21 diciembre, 2010

El inicio de la novela

Lo primero que hice cuando decidí escribir la novela fue entrevistarme con mis tías, con algunos primos, con mi madre. En aquel momento desconocía que existieran documentos, perdidos en viejos archivos, que contarían detalles de la historia de mi familia, que explicarían, con una minuciosidad asombrosa, el detalle de su dolor. Entonces pensaba que la única fuente de información sería volver a aquellos relatos orales que siempre me habían interesado desde niño, tomar aquellos retales de memoria y darles un orden. Las historias contadas en voz baja acaban desordenándose por la fantasía de los años. Volví a escuchar aquellas anécdotas que mi tía Resu sabe describir con la misma gracia con la que le había oído algunos cuentos que me había contado de niño. Aún me sigue sorprendiendo su capacidad para explicar, con una alegría contagiosa, las travesuras con las que se enfrentó a aquella infancia dura de hospicios y conventos. En los relatos de mis primos volví a sentir el orgullo de los hijos que han sentido de cerca el sufrimiento de sus padres. Mi primo Ernesto me enseñó el diploma con el que la Junta de Andalucía le reconocía a su madre, muchas décadas después, su lucha por las libertades. Lo único que lamentaba es que, cuando eso ocurrió, ella ya no tenía la capacidad para entenderlo.
Pero de todos los testimonios, el más aterrador fue el de mi madre. El dolor confunde los recuerdos, trata de esconderlos de la memoria, los duerme en el cajón del olvido. Ella me seguía susurrando aquellas historias, me pedía que hablara con un tono de voz más bajo, como si aquellos hombres aún pudieran oírnos. A los pocos minutos, sus ojos se llenaron de lágrimas, su voz se entrecortó y decidí, de forma inmediata, apagar la grabadora y acabar con su padecimiento. Intentaba describir el momento en el que se llevaron a mi abuela detenida, en el que los guardias civiles entraron en la cueva en la que vivían y comenzaron a darle golpes, a interrogarla, a preguntarle por el paradero de su marido. Ella vio como se la llevaban presa. La dejaron abandonada, sola y, a sus casi siete años tuvo que cruzar toda la ciudad de Granada buscando refugio en casa de su tía Feliciana. Durante estos meses me he preguntado cientos de veces qué puede pasar por la mente de una niña de seis años, la mayoría de ellos vividos durante la guerra y la más cruda derrota, cuando ve cómo unos hombres desconocidos entran en tu hogar y se llevan a tu madre.
Los manuales y los profesores de creación literaria recomiendan comenzar los libros con un momento álgido, que atrape al lector para toda la novela. Durante meses estuve dudando como me gustaría comenzar la mía. Mi madre no leerá este blog. Su vista ya no se lo permite. Pero más allá de la visión, la pena sería demasiado grande.
En la quietud de las paredes grises la espera es larga, tensa. María tiene esa sensación de azar de los que se saben condenados de antemano, dependientes de la voluntad de sus verdugos. Pierde la mirada en aquellas manchas, que dibujan formas extrañas sobre la cal desconchada, borrones de sufrimientos anteriores de otros desconocidos, no sabe si pintados por la humedad o por la sangre, que ahora le parecen testigos que silencian lo que vieron. Como también callarán lo que ella ha sufrido en esa celda pequeña del cuartel donde la llevaron detenida, en la que lleva muchas horas con todos sus minutos y sus segundos, que ya no es capaz de contar, aunque sólo han pasado poco más de dos días desde que la guardia civil apareció en su cueva. Recuerda la mirada de su hija mientras a ella comenzaban a pegarle, a preguntarle donde se escondía su marido. En las últimas horas se lo han preguntado cientos de veces. A cada pregunta le respondía el silencio y le acompañaba otro puñetazo que le hacía sentir un dolor inacabable.
No olvida el miedo que había en el rostro de su pequeña, un miedo tan inmenso como nunca había visto en aquellos ojos, acostumbrados a temer durante la mayoría de sus casi siete años de vida. Tampoco su expresión de desamparo mientras los guardias la retenían, aferrando sus brazos débiles y les chillaba que no se llevaran a su madre. En todo este tiempo no ha cesado de pensar en su hija, de preguntarse qué habrá sido de ella. Mientras comenzaban a darle patadas y a tirarle de los pelos, apenas pudo gritarle la última indicación: que buscara la casa de su tía. No puede imaginarla cruzando toda la ciudad de Granada. Tan pequeña y tan sola, caminando en la mañana fría de febrero. Atravesando unas calles que apenas conoce, desvalida como un pajarillo sin nido en mitad del invierno. Durante un tiempo que le parece interminable, no ha parado de pensar en ella, en la niña que canturreaba nanas para no oír los bombardeos durante la guerra, a la que la derrota apartó de su padre durante catorce meses, la que ha vivido el hambre y la miseria que trajeron los vencedores. Ahora quizá estará a resguardo en casa de su tía, o se habrá perdido buscando un abrazo donde calmar su pena.
Dentro de dos días abrazaré a mi madre. Un largo viaje en tren la traerá contenta porque podrá pasar la navidad con su nieta. Volveré a ver sus largos silencios. Yo aún la imagino desvalida, sólo un mayor que mi hija, cruzando Granada en mitad del frío.

