29 septiembre, 2010

Soy un esquirol

Este no es un blog de actualidad política. Lo que inicié como un medio en el que publicar, de alguna forma, mis viejos escritos, acabó derivando hacia contenidos relacionados con el contexto histórico de la novela que trato de escribir. Pero al intentar analizar, con un poco de detalle, aspectos del pasado, he podido comprobar que hay situaciones que se mantienen a lo largo del tiempo, también en temas relativos a las huelgas generales.
En 1.934, las esperanzas, que una buena parte del pueblo había depositado en las instituciones republicanas, se habían marchitado. Los intentos de reformas, muchas de ellas estructurales y de gran calado social y político, que habían tratado de emprender los gobiernos progresistas, se habían frustrado ante la enconada resistencia de la iglesia, el ejército y las clases con mayor nivel económico, que no estaban dispuestas a compartir sus prebendas. El desánimo popular hizo que, tras unas nuevas elecciones, los radicales de cetroderecha de Lerroux volvieran al poder, pero muy tutelados por la CEDA, coalición extremadamente conservadora, que se enfrentaba frontalmente a cualquier intento de cambio. Fue el llamado bienio negro, en el que las reformas quedaron frenadas. En ese entorno se produjo la huelga general revolucionaria de 1.934, a la que se llegó con la desunión de los sindicatos. Los anarquistas de la CNT no quisieron secundar una acción que habían capitalizado los socialistas de la UGT.
En el País Vasco, los nacionalistas se posicionaron en contra de la huelga. En Catalunya, en cambio, el gobierno, presidido por ERC, aprovechó la coyuntura para proclamar un Estado Catalán independiente. Resulta curioso lo fuera de foco que quedan siempre todos los nacionalistas de aquellos temas sociales que se alejan de sus reivindicaciones territoriales. Los campesinos andaluces y extremeños, agotados tras muchos meses de diversas huelgas por la situación agraria, tampoco participaron activamente. Fue en Asturias, donde los anarquistas firmaron un pacto de unidad de acción con los socialistas y gracias a la concentración de población minera y obrera, donde el paro general fue un rotundo éxito. Durante cinco días paralizaron la actividad económica de la región, pero los huelguistas más exaltados iniciaron una labor de destrucción, con un matonismo que imitaba los comportamientos más despreciables de los falangistas. Éstos, que venían utilizando la violencia callejera con el objetivo de minar la credibilidad del sistema republicano harían de ello una bandera y encontraron la excusa para intensificarla a partir de ese momento. Llenaron de miedo las calles con sus camisas azul mahón, su yugo y sus flechas, contestado por el mismo miedo que provocaban los elementos más extremistas del anarquismo y del socialismo.
El gobierno, presionado fuertemente por los sectores más reaccionaros mandó al ejército con la misión de liquidar la huelga con las fuerzas de las armas. La represión que le siguió fue brutal. Tanto que se abrió una comisión parlamentaria para analizar lo sucedido. Curiosamente el principal artífice de la represión era un joven militar. Su nombre se haría faltamente famoso sólo unos años más tarde: Francisco Franco. Tras el aplastamiento, las libertades fueron limitadas, las reformas detenidas, algunos políticos obligados al exilio e instituciones como la Generalitat de Catalunya clausuradas, en este caso fue el precio por sus ansias de independencia. El resultado final fue el retroceso de los progresos alcanzados y el incremento de una espiral de violencia que fue la antesala de la Guerra Civil. De hecho, algunos de los historiadores más revisionistas, inspirados hoy por el antirepublicanismo más reaccionario, justifican, basándose en la crisis producida tras la crisis asturiana, la necesidad del golpe de estado, lo que ellos siguen considerando el glorioso alzamiento nacional.
Setenta y seis años después, un gobierno, que había desplegado las políticas sociales más activas de los últimos años, pierde el rumbo y se encuentra desbordado por una crisis económica global a la que no sabe cómo enfrentarse. Una crisis que, como ha pasado siempre en la historia, sufren los más necesitados, pero que, ahora y gracias a la globalización, es más difícil de atajar sólo con medios nacionales. Y ante eso volvemos a ver el intolerable matonismo de los llamados piquetes informativos. Hay eufemismos (daños colaterales es otro) que me parecen simplemente un insulto a la inteligencia. Los piquetes son la punta de lanza de unos sindicatos cada día más dogmaticos, más anticuados y más alejados de la realidad.
Claro que también hay otro matonismo más sutil, que no se ve ante las cámaras, el de los empresarios que utilizan su jerarquía para evitar que algunos de sus asalariados puedan ejercer su legítimo derecho a la huelga. Y como siempre, aparecen las voces abruptas. El jefe de la patronal, que debería estar descalificado para ejercer su función después de haber llevado a la quiebra a numerosas empresas y abandonar a sus empleados su suerte, pontifica unas ideas que, por el bien de todos, solo benefician a los de siempre. Y la caverna mediática reaccionaria, que hace sólo unos meses dedicaba sus titulares a criticar a los sindicatos por no convocar un paro contra las políticas del ejecutivo socialista, ahora los critica por hacer precisamente lo que ellos pedían. Y a toda la oposición la situación le provoca la misma desesperante falta de ideas que al gobierno al que critican. Lo que es aún peor, algunos ahora dicen ser, algo de lo que siempre han abominado, un partido de los trabajadores, pero sólo están acechando con el objetivo de acceder al poder e imponer políticas aun más perjudiciales para esos obreros de los que dicen formar parte.
En la economía actual los altos ejecutivos internacionales miden a las personas como números, en sus hojas se calculan solo los beneficios para el accionista. En su darwinismo capitalista más extremo, hace tiempo que los empleados dejaron de tener importancia, ya ni siquiera el cliente, que es quien paga, es lo importante. Algunos arriesgados aún emprenden con sus ideas, su esfuerzo y su patrimonio a generar riqueza para su país y para sus ciudadanos, pero otros de los que se llaman a sí mismos empresarios, sólo son mediocres negociantes, a los que no les importa el precio que los demás pagan por su exclusivo beneficio. Y los sindicatos sólo defienden a los suyos, a los que les votan, a los que gritan sus rígidas doctrinas y temen perder cualquier beneficio. Todos conocemos a empresarios deshonestos y a empleados apoltronados en su indolencia, que sólo esperan sus cuarenta y cinco días por sus muchos años “trabajados” y que ocupan el puesto de otros probablemente muchos más capacitados. Y mientras nuestros índices de productividad, nuestra inversión en investigación, nuestras cifras de empleo siguen muy por debajo de los vecinos con los que nos queremos comparar.
En setenta y seis años afortunadamente muchas cosas han cambiado. El que diga lo contrario solo hace falsa demagogia. En treinta años de democracia, España ha mejorado de forma exponencial en muchos aspectos. Sólo hay que recordar las tristes imágenes en blanco y negro de nuestras carreteras, de nuestras universidades, de la sociedad mediocre que nos legó el tardofranquismo. Las condiciones de vida de los trabajadores actuales son infinitamente mejor que la de los mineros asturianos del 34, hoy que los últimos mineros europeos están a punto de apagar la luz de la mina. Y esas mejoras laborales han sido gracias, entre otras cosas, a muchas de las huelgas que se han desarrollado en el mundo durante este tiempo. Pero hay situaciones en nuestro país que recuerdan a hechos pasados. Tras los desgraciados acontecimientos de 1.934 fueron muchos los que perdieron. Yo hoy he sido un esquirol y he ido a trabajar porque creo que esta huelga general no servirá para nada. Si no hacemos algo diferente todos perderemos, pero lo sufrirán los de siempre. Lo más triste es que hoy hay millones de personas que no han podido hacer huelga, simplemente porque no tienen trabajo. Eso es lo más duro, yo lo he conocido recientemente. En un país tan racial y tan individualista tenemos que aprender que sólo si ganamos todos es posible y es justo. Ojala esta vez no perdamos. Que no pierdan los de siempre.

