26 enero, 2011

La última reunión de las Cortes Republicanas

La batalla del Ebro hace ya meses que se perdió. También se esfumó la esperanza de que un estallido de la guerra en toda Europa pudiera cambiar el curso del conflicto en España. Con la firma de los Acuerdos de Múnich, Gran Bretaña y Francia claudicaron frente al nazismo, permitiendo que Alemania invadiera Checoslovaquia. La derrota de la República es ya inevitable. Barcelona ha caído sin apenas defensa y una enorme marea humana huye hacia la frontera francesa, colapsando las carreteras, los caminos que conducen hacia los puestos fronterizos.
En mitad de la desbandada, las principales autoridades republicanas se encuentran en Figueras. Allí están el Presidente de la República, Azaña, el del Gobierno, Negrín, el resto de ministros de su gabinete, el President de la Generalitat, Companys y el Lehendakari Aguirre. También sesenta y dos diputados. La primera noche de febrero es húmeda en los sótanos del Castillo de Sant Ferrán. El frío del invierno se hace presente en los abrigos que algunos de los presentes no atreven a quitarse. Los diputados están sentados en sencillos bancos de madera, rodeando a los doce ministros que se encuentran en el centro de la sala. La mesa presidencial está cubierta por una bandera tricolor, el rojo, el amarillo y el morado de la Republica. Durante las horas previas han sido los carabineros los que han tratado de improvisar un ambiente de solemnidad para la ocasión, buscando entre la escasez de medios los elementos básicos para decorar el escenario. Las Cortes se han reunido de noche para evitar los bombardeos de la aviación alemana. A esa hora tan intempestiva, las diez y media, los diputados, cansados y con un evidente e insoportable sentimiento de derrota, van a tomar las últimas disposiciones de un régimen democrático que está a punto de ser engullido por una larga y negra dictadura. Una de ellas es la cesión de las obras del Museo del Prado a la Sociedad de Naciones. La rendición de Breda, los fusilamientos del dos de mayo y algunas de los mayores tesoros de arte del país también han ido huyendo del enemigo. Goya y Velázquez tampoco querían caer en manos de los sublevados.

En esas condiciones, Negrín pronuncia el último discurso en el Congreso más triste de toda la historia. Él aún se niega a rendirse. Se ha mostrado incansable. Durante los últimos meses, desde que tomó posesión como Presidente del Gobierno, ha derrochado todas sus energías para tratar de evitar lo inevitable, la derrota de una República más desunida de lo necesario. Tras el tiempo perdido durante el primer año de la guerra, en el que el bando republicano se ha desangrado en enfrentamientos internos, sin que el Gobierno pudiera controlar a todos sus efectivos, la presidencia de Negrín ha tratado de ejecutar una estrategia de unidad, centrada en la lucha, hasta el final, por la victoria. El yesero Largo Caballero, elegido por su cercanía a las clases populares, no pudo controlar algunos de los desmanes de éstas. Negrín, doctor, científico, investigador y políglota, hablaba diez idiomas, es ante todo un hombre práctico, pero también apasionado. En su último discurso se niega a una rendición sin condiciones, que es lo único que su enemigo está dispuesto a aceptar. Franco ha venido desarrollando una guerra de desgaste que no busca sólo la victoria, sino la eliminación total de cualquier tipo de resistencia que impida su larga dictadura. Negrín reclama tres condiciones para la paz: la garantía de la independencia española y del derecho del pueblo español a escoger su propio gobierno y la renuncia a las represalias hacia los vencidos
Los diputados tienen prisa por cerrar la sesión. Saben de la propuesta no será aceptada por los fascistas. Sólo piensan en dirigirse hacia la frontera, formando parte del éxodo que huye de un enemigo cruel, que sólo desea venganza. La mayoría de los presentes pasaran a Francia en los días siguientes, incluidos Azaña, Companys o Aguirre. Los presidentes de la República, de la Generalitat, del Gobierno Vasco se negarán a volver. Negrín, tras cruzar a territorio francés, tomará un avión y regresará unos días más tarde a Alicante para seguir al frente de sus responsabilidades, tratando de retrasar la derrota el mayor tiempo posible. Sólo el golpe de estado de Casado, deseoso de firmar una paz vergonzosa, la única posible ya, precipitará el final.

En 1.946, el partido socialista expulsó de militancia a Juan Negrín junto a una treintena de militantes, entre los que se encontraba el ministro Álvarez del Vayo y el escritor Max Aub. En aquel momento la campaña de desprestigio que había lanzado el franquismo contra el último presidente del gobierno republicano se había extendido no sólo en el interior del país, sino también entre los exiliados por todo el mundo. A Negrín le acusaron de llevarse el oro a Moscú, de depender de los comunistas, de ser un esclavo de Stalin y de otras muchas falsedades de leyenda negra que perduraron durante demasiado tiempo. Murió en París en 1.952. Estaba tan triste que pidió que en su lápida no pusieran su nombre, sólo sus iniciales. Muy pocos acudieron a su entierro. Había dado órdenes a su familia de que esperaran dos días antes de comunicar su muerte. También pidió que no llevarán flores a su tumba.
Durante los últimos años, el trabajo de muchos historiadores han desmontado una a una todas las mentiras. Pero no fue hasta 2.009, cuando el partido socialista le reincorporó de militancia a título póstumo. Como en tantas cosas, han tenido que pasar décadas, para sacar su figura del cajón del olvido.

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