18 enero, 2011

Esto es un hombre. Su nombre es Primo Levi.

En los últimos meses he ido siguiendo un itinerario difícil y a la vez apasionante, el de los libros escritos desde la experiencia personal, aquellos en los que la realidad es infinitamente más dura que cualquier ficción. El de los escritores que no tuvieron que utilizar la imaginación para narrar los sentimientos más terribles, porque sólo tenían que acudir a sus propios recuerdos cuando describieron, con una maestría imposible de alcanzar, lo mejor y lo peor del ser humano. Ese itinerario me ha llevado hasta Primo Levi. Hace unos días comencé a leer su trilogía relacionada con su estancia en el campo de concentración de Auschwitz, recogida por Antonio Muñoz Molina en la colección Memoria de un siglo. Es una edición austera, una sencilla tapa dura de color azul con una cubierta de papel de estraza, que recoge Si esto es un hombre, donde narra sus experiencias en el infierno nazi, La tregua, que describe el periplo de regreso desde los campos de exterminio y Los hundidos y los salvados, escrito cuarenta años después del primero, cuando, desde la distancia del tiempo, revisa el holocausto, aunque precisamente esa no era una palabra que considerara adecuada por las connotaciones religiosas del término.
Muñoz Molina tiene la habilidad de contarnos en el prólogo detalles sobre el contexto biográfico del autor, que nos ayudan a entender mejor su obra y lo hace con esa capacidad tan suya de ofrecernos datos históricos con la pericia de un gran novelista. Descubro así que Primo Levi comenzó a escribir porque se sentía obligado a contar su experiencia, que probablemente nunca habría sido escritor si no hubiera sido deportado al infierno y sintiera la necesidad de contarlo. Fue un químico que trabajó como directivo en una fábrica de pinturas hasta los 58 años, momento en el que decidió dedicarse íntegramente a su carrera literaria. Hasta entonces le había robado horas al sueño escribiendo por las noches. Éste es un detalle que me hace sentirlo aún más próximo. Siempre he pensado que, hasta hace algunas décadas, el oficio de escritor sólo estaba al alcance de burgueses, de personas que gozaban del bienestar económico que le permitía el lujo de tener tiempo y dedicarlo a la literatura. ¡Cuántas personas, dotadas de una enorme capacidad narrativa, no han podido dedicarse a ello simplemente porque tenían que trabajar de sol a sol con la obligación alimentar a su familia! ¡Cuántas historias maravillosas se han debido quedar a lo largo de los siglos en las mentes de sus autores! Yo imagino a Levi, cansado del trabajo diario, despertando sus fantasmas nocturnos para contarnos la suya
Una historia apasionante que es necesario conocer. Fue detenido por la milicia fascista italiana cuando, a los veinticuatro años, con poco juicio y ninguna experiencia, como nos explica él mismo, decidió unirse a los partisanos que se habían echado al monte. Al ser detenido, creyó que sería menos grave confesarse ante sus captores como judío en lugar de comunista. Pensaba que lo segundo le aportaría una muerte inmediata, lo primero le aportó un horror infinito. Fue deportado a Auschwitz y lo que vivió allí lo describe en Si esto es un hombre. El título es significativo de lo que podemos leer en el interior, experiencias que están muy por debajo de los mínimos de la dignidad humana. Lo describe de una forma somera, sin adornos, con la proximidad que ofrece un narrador que cuenta su historia en primera persona y en presente, pero lo apunta desde el punto de vista de un testigo que narra lo que está sucediendo delante de sus ojos. El absoluto desamparo de las primeras horas en el campo, la primera selección entre la gran mayoría de los que acabarían en las cámaras de gas y los pocos que iban a trabajar en condiciones de extrema esclavitud, la desorientación total frente a unas órdenes gritadas en un idioma que no entendían. Resulta extraño conocer cómo la lengua era una de las principales causas de mortandad en el campo. No entender las órdenes representaba mayores dificultades para la supervivencia, mayores posibilidades de quedarse rezagado, expuesto a las miradas de los que no tenían el menor reparo en ejecutar a unas personas a las que consideraban inferiores. A lo largo del libro vamos viendo cómo esa inexperiencia se va solventando con el paso de los meses, en un ejercicio de resistencia diaria que no va más allá del presente, en un lugar donde la palabra nunca era sinónimo de mañana por la mañana, en el que no tenía sentido contar las horas porque eran interminables, porque la cuenta podía acabar en cualquier momento, donde el número que llevaban tatuado en el brazo, 174571 en su caso, podía decir muchas cosas de una persona, su procedencia, nacionalidad, el tiempo que llevaban en el campo, donde los números bajos ya habían sido exterminados y las personas ya no tenían nombre, sólo un ordinal con el que ser inventariados como mercancía en los múltiples recuentos diarios.