23 septiembre, 2010

Una novela sobre el maquis

¿Una novela sobre maquis donde la protagonista es una mujer anónima y humilde? No, esta vez no se trata de la mía, sino de Inés y la alegría, el último libro de Almudena Grandes. Cuando, a principios de agosto, me enteré, a través de un artículo de un periódico, que estaba a punto de publicarse, sentí un enorme deseo de leerla en cuanto estuviese en las librerías. Creo que ha sido la primera vez que he comprado un libro justo el mismo día que salía a la venta.

Me acerqué a su lectura con ansia de conocer cómo Almudena había abordado esta historia maravillosa y casi desconocida, como otras muchas silenciadas no sólo por el franquismo, sino también por sus enemigos, que tampoco tuvieron en más mínimo pudor en ocultarla. Cuatro mil hombres, republicanos españoles, que después de participar en la expulsión de los nazis del territorio francés, deciden aprovechar que Hitler está acorralado en Berlín, con sus ejércitos en retirada y a punto de perder una guerra, que un par de años antes parecía iban a ganar, para cruzar los Pirineos con el objetivo de extender la confrontación, que se libraba en todo el mundo, a esa España fascista, alineada desde la distancia con Alemania.

He leído en varias entrevistas realizadas a la escritora, que han publicado en los últimos días, la sorpresa de los periodistas que desconocían por completo estos acontecimientos, son tantas las crónicas anónimas dormidas en el cajón del olvido. Curiosamente Jorge Marco en su libro Hijos de una guerra, nos explica que Franco guardaban en su archivo personal seis informes sobre las actividades de la guerrilla de resistencia al régimen, cuatro de ellos están relacionadas con los hechos que cuenta esta novela, los otros dos son informes sobre la partida de los hermanos Quero, que tanto incide en el relato que yo estoy escribiendo. Por ello, mi deseo por leer Inés y la alegría también encerraba un miedo, contaminarme en exceso de la forma en la que otro autor construía una historia tan próxima. Pero creo que no hay que temer eso, a fin de cuentas, el estilo de un escritor viene contaminado por las infinitas lecturas que le han precedido. Leer a los maestros es la mejor manera de aprender. Y desconozco si el último libro de Almudena Grandes será considerada una obra maestra, las críticas están siendo muy positivas, pero, al menos a mi me lo parece. Porque creo que una obra maestra es aquella que te hace llorar y sufrir con sus personajes, que te engancha desde la primera página en un deseo ininterrumpido de continuar leyendo, que te cuenta historias que te emocionan profundamente. Reconozco que mi mente, tan interesada en este tema, ya estaba predispuesta a disfrutar con esta novela, pero ¿cuántas veces nos hemos acercado con mucho interés a algo que luego no ha cubierto nuestras expectativas? A mí, Inés y la alegría me ha fascinado por diversos motivos.

Es muy difícil no volar por sus diálogos, tan sencillos, tan coloquiales, tan creíbles que hacen que las paginas corran sin cesar, porque esta narración, de algo más de setecientas páginas, se lee de un tirón. Luego están los personajes, tan bien construidos, que puedes verlos actuando, relacionándose entre ellos. La evolución que sufre la protagonista, desde el seno de una familia conservadora, que le ofrece un entorno de puntillas blancas y saltos ecuestres, con un hermano que bebe del delirio falangista y deriva luego hacia la luz de libertad que para las mujeres representa la republica, me parece de lo mejor del texto, La escena en la que, tras meses de muchas derrotas, es vejada por el militar, ebrio de victoria, me conmueve hasta las entrañas. No he podido evitar enamorarme de esa mujer vencida, que siente su mayor exilio ante la ausencia en sus platos del añorado aceite de los olivos españoles. La cocina tiene una importancia vital en esta obra, tanto que viene acompañada de un pequeño libro que contiene las recetas que Inés va cocinando a lo largo de las páginas, volcando en sus platos todo su amor para olvidar el miedo y la angustia que siente en los momentos más dramáticos.