20 diciembre, 2010

¿Cuando dejará de grAZNAR?

A lo largo de las últimas semanas, las revelaciones de Wikileads han puesto de manifiesto la total falta de respeto al Derecho Internacional de los gobiernos estadounidenses, sus políticas mafiosas en defensa de los intereses de unos pocos poderosos, pero también han sacado a la luz detalles sobre algunas personas. Acabo de leer en El País una noticia relacionada con José María Aznar que me ha llenado de indignación.

En el año 2.007, el embajador norteamericano en España envió un cable, el nº 114042, a Washington en el que narraba los detalles de una conversación que había mantenido en una cena privada con el expresidente Aznar. En ella dibujaba una paisaje desolador sobre la situación de nuestro país, le repetía el famoso “España se rompe” que tanto le gusta decir. Le confesaba que “España está realmente desesperada, quizá tendría que volver a la política nacional.” Desde que abandonó la Presidencia del Gobierno, el expresidente Aznar no ha cesado de criticar la situación española en todos los foros internacionales. En los últimos días, cuando los mercados lanzaban sus ataques especuladores contra nuestro país, este ferviente “patriota” se encargaba de escribir un artículo en The Wall Street Journal en el que le daba más munición a aquellos que nos atacan.
Probablemente es el rencor el que alimenta estos comportamientos. El expresidente pensaba que abandonaría el poder por la puerta grande, legando su mayoría absoluta al heredero que había nombrado a dedo. Pero la historia es caprichosa. Después de llevar al país a una guerra ilegal, asegurando que tenía informaciones que demostrarían la existencia de unas armas de destrucción masiva, que luego la verdad reveló que nunca habían existido, se tuvo que enfrentar, como consecuencia de sus decisiones, al mayor y más vil atentado sufrido en España. El esfuerzo de su gobierno por esconder la verdad al país durante las horas posteriores fue vano. Su cara en la noche de la derrota electoral demostraba su desilusión por cómo le recordaría la historia. Desde entonces gana millones por sus conferencias y por sus servicios en Consejos de Administración de empresas y hombres poderosos. Y se encarga de grAZNAR sin descanso sus mensajes apocalípticos. Pero esos comportamientos no son nuevos en su familia.
Cuando realizaba la investigación histórica para mi novela, me fui encontrando con algunas personas admirables, pero también con otras de comportamientos ruines. Al tratar de conocer más sobre el entorno carcelario al que se tuvo que enfrentar mi abuela, descubrí lo que el franquismo denominaba “redención por penas de trabajo”. Durante la guerra y los años que siguieron a la derrota, el régimen trató de justificar el escaso valor humano de los vencidos. Ya hablé en un artículo de este blog de los trabajos de psicología realizados por Vallejo Nájera para tratar de demostrar, inspirándose en los principios nazis que justificaban el holocausto de los judíos, la enfermedad incurable que los rojos tenían en sus mentes. Los derrotados no tenían ningún derecho, eran enfermos que debían redimirse a través del adoctrinamiento y el trabajo.
