacal del Pérez de Ayala, firmó un edicto por el cual “todos los individuos varones residentes en la localidad procedentes de las zonas últimamente liberadas o de campos de concentración de prisioneros, están obligados a presentarse a la autoridad militar en el plazo máximo de 72 horas. El no acatamiento de la orden supondrá de inmediato la detención y la apertura en Consejo de Guerra.”

Unos días antes, el 25 de abril, Cuesta Monereo, jefe del Estado Mayor del Ejército del Sur, había dictado a los Gobernadores y Comandantes Militares una instrucción para el tratamiento y clasificación de los “prisioneros e individuos procedentes de la zona recién liberada” y establecía la ficha clasificatoria que habría de cumplimentarse en todos los casos. Esta ficha, aparte de los datos de filiación, demandaba la situación del presentado o prisionero desde el 6 de octubre de 1934, la unidad donde hubiera prestado servicios en el ejército republicano, especificando su empleo o graduación, el tiempo que estuvo en filas y si perteneció a los servicios de información o a las brigadas de guerrilleros. A este respecto, preguntaba la ficha al presentado quienes se habían destacado por su “desafección a la Causa Nacional”, durante su permanencia en zona republicana. A continuación, se le interrogaba en la ficha donde “le sorprendió el Movimiento”, su filiación política, si tuvo cargos directivos, si votó al Frente Popular y si fue apoderado o interventor en las elecciones de febrero de 1936. Después, la ficha recogía varias preguntas dirigidas a depurar su conducta política. Terminaba la clasificación especificando si poseía bienes, tanto él como sus familiares y donde, y preguntando sobre las personas que le conocieran y pudieran responder de su actuación y residencia.

La instrucción detallaba los pasos a seguir, con arreglo al siguiente procedimiento: Una vez hecha la anterior ficha clasificadora si de la misma resultase que el interesado tuviera responsabilidades graves, entendiendo por tales, los Jefes y Oficiales del Ejército Rojo, Comisarios políticos, dirigentes, apoderados e interventores del Frente Popular; individuos de las Brigadas de Guerrilleros y miembros del S.I.M. (Servicio de Investigación Militar, que fue el nombre de la agencia militar de inteligencia de la República durante la Guerra Civil) o del S.I.E.P.; (Servicio de Información Especial Periférico que fue creado en verano de 1.936 para agrupar a los republicanos que vivían en zonas ocupadas por los sublevados y que se habían echado al monte. Sus objetivos eran espiar y hostigar al enemigo realizando sabotajes), enemigos, propagandistas destacados y autores de crímenes, saqueos, incendios y detenciones…, se procedería a la inmediata detención en el Depósito Municipal, Cárcel de Partido o Prisión Provincial correspondiente, “dando cuenta inmediata a mi autoridad, mediante el envío de copia de la ficha respectiva y remitiendo la ficha original al Ilmo. Sr. Auditor de Guerra de este Ejército, quedando copia de la misma en la Oficina expedidora como antecedente. A la ficha original se acompañarán sendas certificaciones que en cuanto a conducta expidan el Alcalde, el Jefe Local de F.E.T. y de las JONS y el Comandante de Puesto de la Guardia Civil o de Policía Militar. También se remitirán al Sr. Auditor las denuncias que se presenten o posteriormente se vayan presentando respecto del individuo fichado”.

Una vez fichados y clasificados, los republicanos eran interrogados. El uso de la coacción, las palizas y malos tratos, fue generalizado. La farsa judicial militar llevó a condenar sin ninguna declaración testifical o prueba que acreditara lo que se señalaba en los informes, en los que destaca el lenguaje: se utilizaban diferentes calificaciones y adjetivos para las “personas de orden” y “los rojos”. El detenido es siempre un “individuo”, un “sujeto”, un “elemento”. El pueblo es la “turba”, la “masa”, la “plebe” e incluso la “horda”. Exaltado, pendenciero, ratero, extremista, borracho, parásito, etc., son adjetivos usuales para definir a muchos detenidos.

En los consejos de guerra se remarca que se trataban de sumarísimos y urgentes, pero los tribunales no tenían prisa en dictar sentencia y no les importaba el tiempo que llevara el procesado en prisión preventiva. Cuando finalmente se producía el fallo, éste se comunicaba al Tribunal Provincial de Responsabilidades Políticas, que debía estar formado por varios miembros entre los que obligatoriamente debían estar: jefes del ejército, funcionarios de la carrera judicial y militantes de la Falange. El origen es este tribunal hay que buscarlo en febrero de 1.939, poco antes de finalizar la Guerra Civil, cuando el nuevo Estado, en un intento de reorganizar y normalizar la situación política y eliminar cualquier resto de oposición, estableció mediante la denominada Ley de Responsabilidades Políticas una jurisdicción completamente nueva y excluyente de cualquier otra, que le permitiese legalizar la necesaria represión para su afianzamiento. Este tribunal se constituyó en Granada en julio de 1.939 y fue suprimido en 1.942. El motivo de la supresión: a la justicia franquista le resultaba imposible resolver el enorme volumen de expedientes incoados en estos tribunales especiales y no le quedó otro remedio que hacerlo a través de la justicia ordinaria.

En la vida de mi abuelo durante aquellos años volvió a cruzarse otra norma franquista. Ante el hacinamiento de las cárceles, donde cientos de miles de españoles purgaban sus pecados, el franquismo se vio obligado a iniciar medidas que pusieran en la calle a muchas personas. Así el 25 de enero de 1.940 Franco firma una Orden de revisión de penas. Se constituirán las Comisiones de examen de penas, que tenían como objetivo, partiendo de la consideración de que las circunstancias derivadas de la guerra habían tenido como consecuencia que los delitos de rebelión fueran sancionados con penas muy diferentes según los tribunales o el lugar geográfico, revisar las condenas impuestas para ajustarlas a las normas que ahora se establecen. Aunque el trabajo de estas comisiones se considera como un servicio urgente al que hay que dar preferencia y se arbitran diferentes medios para conseguirlo, sin embargo, también será un mecanismo lento que apenas significará algo más que un goteo de libertades, habitualmente con destierro y sometidos los libertos a un constante control policial o judicial.

Hoy sé que José Castro, pese a sus intentos de pasar desapercibido, fue detenido el 21 de Septiembre de 1.939 en Jayena, un pueblo del sur de la provincia de Granada de donde provenía su familia, y enviado a la prisión de Alhama (posteriormente estaría en la prisión de Granada y en un campo de concentración en Guadix). También sé que fue condenado a 12 años de prisión, una sentencia que posteriormente sería revisada y reducida a tres. Su delito: ser socialista y sargento de intendencia del ejército republicano. Pero su actividad no acaba aquí…

Su ficha clasificatoria aporta más datos sobre su vida durante la guerra. El consejo de guerra al que sometieron a mi abuela María pocos años más tarde (del que ya he hablado en este blog) también aporta información sobre la vida de José en los primeros años después de la derrota. Aún tengo claroscuros que creo que ya no podré despejar, porque he agotado todas las pistas, pero también tengo la seguridad de que mi abuelo y mi abuela, tuvieron una vida que merece la pena ser contada en una novela, la que ya muy pronto empezaré a escribir.
Nota.- En el reverso de esa foto aparece un sello, acompañando la firma de mi abuelo, que me hace pensar que se la envió a mi abuela cuando ella estaba en la cárcel. En ese caso fue probablemente lo último que recibió de él.

Creative Commons License
dormidasenelcajondelolvido by José María Velasco is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 España License.