La historia se cuenta, en primera persona, a través de las voces de tres narradores. Las dos primeras son las de la pareja protagonista: Inés y el hombre de su vida, Galán, un excombatiente republicano que se niega a rendirse y al que ella, en sus momentos más íntimos, continua llamándole por su nombre de guerra, con el que le había conocido. Ambos van enlazando la trama a través de escenas que se complementan, cosiendo los diferentes puntos de vista, que ayudan a tener una visión más global, más rica de lo que ocurre. La tercera voz es la de la propia escritora que cuenta directamente los hechos políticos que acontecen alrededor de la ficción. Este intervencionismo omnisciente de la autora puede sorprender, máxime porque son incisos muy claros que van separando, o quizás me atrevería a pensar que uniendo, la realidad histórica y la inventada. Pero la propia Almudena lo aclara en las últimas páginas, aunque los personajes históricos se mezclan con los que proceden de su invención y logran interactuar para explicar la trama, ella no puede resistirse a contar a través de su propia voz unos hechos reales que, por desconocidos y novelescos, casi parecen inventados.

Conozco en mi propia piel, el riesgo que corre un escritor cuando trata de hacer convivir los dos planos: el real y el inventado. Mis borradores están repletos de lo que, en las escuelas de escritura, tanto insisten en corregir, la información para el lector. Ese error en el que demasiado a menudo incurrimos los aprendices de escritor, que consiste en contar los detalles no a través de la boca de los personajes, sino a través del bolígrafo del propio autor que se siente incapaz de introducir el contexto histórico de una forma más natural.

En este libro, Almudena nos explica en primera persona los hechos que no podían ser explicados a través de Inés y de Galán. Y ahí está para mí la grandeza de esta obra. Nos novela los acontecimientos reales. Cuando describe los amores furtivos de la Pasionaria, el personaje en el que la convierte, está dotado de una proximidad tan humana, que acaba siendo más real, más auténtico, que la persona que nos describen los manuales. Porque la historia inmortal cambia cuando se entremezcla con la historia de los cuerpos mortales. Y esta frase, que repite continuamente a lo largo de toda la obra, es el leitmotiv de la misma. Más allá de la política, la invasión del Arán no se hubiera llevado a cabo si dos historias de desamor reales y verdaderas no hubiesen existido. Al final realidad y ficción parecen igualmente novelescas, igualmente verdaderas y consigue emocionarnos. Porque si algo caracteriza a este libro es que está escrito desde el corazón para llegar a los corazones. Algunos criticarán el maniqueísmo de los personajes, la visión sesgada y partidista de la escritora. Son los mismos que siempre olvidan, cuando les interesa, que se trata de una novela y no de un manual de historia. Es evidente que la escritora toma partido, pero lo hace por sus personajes, que sufren la dureza de la represión de la dictadura, pero también la disciplina de un partido comunista que deriva hacia prácticas estalinistas. Y es ahí donde se produce el mayor de sus desengaños. Ellos, doblemente derrotados, doblemente olvidados, no dejan nunca de luchar por unas ideas que se derrumban, pero que conservan en su interior.

El franquismo ganó la guerra, pero perdió la historia. Y por mucho que a algunos de sus nostálgicos les moleste, novelas como Inés y la alegría nos despierta los hechos de personas humildes que supieron, en los momentos más duros, encontrar un trozo de dignidad al que agarrarse, sobrevivir y ahora renacer del olvido. ¡A la salud de todos ellos!
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Los trucos del mago


El lector se deja atrapar por las historias de las buenas novelas sin pararse a pensar en las técnicas narrativas que utiliza su autor. La conclusión es simple: un libro gusta mucho o poco o no gusta, simplemente por lo que transmite, por lo que cuenta y la forma en la que lo hace. Pero, para un aprendiz de escritor, una novela pueda llegar a ser mucho más que eso, el andamiaje en el que se fragua la trama, las forma de ir construyendo los personajes, la sabia inserción de los diálogos, flota debajo de lo que cuenta, deja de pasar inadvertida. Cuando una persona comete la locura o la arrogancia de intentar escribir su primera novela, empieza a darse cuenta lo difícil que puede llegar a ser el empeño. Es en ese momento, en el que sus ojos devoran las diferentes escenas, cuando más allá del placer de la lectura, aparece la admiración por los trucos que ha usado su autor para levantarla. Es como si una vez descubierto el truco del mago, aún se le admira más porque, en ese conocimiento de la trampa, está también el arduo trabajo de inventarla y hacerla invisible.


Hace un año decidí escribir una novela. Contar una historia que, aunque narra la evolución de una familia a lo largo de setenta y cinco años, sólo puede entenderse con el nudo de la guerra civil. Un conflicto que, pese a ser un manantial del que pueden brotar miles de relatos magníficos, aún no ha sido explotado en su totalidad. A algunos críticos, lectores, periodistas la etiqueta de subgénero “novela de guerra civil” les incomoda. No les gusta que se cuenten sucesos que preferirían durmieran en el cajón del olvido. Pese a ello, cada año se sigue escribiendo, y cada vez más y mejor, sobre aquella guerra. Sin entender lo que ocurrió entonces, no es posible entender lo que ocurre ahora en España.