En este punto me encontré con un artículo firmado por un periodista llamado Manuel Aznar en la edición de El Diario Vasco de 1 de enero de 1.939. “Yo entiendo que hay, en el caso presente de España, dos tipos de delincuentes; los que llamaríamos criminales empedernidos, sin posible redención dentro del orden humano, y los capaces de sincero arrepentimiento, los redimibles, los adaptables a la vida social del patriotismo. En cuanto a los primeros, no deben retornar a la sociedad; que expíen sus culpas alejados de ella, como acontece en todo el mundo con esa clase de criminales. Respecto de los segundos, es obligación nuestra disponer las cosas de suerte que hagamos posible su redención. ¿Cómo? Por medio del trabajo.” La persona que escribía esas palabras era el abuelo de José María Aznar.
Investigando sobre él, descubrí más detalles de su biografía. En su juventud había sido un ferviente nacionalista vasco, pero sus convicciones políticas derivaron hacia el más rancio franquismo. El golpe de estado de Julio del 36 le pilló en Madrid, pero consiguió pasarse a la zona nacional y hacerse con una posición importante en el estado franquista. Fue director de El Diario Vasco y escribió artículos y libros en los que ensalzaba la figura del dictador, lo cual le llevó a ganar el 1er Premio de Periodismo Francisco Franco por un artículo que se titulaba “La batalla de Franco prosigue y amplía su gran vuelo”. Días antes de que finalizara la guerra fue nombrado responsable de prensa en Madrid y, al poco tiempo, escribió el primer libro del régimen sobre el conflicto. En su “Historia militar de la guerra de España” hizo la siguiente descripción del Caudillo: “En él se da esa rara mixtura de energía indomable y de flexibilidad humana, de audacia juvenil y de reflexiva prudencia, de realismo profundo y de lírico patriotismo, de objetividad exacta y de impasible serenidad, de técnica estudiosísima y de imaginativa improvisación cuando la hora lo exige; todo le calificaba para elevarle al caudillaje de los españoles”. Gracias a estas adulaciones, era normal que se convirtiera en el entrevistador oficial de Franco y que éste, cada vez que necesitaba realizar alguna declaración importante, le eligiera para entrevistarle. Al final de la guerra, Manuel Aznar firmaba una entrevista con el dictador en la que éste le decía “no es posible devolver a la sociedad o como si dijéramos, a la circulación social, elementos dañados, pervertidos, envenenados política y moralmente”. En una entrevista que José María Aznar concedió al diario ABC en el año 2.000, recomendaba el libro de su abuelo porque contaba con acierto la “guerra de liberación”.
Después de leer eso, llegué a la conclusión no sólo de que el abuelo del expresidente era un fascista, sino también, por si alguien tenía alguna duda, que su nieto también lo es. A partir de entonces, ya no me sorprenden sus declaraciones, pero no dejan de indignarme. En los documentos oficiales que he ido encontrando en los archivos relacionados con la historia de mi abuela, aparecen los nombres y los apellidos de las personas que le robaron varios años de vida en las cárceles franquistas: el juez de guardia que instruyó su caso, el fiscal que trabajó durante más de un año para solicitar su pena de muerte, el juez que la condenó en un juicio sin garantías, los directores de las prisiones en las que estuvo, los funcionarios que trataron de retrasar los trámites de su indulto… Curiosamente el único nombre que no aparece es el del abogado defensor que no hizo casi nada por defenderla en los pocos días que dedicó a su causa. Como si fuera una vergüenza tener esa misión. En los artículos de este blog no aparecen sus nombres. Yo trato de dignificar la memoria de mi abuela. La historia de aquellos que la torturaron se la puede llevar el olvido. Sus nietos no tienen culpa de sus comportamientos. Pero cuando veo que hay personas que están a la altura de la ruindad de sus abuelos no puedo callarme.

