23 septiembre, 2010

Los trucos del mago


El lector se deja atrapar por las historias de las buenas novelas sin pararse a pensar en las técnicas narrativas que utiliza su autor. La conclusión es simple: un libro gusta mucho o poco o no gusta, simplemente por lo que transmite, por lo que cuenta y la forma en la que lo hace. Pero, para un aprendiz de escritor, una novela pueda llegar a ser mucho más que eso, el andamiaje en el que se fragua la trama, las forma de ir construyendo los personajes, la sabia inserción de los diálogos, flota debajo de lo que cuenta, deja de pasar inadvertida. Cuando una persona comete la locura o la arrogancia de intentar escribir su primera novela, empieza a darse cuenta lo difícil que puede llegar a ser el empeño. Es en ese momento, en el que sus ojos devoran las diferentes escenas, cuando más allá del placer de la lectura, aparece la admiración por los trucos que ha usado su autor para levantarla. Es como si una vez descubierto el truco del mago, aún se le admira más porque, en ese conocimiento de la trampa, está también el arduo trabajo de inventarla y hacerla invisible.


Hace un año decidí escribir una novela. Contar una historia que, aunque narra la evolución de una familia a lo largo de setenta y cinco años, sólo puede entenderse con el nudo de la guerra civil. Un conflicto que, pese a ser un manantial del que pueden brotar miles de relatos magníficos, aún no ha sido explotado en su totalidad. A algunos críticos, lectores, periodistas la etiqueta de subgénero “novela de guerra civil” les incomoda. No les gusta que se cuenten sucesos que preferirían durmieran en el cajón del olvido. Pese a ello, cada año se sigue escribiendo, y cada vez más y mejor, sobre aquella guerra. Sin entender lo que ocurrió entonces, no es posible entender lo que ocurre ahora en España.

En un artículo anterior, hacia inventario de aquellas novelas que, sobre la guerra, a mí más me habían gustado. En el último año, en ese periodo en el que yo ya había iniciado mi lucha por construir una, se han publicado otras dos que considero magníficas. Dos autores que son dos maestros de los que se aprende mucho en cada línea. Dos libros que me han llegado muy dentro.
La noche de los tiempos de Antonio Muñoz Molina no es un libro para lectores perezosos. A lo largo de sus casi mil páginas, un hombre que huye de muchas cosas va a la búsqueda de la mujer a la que ama. Los personajes se van construyendo gracias a infinitas capas de pintura, todas ellas suaves, pero que acaban construyendo un trazo fuerte, profundo que los define de forma rotunda. Un hombre casado que, al inicio de su madurez, cuando ya no lo espera, encuentra la pasión en una mujer joven y extranjera. Y este arquitecto, de origen humilde e ideas socialistas, que ha conseguido labrarse una buena posición gracias a su esfuerzo y a su inteligencia, ve cómo todo se desmorona con el inicio de la guerra. La escena en la que busca desesperadamente a su amada durante las primeras horas del conflicto, tiene una tensión narrativa desbordante. El destacable el esfuerzo que hace su autor por tratar de meternos en la mente de aquellas personas normales, que ven como su realidad cotidiana se hace añicos en mitad de la espiral de locura. Y es ahí donde algunos no ven la tramoya de las técnicas, la pasión por documentar la historia, por hacerla real y verdadera, que llega al más mínimo de los detalles.

Hay escritores que necesitan decenas de páginas para contarnos algo. Otro lo consiguen en un breve diálogo. La lucha de clase, que puede ser un tema manido y sobre el que algunos pueden detenerse hasta el aburrimiento, Antonio lo retrata perfectamente en una conversación sobre el calzado. Cuando llega la lluvia las alpargatas de los pobres no la resisten cómo los zapatos de los ricos. En su trama se mezclan los personajes históricos con los inventados por su imaginación, que no por ello, dejan de ser menos reales.

No es una novela para dogmáticos. Quien espere una historia maniquea de buenos y malos se equivoca. Pese a que a lo largo de sus páginas se destila una admiración por la republica y su fracasado intento de mejorar, a través de la ciencia y la cultura (los protagonistas principales se conocen en una conferencia en la Residencia de Estudiantes), la situación del país, tiene la suficiente objetividad como para acercarse a la verdad de los hechos que ocurrieron. Y eso es algo que debió estar muy presente en la mente del autor durante el proceso de escritura porque esa contención trasmina a lo largo de todo el texto.

La trama se va explicando a través de continuos saltos en el tiempo, conformando un puzle en el que los personajes se van encargando de encajarla. Y todo ello desde un narrador protagonista que nos cuenta, en presente y en primera persona, una historia que ha pasado durante los últimos meses, los previos a la guerra y los primeros de la misma, sin perder en ningún momento la voz y el foco necesarios. Eso es lo que más admiro de La noche de los tiempos. Es muy difícil contarnos, con la proximidad del presente, unos hechos que pasaron hace más de siete décadas y hacerlo a través de la mirada cercana de un personaje que nos acompaña de la mano y nos enseña todo el horror de aquellos escenarios.

Con su última novela, Antonio Muñoz Molina, vuelve a conseguir que me quede colgado de una historia. Como ya lo hizo hace casi veinte años. Aquella tarde, en la cafetería de la universidad, yo tenía cincuenta minutos para continuar leyendo Un invierno en Lisboa antes de que empezara la clase. Cuando cerré la última página, los camareros estaban colocando las sillas sobre las mesas del bar, se había hecho de noche y yo aún seguía pensando en Santiago Biralbo y en el relato que me acababa de contar. Veinte años después no logro recordar la asignatura a la que no fui. Muy probablemente era Derecho Civil. Había cuatro cursos de esa asignatura en la carrera. Lo que no olvidaré nunca es el placer de aquella tarde de lectura en la que el mundo se paró más allá de las páginas de un libro.

En 1.986 a Antonio le publicaron el primero, Diario del Nautilus. Los libros que me gustan son visibles a través de la tinta, fluorescente y hoy ya casi gastada, del rotulador que marca las frases que quiero retener. Ese está lleno de señales amarillas. La página 49 de aquella primera edición tiene marcada la siguiente: “Tan inútil como hablar con demasiada gente es leer demasiados libros, porque uno, al final, se queda con los tres o cuatro amigos de todas las horas y regresa o habita en muy pocos libros, en media docena de películas, en una fatigada lealtad a ciertos bares y a ciertos recuerdos que no obedecen a la invocación de la voluntad, sino a una costumbre íntima de la memoria.”

El paso de los años me alejó de las barras de los bares y de los amigos de la infancia y, aunque nunca creo haber visto suficientes películas, ni haber agotado la lista, cada vez más larga, de libros pendientes. Siempre regreso aquel invierno en el que se pusieron de moda los verdes combinados de kiwi y yo estuve en Lisboa a través de las páginas de una novela.

Y como hablaba de dos que me habían impactado, dejo para el siguiente artículo la que apenas he acabado de leer hace unas horas: Inés y la alegría de Almudena Grandes.

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