En un artículo anterior, hacia inventario de aquellas novelas que, sobre la guerra, a mí más me habían gustado. En el último año, en ese periodo en el que yo ya había iniciado mi lucha por construir una, se han publicado otras dos que considero magníficas. Dos autores que son dos maestros de los que se aprende mucho en cada línea. Dos libros que me han llegado muy dentro.
La noche de los tiempos de Antonio Muñoz Molina no es un libro para lectores perezosos. A lo largo de sus casi mil páginas, un hombre que huye de muchas cosas va a la búsqueda de la mujer a la que ama. Los personajes se van construyendo gracias a infinitas capas de pintura, todas ellas suaves, pero que acaban construyendo un trazo fuerte, profundo que los define de forma rotunda. Un hombre casado que, al inicio de su madurez, cuando ya no lo espera, encuentra la pasión en una mujer joven y extranjera. Y este arquitecto, de origen humilde e ideas socialistas, que ha conseguido labrarse una buena posición gracias a su esfuerzo y a su inteligencia, ve cómo todo se desmorona con el inicio de la guerra. La escena en la que busca desesperadamente a su amada durante las primeras horas del conflicto, tiene una tensión narrativa desbordante. El destacable el esfuerzo que hace su autor por tratar de meternos en la mente de aquellas personas normales, que ven como su realidad cotidiana se hace añicos en mitad de la espiral de locura. Y es ahí donde algunos no ven la tramoya de las técnicas, la pasión por documentar la historia, por hacerla real y verdadera, que llega al más mínimo de los detalles.

Hay escritores que necesitan decenas de páginas para contarnos algo. Otro lo consiguen en un breve diálogo. La lucha de clase, que puede ser un tema manido y sobre el que algunos pueden detenerse hasta el aburrimiento, Antonio lo retrata perfectamente en una conversación sobre el calzado. Cuando llega la lluvia las alpargatas de los pobres no la resisten cómo los zapatos de los ricos. En su trama se mezclan los personajes históricos con los inventados por su imaginación, que no por ello, dejan de ser menos reales.

No es una novela para dogmáticos. Quien espere una historia maniquea de buenos y malos se equivoca. Pese a que a lo largo de sus páginas se destila una admiración por la republica y su fracasado intento de mejorar, a través de la ciencia y la cultura (los protagonistas principales se conocen en una conferencia en la Residencia de Estudiantes), la situación del país, tiene la suficiente objetividad como para acercarse a la verdad de los hechos que ocurrieron. Y eso es algo que debió estar muy presente en la mente del autor durante el proceso de escritura porque esa contención trasmina a lo largo de todo el texto.

La trama se va explicando a través de continuos saltos en el tiempo, conformando un puzle en el que los personajes se van encargando de encajarla. Y todo ello desde un narrador protagonista que nos cuenta, en presente y en primera persona, una historia que ha pasado durante los últimos meses, los previos a la guerra y los primeros de la misma, sin perder en ningún momento la voz y el foco necesarios. Eso es lo que más admiro de La noche de los tiempos. Es muy difícil contarnos, con la proximidad del presente, unos hechos que pasaron hace más de siete décadas y hacerlo a través de la mirada cercana de un personaje que nos acompaña de la mano y nos enseña todo el horror de aquellos escenarios.

Con su última novela, Antonio Muñoz Molina, vuelve a conseguir que me quede colgado de una historia. Como ya lo hizo hace casi veinte años. Aquella tarde, en la cafetería de la universidad, yo tenía cincuenta minutos para continuar leyendo Un invierno en Lisboa antes de que empezara la clase. Cuando cerré la última página, los camareros estaban colocando las sillas sobre las mesas del bar, se había hecho de noche y yo aún seguía pensando en Santiago Biralbo y en el relato que me acababa de contar. Veinte años después no logro recordar la asignatura a la que no fui. Muy probablemente era Derecho Civil. Había cuatro cursos de esa asignatura en la carrera. Lo que no olvidaré nunca es el placer de aquella tarde de lectura en la que el mundo se paró más allá de las páginas de un libro.

En 1.986 a Antonio le publicaron el primero, Diario del Nautilus. Los libros que me gustan son visibles a través de la tinta, fluorescente y hoy ya casi gastada, del rotulador que marca las frases que quiero retener. Ese está lleno de señales amarillas. La página 49 de aquella primera edición tiene marcada la siguiente: “Tan inútil como hablar con demasiada gente es leer demasiados libros, porque uno, al final, se queda con los tres o cuatro amigos de todas las horas y regresa o habita en muy pocos libros, en media docena de películas, en una fatigada lealtad a ciertos bares y a ciertos recuerdos que no obedecen a la invocación de la voluntad, sino a una costumbre íntima de la memoria.”

El paso de los años me alejó de las barras de los bares y de los amigos de la infancia y, aunque nunca creo haber visto suficientes películas, ni haber agotado la lista, cada vez más larga, de libros pendientes. Siempre regreso aquel invierno en el que se pusieron de moda los verdes combinados de kiwi y yo estuve en Lisboa a través de las páginas de una novela.

Y como hablaba de dos que me habían impactado, dejo para el siguiente artículo la que apenas he acabado de leer hace unas horas: Inés y la alegría de Almudena Grandes.

13 septiembre, 2010

El "Mitaílla"