09 diciembre, 2010

Los hermanos Quero. El dramático final de la resistencia antifranquista.

En la mañana del diecinueve de mayo de 1.947, los tres últimos miembros de la partida de los Quero abandonaban uno de sus refugios en Churriana de la Vega, un pueblo cercano a Granada, para dirigirse al que iba a ser su último escondite: un piso en el Camino de Ronda. A lo largo de los últimos siete años, en torno a los hermanos Quero se había constituido la guerrilla urbana más activa que actuaba en el interior del país contra la dictadura franquista. En Churriana, una de las familias que más les había ayudado, conocida por el apodo de los mitaíllas, tenía encarcelada a una de sus hijas, por ello. Se trataba de mi abuela María Álvarez López.

Entre esos tres hombres se encontraba Antonio, el único de los cuatro hermanos que había pertenecido a la banda y que seguía con vida. Permanecieron escondidos durante dos noches en el piso. Su objetivo era realizar un atraco. Ése había sido, junto con el secuestro de personalidades ligadas al régimen, el medio de subsistencia a lo largo de esos años, la forma de conseguir el dinero que les había permitido mantener un alto nivel económico, con el que pudieron recompensar los enormes sacrificios que realizaba su red de colaboradores, formada por familiares y amigos. En aquel tiempo de continuas huídas, de intrépidas acciones, debieron acostumbrarse a vivir al minuto, a tratar de disfrutarlos como si fuera el último. Eso les llevó a firmar con su nombre en las facturas de los mejores restaurantes de Granada, a vestir elegantes trajes y a usar perfumes caros en una época de hambre y miseria, en la que pocos podían permitirse esos lujos. Ese estilo de vida no les ayudaba a pasar desapercibidos.

En 1.947 el acoso de la policía, la guardia civil y el ejército había diezmado la partida de los guerrilleros, pero sólo unos años antes, tras la derrota del nazismo y la muerte de Hitler y Mussolini, Franco sufrió un ataque de pánico, ante la posibilidad de que los vencedores de la Segunda Guerra Mundial le desalojaran del poder, por su apoyo a los derrotados regímenes fascistas. Fue en aquel momento, en los meses inmediatamente posteriores a la victoria aliada, cuando la guerrilla pudo sentirse poderosa. Pero, a partir de entonces, con el franquismo bendecido desde Londres y Washington, la dictadura desplegó todo su poder con el objetivo de acabar con uno de sus más temidos focos de resistencia.

En la tarde de jueves veintidós de mayo, los tres últimos hombres que formaban de lo que las autoridades denominaban “huidos a la sierra” se encontraron con el hombre que, en aquel momento, aún no sabían que les iba a traicionar. Se refugiaron con él en un segundo piso del número siete del Camino de Ronda, a la espera de que llegara la hora prevista para dirigirse al objetivo de su atraco. Con la misión de evitar que eso ocurriese, a la llegada de la noche, más de doscientos efectivos rodearon por completo el edificio. La autoridad ordenó su desalojo. Cosa que todos los vecinos realizaron de inmediato. Dentro del mismo sólo permanecían los tres guerrilleros, que rápidamente se dieron cuenta que la huída era imposible. Se sucedieron tiroteos y un helicóptero del ejército sobrevoló la azotea. En el interior, tabiques rotos y toda clase de muebles y utensilios, convirtieron el edificio en la última barricada. Rompieron las cañerías e inundaron la planta baja, disponiéndose a librar la más encarnizada resistencia.