La inexperiencia era breve es un entorno hostil. La supervivencia requería de un rápido e intuitivo aprendizaje que permitiera luchar por el más mínimo detalle que ofreciese la posibilidad de continuar con vida: encontrar la pareja perfecta en el trabajo, ni demasiado fuerte como para no poder seguir su ritmo, ni demasiado débil como para realizar sobreesfuerzos, o un compañero de cama no demasiado alto con el que poder encontrar el mínimo espacio que proporcionara unos minutos más de sueño, o conseguir el lugar adecuado en la fila con el objetivo de alcanzar las ultimas cucharadas del diario potaje aguado, aquellas algo más espesas que contenían los escasos restos de verduras, aprender a disfrutar del tibio sol polaco antes de que llegara la larga noche del invierno, o tener el oído educado para saber cuando el cubo de los orines del pabellón estaba a punto de colmarse y evitar así verse obligado a cargar con él entre el frío de la madrugada.
Muy pocos de los que acompañaron a Levi en el vagón hacia el campo de concentración regresaron con vida. La mayoría, entre los que estaban todas las mujeres y los niños, murieron gaseados a las pocas horas. Sus estudios le permitieron ingresar en el comando químico. Eso le ofreció la oportunidad, durante los últimos meses, de pasar más horas apartado de las gélidas temperaturas del exterior y, por tanto, mayores posibilidades de seguir viviendo, en medio de aquella lotería de muerte. Las escenas en las que describe el momento de la selección de los que iban a continuar con vida son terribles. Ante el avance soviético, la enorme capacidad del campo resultó insuficiente para acoger a los deportados procedentes de otros situados más al este. Se trataba de aparentar las mejores condiciones posibles, de parecer válido para el trabajo a los ojos de los temidos oficiales de la SS. Pero todo era arbitrario. En octubre de 1.944, cuando la artillería rusa ya podía oírse en el campo, fue la fiebre producida por la escarlatina la que le permitió quedarse en el Ka-Be, el pabellón de los enfermos, donde permanecieron apenas ochocientos hombres. Vieron cómo, ante el avance enemigo, trasladaban hacia el oeste a veinte mil compañeros de los que nunca más se tuvieron noticias.
Durante los últimos días, después de que los nazis se marcharan y a la espera de la liberación por parte del Ejército Rojo, las horas se hicieron eternas. “Estamos solos, abandonados en un universo de muertos y larvas. El último rastro de civilización ha desaparecido de nuestro alrededor y de nuestro interior. Es hombre quien mata, es hombre quien sufre o comete una injusticia: no es hombre quien ha perdido toda decencia y comparte su lecho con un cadáver. Quien ha esperado que su vecino acabara de morir para quitarle un pedazo de pan puede ser inocente, pero está señalado, condenado, maldito".
Primo Levi sobrevivió y se convirtió en una de las principales voces de la memoria. El 11 de abril de 1.987, cuarenta y tres años después de haber regresado del averno, su portera le entregó la correspondencia diaria. En los sobres aparecía la dirección de la casa en la que, exceptuando el tiempo que pasó deportado, había vivido toda su vida: el tercer piso del número 75 de la calle Re Umberto en Turín. Al poco rato la mujer escuchó un ruido y encontró su cuerpo en el rellano. No estaban claras las circunstancias de su muerte. El informe policial apuntaba al suicidio. Algunos de sus amigos no estuvieron de acuerdo.
Ayer acabé la lectura de Esto es un hombre. Comienza con un poema del que destaco dos versos “Os encomiendo estas palabras. / Grabadlas en vuestro corazones”. Voy a continuar leyendo el resto de la trilogía, pero puedo asegurar que, en las diez primeras páginas del libro que ya he leído, se pueden encontrar los motivos para agradecer el bienestar de nuestras vidas actuales. Muñoz Molina resume en las últimas líneas del prólogo la importancia de su obra: “Casi nadie ha contado el infierno con tanta claridad y hondura como Primo Levi: casi nadie, al menos en el sombrío siglo en el que vivió, ha resaltado como él la sagrada dignidad de la vida, el impulso de la inteligencia y piedad que incluso en medio del horror nos da la oportunidad de seguir siendo plenamente humanos”. En mi corazón han quedado grabadas sus palabras.

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