Hace ahora un año decidí escribir una novela. Narrar aquellas hermosas historias sobre mi familia que me contaban mis tías en las cocinas. Creo que los relatos más fantásticos, pero a la vez, más verdaderos, los han contado las mujeres junto a la lumbre y los pucheros, bajo el calor humano que encierran esas paredes. Hace ahora doce meses, decidí dejar a un lado la vergüenza de la decepción y rescatar del cajón del olvido aquella vieja pasión por escribir que habitó mi adolescencia. Al final del verano solemos realizar buenos propósitos que nos ayudan a emprender nuevos caminos. El pasado septiembre yo tenía mucho tiempo para adentrarme a desbrozar senderos desconocidos, la crisis económica me arrojó a la cola de los parados. Os aseguro que no he visto tanta derrota y tanta tristeza escondida, como la que se dibuja en los rostros de algunas de las personas que pueblan esas largas filas de hombres y mujeres que tratan de encontrar un empleo.
Pero yo tenía un trabajo. Escribir una novela. Dicen que a los cuarenta, los hombres entran en crisis cuando se dan cuenta que han derrochado la mitad de su existencia. Unos tratan de salir de ella comprándose una moto, cambiando el utilitario por un deportivo o buscando una mujer más joven. Yo no necesitaba nada de eso, sino darle cuerpo a una idea que mi mente tenía guardada desde hacía mucho tiempo. Decidí escribir la historia de mi familia. Nuestra generación ha disfrutado de una democracia y una prosperidad que nos ha aportado la sociedad del consumo, del ocio, del bienestar. Nuestros padres, abuelos y bisabuelos no tuvieron esa suerte y se vieron obligados a sufrir unos acontecimientos que no hubieran querido vivir y que, desde la monotonía y el confort de nuestras existencias actuales, nos parecen relatos apasionantes. Conforme he ido conociendo los detalles de sus biografías, los miembros de aquella saga de humildes campesinos andaluces, han empezado a contarme su historia. No a través de sus labios, murieron desde hace décadas, sino a través de los narraciones orales de sus descendientes y, sobre todo y de forma inesperada, a través de los documentos, sorprendentes y reveladores, a los que me ha llevado la investigación histórica. A través del expediente militar de mi tatarabuelo, pude descubrir al joven que se alistó a una guerra, la carlista, para escapar de su destino rural. Y fue después de otra guerra, caribeña y lejana, cuando puso final a su carrera militar, probablemente desengañado por todo lo que había vivido en el ejército. Su hija hizo el camino contrario, desde la posición desahogada que tanto trabajo le había costado alcanzar a su padre, hasta la vida, marcada por el duro trabajo, del campesino con el que se casó enamorada, pese a la oposición materna. Mi bisabuela fue que sacó adelante a sus hijos y nietos en los momentos más duros de la guerra y de los años negros que le siguieron. Años oscuros a los que el expediente penitenciario y el proceso sumarísimo que siguieron contra mi abuela han arrojado luz, pero que la auditoria de guerra de mi abuelo no ha podido aclarar demasiado sobre aquel hombre, mujeriego y de comportamientos egoístas, que se echó al monte después de la derrota.
Todas esas historias las he ido contando en mi blog durante estos meses. También las de otras personas: políticos, periodistas, militares, escritores… que compartieron contexto social con los personajes de mi futura novela. Porque es eso en lo que se están convirtiendo mis familiares. Sólo desde la distancia de la ficción podré ser fiel a la realidad de los hechos que vivieron. A lo largo de este tiempo, me he ido enamorando de ellos por su actitud frente a los acontecimientos que les tocaron vivir, aunque también estoy tratando de encontrar la distancia necesaria que permita su credibilidad como personajes que se mueven por la trama. La investigación, que esperaba durara unos pocos meses, se alargó durante casi un año y aún hoy ando buscando la voz y el punto de vista desde el que contar la novela. Un septiembre más tarde, apenas tengo emborronadas una veintena de páginas del primer capítulo, pero al menos creo que tengo clara la estructura de lo que quiero narrar. Como dice el tópico, en ocasiones, la realidad supera a la ficción. Los hechos que ha ido apareciendo en los documentos encontrados, ha verificado los relatos más novelescos que me contaban mis tías y ha desplegado ante mí una serie de personajes que mi imaginación de narrador inexperto nunca hubiera logrado construir y que pienso que serían un regalo para cualquier escritor.
Aunque el peso de los acontecimientos históricos recae en la figura de mis abuelos maternos y en su relación con los huidos a la sierra después de la guerra y también sobre mi tatarabuelo, el viejo teniente que regresó de Cuba. A lo largo de la investigación han ido apareciendo otros personajes secundarios, que ayudan a cohesionar la narración.
Mi bisabuelo José Álvarez tenía la templanza estoica que visten algunos campesinos andaluces y una bondad extrema de la que sus nietos aún hoy hablan con devoción. Lo único que había heredado de su padre era el mote, “Mitaílla”, con el que conocerían, a lo largo de décadas, a toda la familia. La vida de los pueblos estaba por encima de nombres y apellidos y un pequeño gesto, casi anecdótico, podía marcar para siempre la manera con la denominaban a generaciones de personas. Así, la mitaílla, esa curiosa unidad de medida, con la que su padre pedía en la tasca el anís que le calentaba en las mañanas frías de la vega, nos ha acompañado siempre, sustituyendo a Álvarez, López, García, Castro y el resto de los apellidos, todos ellos tan comunes, que han ido formando parte de nuestra estirpe.
José, con aquel apodo, debió heredar de su padre el amor por la tierra y los animales y la ciencia que, aplicada en el duro trabajo cotidiano, convertía su oficio de gañán en algo imprescindible dentro del funcionamiento diario de la vega, que, en aquella época, tenía un paisaje muy distinto del actual. En lugar de las filas de casas de extrarradio, a la espera de hipoteca, con las que la han invadido el progreso y la ambición especulativa de urbanistas y alcaldes, la panorámica sería muy diferente en aquellos años, en los que José arañaba entre los surcos el sustento para los suyos. La vega era un tapiz verde que cubría la llanura, en el que se iban destacando la variedad cromática de los cultivos y donde, aquí y allá, se levantaban los choperales, con sus árboles perfectamente alineados, como si hubieran sido plantados bajo la supervisión de un dibujante, que cuidase, al mínimo detalle, las líneas del paisaje o los secaderos de tabaco que habían florecido tras la crisis de la remolacha azucarera. El campo era un mosaico de parcelas irrigadas por el entramado de acequias, que llevaban la vida a través de una extensa red canales, acercando la porción justa a cada uno de los sembrados. En esa geografía agrícola, sus habitantes tenían tanto respeto por la tierra y por el agua que les proporcionaban diariamente el sustento, que nombraban a las acequias como un paisano más del pueblo. Así Arabueila, Gorda o Taramonta dejaban de ser simples cauces para convertirse en espacios que proporcionaban la existencia cotidiana, prolongando por los ramales, en los que fluía el tesoro que saciaba la sed de los maizales y las huertas, el sustento que aportaban los ríos Genil y Dílar a aquel damero de cultivos que rodeaba la ciudad de Granada