En la madrugada, Antonio Ibáñez, uno de los sitiados, se arrojó desde una ventana de la segunda planta, a lomos de un colchón, mientras no paraba de disparar contra la policía. Cayó al suelo malherido, pero continuó utilizando su revólver, parapetado tras el colchón en plena calle, más de una hora, hasta que una bomba de mano, arrojada por uno de los agentes que pudo acercarse, acabó con él. Los otros dos guerrilleros alargaron su resistencia dos días más. Antonio Quero, consciente por su experiencia que la entrega conllevaba la tortura y el fusilamiento, era partidario de luchar hasta la muerte. Su primo José, recién iniciado en la lucha armada, agotado tras un asedio que iba camino del tercer día, no le creyó y decidió entregarse. Antonio cometió entonces el acto más difícil: dispararle mientras se dirigía hacia la policía con la intención de rendirse. Éstos presenciaron la escena y debieron de quedarse atónitos al conocer hasta dónde estaba dispuesto a llegar el último miembro de la guerrilla granadina.

Seis años antes, el cinco de julio de 1.941, Antonio había visto morir a uno de los primeros miembros de la banda: su sobrino Manuel. Ambos habían tratado de asaltar un molino de harinas a plena luz del día y a cara descubierta. El resultado fue una precipitada huída por la sierra, portando a Manuel malherido, con una bala alojada en el estómago. Perseguidos por todas las fuerzas disponibles, consiguieron llegar a la cueva en la que vivía mi abuela María, en el Barranco del Abogado, una de las zonas más deprimidas de la ciudad, en la que habitaban las familias de los perdedores de la guerra. Ella le calentó un vaso de leche y se lo dio a Manuel. Antonio le acercó a su sobrino el que iba a ser su último cigarrillo. Éste, entre un charco de sangre, le hizo prometer a su tío que vengaría su muerte. Esa misma madrugada, le enterraban a escondidas a pocos metros de la cueva. Meses más tarde ella, tras una declaración obtenida con tortura, María sería detenida y juzgada por un tribunal militar en un consejo de guerra que desconocía lo que eran las garantías jurídicas.

Desde aquella noche en la que Antonio sintió como expiraba su sobrino entre sus brazos, había visto cómo poco a poco iban cayendo el resto de sus compañeros. El seis de noviembre de 1.944, con la Segunda Guerra Mundial en plena intensidad, Pepe Quero tomó un taxi junto con un compañero y le pidió que les llevara al Carril del Picón. Una vez allí ordenó al taxista que les esperara. A la una de la tarde y armado con una bomba de mano entró en los Almacenes Contreras con la intención de realizar un atraco. No salió del edificio. Varios disparos le produjeron la muerte. Ocho meses después, Pedro Quero consiguió escapar con graves heridas de otro golpe que realizaron a una de las sagas de banqueros más importantes de la ciudad. Días más tarde un confidente de la policía rebeló su refugio, una vieja mina abandonada. Herido, solo y sitiado por sus enemigos, decidió suicidarse. No quería que le capturasen. El treinta de marzo de 1.946, dos días antes de la celebración del séptimo aniversario de la victoria nacional y meses después de que Churchill respaldara la dictadura de Franco, Paco Quero fue sorprendido por la policía en la Plaza de los Lobos. Tras una persecución a pie por todo el centro de Granada, incluida la plaza del Carmen, donde se encontraba la sede del Ayuntamiento, pudo alcanzar el laberinto de callejas que forma el barrio del Realejo, pero, cuando trataba de encontrar refugio en casa de un conocido, fue acribillado a balazos por los agentes. No sólo fueron cayendo sus hermanos sino también el resto de miembros de la partida. Uno de ellos, mi abuelo José, formó parte de la misma en sus inicios, pero, tras la detención de mi abuela, huyó abandonando a su familia y a sus compañeros.