La única foto que se conserva de José Álvarez, rodeado aquí de algunos de sus nietos

José Álvarez, papá Joseíco, como le llamaban sus hijos y nietos, se descubría el sombrero cada atardecer, allá donde éste le pillara, se quedaba quieto, erguido, mirando hacia el punto del horizonte en el que la luz ambarina comenzaba a ocultarse y agradecía al sol que hubiera traído el alimento un día más. Él pertenecía a ese gremio agradecido con la tierra y los animales a los que tanto quería. Una tarde, cuando regresaba con su yunta de bueyes, acompañado por su nieto mayor, se encontró un carro atascado en unos de aquellos caminos que atravesaba los campos con destino a su casa. Los bueyes, fustigados sin descanso, se negaban a seguir arrastrando los bloques de mármol que traían de la cantera que había en Atarfe. José se acercó al carretero, le pidió que se apartara unos metros y le dejara a solas con los animales. Les comenzó a susurrar palabras al oído, a acariciar con suavidad sus patas cansadas. Un rato más tarde, los cabestros reanudaban la marcha como si no portaran la pasada carga, ante la mirada de su nieto, que siete décadas después, aún retenía la admiración en sus ojos cuando me lo contaba.
José supo mantener la templanza en los momentos más duros, sobreponerse a todas las adversidades y unir a los suyos en la lucha por la supervivencia. Curiosamente, en los momentos más dramáticos, fueron las mujeres de la familia las que tuvieron el valor de dar el paso necesario para enfrentarse a las desgracias. Papá Joseíco, mientras su mujer luchaba por sus hijos en mitad de la locura de la guerra y del espanto que le siguió, iba cada día a trabajar con la objetivo de que su familia sobreviviera al hambre. Sus palabras siempre tranquilas, siempre sabias, trataron, en más de una ocasión, de calmar la pasión de los corazones heridos de su mujer y de sus hijos. Los Mitaíllas fueron maltratados por la historia y por parte de sus vecinos de aquel pueblo de la vega, tan cercano a la capital, pero nunca nadie se atrevió a hacer nada contra ese hombre tranquilo, que vivió en silencio la muerte de su hijo frente a una tapia del cementerio o mantuvo a las nietas que su hija presa no podía cuidar.
Cuando acompañaba a mi madre en sus esporádicas visitas al pueblo, mis ojos de adolescente de ciudad, miraba con cierta distancia a aquel mundo rural de motes extraños, en el que mis tías nos ofrecían los chorizos y las morcillas de la última matanza, que comíamos junto al brasero que había bajo la mesa de camilla. Allí fue donde conocí a algunos de aquellos personajes, que, mucho tiempo después, empezaban a contar sus penalidades entre susurros. Allí comencé a darme cuenta que, en los momentos más duros, debió fraguarse un sentimiento de pertenencia y de unión frente a las desgracias del destino. Ese sentimiento fue el legado de José Álvarez, papá Joseíco, el pobre gañán que fue capaz de enamorar con sus gestos tranquilos a Antonia López, una señorita, veinte años más joven, que había llegado al pueblo y que abandonó la comodidad, que tanto esfuerzo y dos guerras le había costado conseguir a su padre.
El tiempo y la madurez me han hecho aprender, desde aquella mirada de adolescente de ciudad, el mérito de los hombres del campo que, al menos cada noche se llevan a la cama el recuerdo visible del resultado de su trabajo y no sólo las ideas, las conversaciones, las llamadas, los papeles con los que hoy nos acostamos la mayoría. Los relatos orales y los documentos encontrados, me han explicado una historia, la de los Mitaíllas, de los que hoy me siento tan orgulloso de formar parte. Ese es el legado que he recibido, el que quiero transmitir a mi hija. Esa es la novela que quiero escribir, la que empieza, entre grades dudas, dificultades y miedos, a tomar cuerpo.

06 septiembre, 2010

El socialista de guante blanco.

Los protagonistas de los libros de historias suelen ser, en muchos casos, personas excesivas, pero de una mediocridad espantosa, que les hace cometer actos cuya memoria perdura durante siglos, como es el caso de muchos dictadores. Hay, sin embargo, un tipo de personalidades que creen que la política puede y deber ser un arma destinada a mejorar el bienestar de sus pueblos y que pese, a la labor que desarrollan en su vida, acaban, semiolvidados para la gran mayoría, en las páginas secundarias de la historia. Al realizar la investigación histórica para mi novela, han aparecido, en el contexto político, muchos personajes deleznables de triste protagonismo. Pero si hay un político cuya biografía me ha sorprendido es Fernando de los Ríos.

Nacido en la villa malagueña de Ronda en 1.879, se quedó huérfano de padre siendo un niño de corta edad. A los dieciséis años se trasladó a Madrid para estudiar en la Institución Libre de Enseñanza, que dirigía su tío Francisco Giner de los Ríos. Éste había fundado la institución junto con otros catedráticos que habían abandonado la universidad con el objetivo de defender la libertad de cátedra y negarse a impartir sus enseñanzas bajo el yugo del dogma oficial, que establecían la iglesia y la política de la época. Imbuido por el espíritu reformista de la institución y por sus ideas de transformar la sociedad a partir de la educación, Fernando de los Ríos se licenció en Derecho y, tras presentar su tesis doctoral sobre la filosofía política de Platón, residió en Alemania durante catorce meses.