Todas las muertes de sus hermanos debieron pasar por la cabeza de Antonio mientras contemplaba como se acercaba su final, rodeado por cientos de policías. Los mandos obligaron a su padre a entrar en el edificio con la misión de convencerle que se entregara. Él, temiendo por la vida de su progenitor, le pidió que se marchara. Mientras éste regresaba hacía el pelotón de policías que apuntaba hacia la puerta, pudo oír un disparo en el interior del edificio. Su hijo se había suicidado. A lo largo de los días siguientes los atestados policiales y el periódico El Ideal reflejaron una mentira. Decían que los rojos huidos a la sierra se habían entregado y que, cuando los sitiadores les acompañaron a recoger sus armas, se produjo un tiroteo en el que resultaron muertos. El régimen no quería que se supiera que todos los Quero habían preferido la muerte antes que entregarse. Pese a ello y a toda la campaña de desprestigio que el franquismo arrojó sobre ellos durante décadas, pese a las sombras de algunos de sus comportamientos, más cercanos en ocasiones a la delincuencia que a la guerrilla, su historia se ha transmitido a lo largo de generaciones y en Granada aún hoy Quero es sinónimo de guerrillero. La palabra maquis vendría más tarde desde Francia.

El veinticuatro de mayo de 1.947, cuando murió el último de los Quero, María Álvarez López, que les había dado cobijo, llevaba en la cárcel más de cinco años. Aún tendrían que pasar otros dos para que saliera en libertad, gracias a un indulto y algunos más para que, entre los susurros del miedo, empezara a contar una parte pequeña de su drama. Durante mucho tiempo he oído a miembros de mi familia lamentarse por aquellos hechos que cambiaron la vida de mis abuelos. Más de siete décadas después no es fácil entender el por qué de tanta lucha. Hoy conozco los detalles de aquel sufrimiento, que puede leerse en la causa que forma parte del consejo de guerra que siguieron contra mi abuela y en su expediente penitenciario. Últimamente vengo oyendo y leyendo críticas de algunos que acusan a la tercera generación, a los nietos de los represaliados, de querer despertar a los viejos fantasmas que sus padres y abuelos decidieron no remover. Nos acusan de intentar reescribir la realidad de los hechos de forma partidista, de elevar a categoría de héroes a personas corrientes. A esos falsos garantes de una concordia impuesta por los represores y sus descendientes, les gustaría que aquellas viejas leyendas quedaran dormidas en el cajón del olvido.

Los documentos encontrados y las narraciones orales contadas cuentan una historia. Lo que nada, ni nadie puede contar es lo me he venido preguntando durante los últimos meses: ¿Qué pasó por la mente de mi abuelo en el momento en el que decidió abandonar a sus compañeros, a su mujer y a sus hijas? ¿Qué dolor sintió mi abuela en lo más profundo de su ser cuando se vio torturada, condenada y abandonada? Yo no trato de ajustar cuentas con nadie, ni acusar del sufrimiento de mis antepasados. Tampoco atribuirles más heroicidades que la tratar de sobrevivir, con toda su humildad de personajes pequeños, entre las tormentas de la historia con mayúsculas, la que escriben los generales, los políticos y sus biógrafos. Sólo trato, a partir de la verdad de los hechos, contar la más maravillosa de las mentiras. Tratar de encontrar las respuestas a través de la imaginación, que es el material con el que se construyen las novelas. Fijar en el papel aquellas narraciones que tanto me gustaba oír en boca de mis tías. María Álvarez López, “la mitaílla” según la conocían sus paisanos, “la rubia” como aparece en los documentos policiales, “la granaína” como la llamaban sus compañeras en la cárcel de Málaga y sus vecinas cuando decidió quedarse a vivir en esa ciudad, es ante todo mi abuela materna y su historia, la que he decidido convertir en novela, forma parte desde la infancia de mi propia vida.

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