En 1.911 obtuvo la plaza de catedrático de Teoría Política en la Universidad de Granada. Entre sus alumnos estaba Federico García Lorca, con quien estableció un gran amistad, al igual que con otro ilustre vecino, el músico Manuel de Falla. De los Ríos participó activamente en la vida cultural de la ciudad y rehuyó de los ambientes conservadores de la burguesía local, que no le recibió bien. A los cuarenta años ingresó en el PSOE, aportando su carácter liberal, moderado e intelectual a las muchas corrientes que había en el partido. Sólo un años más tarde, en 1.919, obtuvo su primer acta de diputado a Cortes por la ciudad granadina. En ese momento, el partido socialista, al igual que el resto de partidos de carácter obrero de toda Europa es invitado a ingresar en la III Internacional. De los Ríos fue la persona clave que impidió el ingreso, ya que su dictamen al respecto fue definitivo en este sentido. Él era contrario hacia toda deriva extremista. Su amigo Federico, que le dedicó el Romance Sonámbulo, lo calificó como el socialista de guante blanco.

Tras el golpe de estado del general Primo de Rivera, de los Ríos, al contrario que algunos de los compañeros socialistas, que aceptaron, como mal menor colaborar con el régimen, renuncia a su cátedra y se marcha a dar clases a universidades mexicanas y estadounidenses. Unos años más tarde, se sumó a la huelga estudiantil en la que se protestaba contra las prerrogativas de la iglesia a la hora de otorgar titulaciones, más conforme a sus ideas que a los méritos intelectuales y académicos.

El día de la proclamación de la Segunda República, el gobierno manda a Fernando de los Ríos a Barcelona con el encargo de convencer a Francesc Maciá que, en mitad del delirio republicano, había declarado Catalunya como estado independiente, integrado en una federación ibérica. Sus razonamientos fueron vitales para convencerle de la irresponsabilidad política que una declaración de aquel tipo podría tener en aquellos momentos. Más tarde, siendo ministro de Gracia y Justicia en el gobierno provisional, fue uno de los principales artífices de la nueva constitución republicana y el encargado de algunos de sus artículos y leyes más progresistas como la ley de divorcio. Unos meses más tarde, desde su puesto de ministro de Instrucción Pública fue el encargado de acabar con el monopolio educativo de la iglesia católica, de la introducción del bilingüismo en las aulas y de la fundación de 14.000 nuevas escuelas.


Tras la política conservadora del llamado bienio negro y ya en la oposición, formó parte de la comisión de investigación que envió el Congreso con la misión aclarar la brutal represión que el ejército había desarrollado durante la sublevación de Asturias en 1.934. Su labor fue fundamental en la obtención de pruebas que demostraban fehacientemente las torturas llevadas a cabo por los militares. Tras la victoria del Frente Popular, participó en la comisión parlamentaria que debía decidir la anulación de las elecciones en Granada. Una vez más su trabajo y su oratoria fueron vitales para demostrar el fraude cometido en la provincia por los partidos de derechas. Su discurso ante las Cortes fue apasionado y muy emocionante, era la primera vez que en el hemiciclo se hablaba de los barrios más pobres de Granada, aquellos en los que los hombres solo podían gestionar su hambre, pero veían como se mancillaban sus decisiones políticas.

El golpe de estado del 18 de Julio del 36 le pilló en Ginebra. Se libró así del cruel destino que sufrieron la mayoría de los políticos granadinos, ya que contra él iban destinadas buena parte de los sentimientos de venganza de los golpistas y, especialmente, de los falangistas de la ciudad. En ese momento, se puso al frente de las embajadas republicanas en París y, meses más tarde, en los Estados Unidos. La hermana de Federico García Lorca recibió en la vivienda neoyorquina de Fernando de los Ríos, la llamada telefónica que le anunciaba la muerte de su hermano. Su amigo Fernando, al final de la guerra, formaría parte de los gobiernos republicanos en el exilio.

El dos de junio de 1.949 su féretro salía de un edificio de apartamentos de la Universidad de Columbia frente al rio Hudson y cruzaba el Bronx envuelto en la bandera republicana. Su destino eran las verdes laderas, pobladas de magnolios, abedules, abetos, enebros y, del árbol oficial del Estado de Nueva York, el arce de azúcar, que visten el cementerio de Kensico. Antes de depositar la caja, la entregaron la tricolor a la familia. Unos días más tarde The New York Times alababa el papel que había desempeñado para eliminar las barreras de incomprensión entre las dos grandes culturas del continente americano: la española y la anglosajona.

Los restos de Fernando de los Ríos descansaron en Kensico hasta que, en 1.980, fueron depositados en el cementerio civil de Madrid, donde le también tienen sepultura muchas personalidades e intelectuales, entre ellos tres jefes de estado.

01 septiembre, 2010

Los falsos mitos del nacionalismo 2. La crisis de 98.


El empobrecimiento que generan las grandes crisis económicas hace que las luchas por los recursos disponibles se incremente y la mayoría de los políticos, en lugar de trabajar por aumentar el pastel a repartir, no dudan en utilizar los sentimientos nacionales con el objetivo conseguir un mayor trozo del mismo, a costa exclusivamente de lo que puedan perder los demás. En 1.898 España perdió la Guerra de Cuba y con ella las últimas colonias que le quedaban. El país se despertó de un sueño imperial que no existía desde hacía siglos, pese a que algunos se habían empeñado tozudamente en creer en una grandeza y una riqueza que se había malgastado hacía mucho tiempo. La derrota golpeó a una economía débil y la inflación desbocó los precios de todos los productos. Cada día los periódicos publicaban la oscilación que sufrían los de los alimentos más básicos para la subsistencia de la gente. Compartían las portadas con las críticas furibundas que sobre la crisis lanzaban los generadores de opinión, los mismos que meses antes ensalzaban la gloria y la grandeza sin fin de la patria.


Una de las consecuencias de la crisis del 98 fue el auge de los nacionalismos. No era nada nuevo. Sólo unas décadas antes, en otro momento de fuerte inestabilidad, el entonces llamado cantonalismo había explotado en muchos territorios de nuestro país (y no sólo los hoy considerados “nacionalidades históricas”), reclamando unas estructuras de poder más flexibles y más cercanas al pueblo. La fracasada Primera Republica, trató hace ya casi un siglo y medio, crear un Estado Federal que apenas duró unos meses. Era algo que entonces, y al parecer hoy, resultaba demasiado moderno para un país como el nuestro. Sólo unos años más tarde, la nueva la recesión económica, incrementada por la derrota, encendió los ánimos y oscureció el alma de los españoles.

Un pueblo que había visto marchar a cientos de sus hijos para defender los intereses de unos pocos en una contienda al otro lado del océano. Allí sólo fueron los militares profesionales y los pobres que no pudieron pagar el dinero de la redención que les evitaba marchar a Cuba. Tras la pérdida de las colonias, algunos quisieron mirar hacia otro lugar reinventando el pasado. La alta burguesía catalana, que se había beneficiado del comercio con América, tanto como el resto de las burguesías de otras regiones, despertó entonces sus reivindicaciones políticas, y una parte del pueblo catalán, que había perdido tantas vidas como el resto en aquella contienda, las abrazó. A mí me parece lícito que los pueblos, de forma soberana, decidan regir el destino con sus propias manos, pero lo que no comparto es la amnesia que algunos tratan de imponer en ese proceso y los peajes que a otros tratan de imponerles por ello. Hoy una minoría fundamentalista reinventa parte de la historia pensando que con ello consigue algún beneficio. El franquismo más rancio también lo hizo durante más de cuarenta años de prohibición de libertades, entre ellas las identitarias. Lo que a mí me comienza a generar preocupación es que, mientras el nacionalismo español tiene una gruesa capa de caspa que lo identifica y que a muchos, entre los que me encuentro, nos repele, (lo cual no impide que siga vigente y fuerte), los otros nacionalismos se visten con el áurea de lo políticamente correcto, de lo que está de moda, pero no por ello, al menos para mí, son menos inquietantes. A lo largo de la historia, en demasiadas ocasiones, unos pocos han utilizado los sentimientos de las mayorías exclusivamente para beneficio propio. En nombre de la religión, la lengua y la bandera se han asesinado durante siglos sólo por una verdad escondida: el poder y el dinero.

Hoy en algunas de las calles en las que habito oigo algunas reclamaciones justas, pero también algunas falsedades. Creo que no es cierto que España haya sido, a lo largo de la historia, un mal negocio para Catalunya, también es mentira que Catalunya nunca se beneficiara de los negocios en América y que se limitara a los negocios mediterráneos que había impulsado, por lógica proximidad, la Corona de Aragón. Por cierto, me parece curioso que ahora algunos veneren a una de las mayores hordas de mercenarios que haya existido (los almogávares), mientras critican, por los mismos motivos, la expansión colonial que, según ellos, “otros” hicieron en América. Es falso que del negocio americano sólo se beneficiara a lo largo del los siglos exclusivamente los viejos castellanos. De hecho, como siempre que se miran las cosas con la perspectiva equivocada del presente, el pasado es mucho más complejo de la visión que hoy tenemos del mismo. Aquel viejo imperio en el que no se ponía el sol no fue levantado sólo por castellanos, ni tan siquiera también por andaluces, vascos y catalanes. En aquella empresa también participaron y se beneficiaron genoveses, napolitanos, flamencos, portugueses y alemanes.

Mi tatarabuelo Antonio López marchó a Cuba con un único objetivo. Después casi treinta años de lento ascenso en los grados más bajos del escalafón militar, aquella guerra le proporcionaba el ascenso a teniente. Pagó un alto precio por ello. A su regreso, enfermo por las circunstancias de la contienda pasó a la reserva. Pese a ello, la posición que tanto le había costado conseguir, le permitió que su familia no sufriera con tanta furia, la recesión que golpeó al país.

Una vida muy diferente tuvo otro Antonio López, que después de hacer fortuna en Cuba con sus plantaciones y con el negocio de esclavos, fundó en Barcelona una compañía naviera. La Trasatlántica hizo fortuna repatriando, en pésimas condiciones pese al importe cobrado por el trayecto, a los soldados que regresaron de la guerra de las Antillas. Ese Antonio López, fue nombrado Grande de España y su hija se casó con otro ilustre miembro de la burguesía catalana, que también había amasado su fortuna con los negocios en Cuba: el conde Güell. La ciudad de Barcelona le levantó a Antonio López una estatua que aún hoy preside la plaza de su mismo nombre, al final de la Vía Laietana.

Hay curiosamente otra estatua en Barcelona alrededor de la cual la historia difiere según el que la cuente. Cada 11 de Septiembre el nacionalismo deposita flores en honor de Rafel de Casanova. Pese a lo que muchos creen, el defensor de la ciudad frente las tropas borbónicas en 1.714 no murió en aquella acción. Resultó herido en una rodilla, durante la defensa de una ciudad que se había posicionado a favor de un monarca tan extranjero y tan absolutista, como el que defendían sus oponentes. Huyó disfrazado y posteriormente fue amnistiado, muriendo en Sant Boi 32 años más tarde. Por cierto, la bandera bajo la que lanzó el contraataque era la de Santa Eulalia, aunque hoy allí se acuda con esteladas. A partir de ahí, el mismo tipo nacionalismo que ensalza la fiesta nacional del 12 de Octubre, encumbrando sus luces y olvidando sus sombras, ensalza un mito sobre el 11 de Septiembre, que no es del todo fiel a lo que hoy algunos tratan de vender. Los que quieren dibujar como un enfrentamiento entre regiones, estados o pueblos o una lucha por las libertades lo hacen desde una perspectiva equivocada en el tiempo. El principal motivo de aquella guerra era el enfrentamiento entre dos pretendientes a un trono real y los intereses económicos de una minoría, que, entre otros motivos, precisamente quería sacar mayor tajada de los negocios con América

Desde la Grecia antigua, el hombre construye mitos que le sirvan de ejemplo. El problema es que algunos lo pretenden convertir en historia y lo que es peor, utilizar su personal interpretación de la misma como arma arrojadiza contra la convivencia.