30 agosto, 2011

Los escenarios de mi novela 4. El Hospital Real de Granada


El cuatro de marzo de 1.942 el director de la prisión de Granada, Zacarías Pérez Rodríguez, solicitaba el traslado a la Maternidad de mi abuela, la reclusa María Álvarez López. Acompañaba el documento con un certificado, firmado el día anterior por el médico de la prisión, Rafael Fernández Martínez, donde declaraba que había entrado en su noveno mes de embarazo. El escrito no recibió respuesta por lo que, varias semanas más tarde, ya en el primer día de abril, dirigió una nueva solicitud, en la que volvía a requerir la autorización para ingresar a María, que se encontraba próxima a dar a luz. Los tres documentos forman parte del sumario del consejo de guerra que siguieron contra mi abuela y varias personas más, acusadas de colaborar con la guerrilla de los hermanos Quero.



La Maternidad estaba situada entonces en el Hospital Real de Granada, un magnífico edificio que mezcla elementos góticos, renacentistas y mudéjares. Sus paredes están llenas de historia. Tras la conquista del reino nazarí por parte de los Reyes Católicos, se emprendieron numerosas obras, entre ellas la construcción de un nuevo hospital. Con ese objetivo eligieron unos terrenos en las afueras de la ciudad, se trataba de un ejido (campo de uso común para el municipio) que anteriormente albergó un cementerio musulmán. Las obras, detenidas a la muerte de Fernando, fueron finalizadas por su hijo Carlos V y en ellas participaron los artistas más importantes de la época. Estaba destinado a los enfermos sifilíticos, pero después del cierre del Maristán, el antiguo hospital musulmán de Albaicín, también a los enfermos mentales. De ahí que uno de sus patios tenga el nombre de “los inocentes”. Con la Desamortización de Mendizábal, pasó a depender de la Diputación, que ubicó allí el Asilo de Ancianos y la Casa de Dementes. Hoy es la sede central de la Universidad de Granada.


Patio de los mármoles
La semana pasada quise conocer el lugar donde mi abuela dio a luz a su tercera hija el 12 de abril de 1.942. Resulta una paradoja que, en aquellos primeros años de dictadura en los que el sueño se había extinguido por completo, el nacimiento coincidiera con el onceavo aniversario de la Segunda República. María recibió palizas desde el momento de su detención y, ante su negativa a confesar donde se refugiaba su marido y el resto de miembros de la guerrilla, fue puesta frente a un pelotón que simuló su fusilamiento para tratar de averiguarlo sin éxito. Por ello, María, que temía ser fusilada en cuanto diera a luz, trató de retrasar el momento cuanto pudo. Según las narraciones orales de mi familia, que han transmitido la historia durante generaciones, fue su hermano Pepe el único que pudo acompañarla en aquel instante  y el que le pidió que se tranquilizara y se dejara ir porque no podría evitar lo que viniera.

El parto fue bien y nació una niña hermosa. El director de la prisión quiso tocar la cabeza del bebé cuando su madre regresó con ella entre sus brazos. No podía creer que, después de los sufrimientos por los que había pasado su madre, la pequeña estuviera tan sana. Era un hombre muy supersticioso y, para él, tocar aquella niña significaba compartir su buena suerte.

Dentro del itinerario que hace unos días me llevó por algunos de los escenarios de mi novela, estaba la visita al escenario en el que transcurre una escena que traté de esbozar hace algunos meses. En ella imaginaba las alas blancas de las monjas de San Vicente de Paul que gestionaban esas instituciones, en muchas ocasiones lejos de las enseñanzas de piedad y amor de Jesucristo, andando por una habitación reducida, pero muy iluminada.


Exterior del edificio desde el Triunfo

El edificio es imponente. Cuesta imaginar allí una escena tan dura y a la vez tan hermosa. La portada plateresca de piedra de Elvira; la planta de cruz griega, que une los cuatro patios simétricos y sobre cuyo crucero de alza el cimborrio; la altura de las columnas de sus patios; la constante presencia de los yugos y las flechas esculpidos en piedra… yo no iba buscando nada de eso. Me quedé impresionado por los elementos arquitectónicos, pero lo que yo quería encontrar era algo más sencillo: la habitación donde estaba el paritorio en los primeros años de la postguerra. Tras preguntar a algunas de las pocas personas que allí trabajaban en mitad del periodo vacacional de agosto, recibí respuestas contradictorias. El uso actual del Hospital Real es ahora muy diferente. Uno de los guardias de seguridad que se encuentran en la antigua Portería Mayor, me indicó un estrecho pasillo que se encontraba a sus espaldas y que conducía a una pequeña sala, ocupada en la actualidad por grandes cajas de maquinaria. Según había oído, era en aquella sala, situada en una de las esquinas del edificio, donde podía estar el lugar que yo estaba buscando

Pasillo que lleva al presunto antiguo paritorio
Crucé aquel pasillo bajo, de piedra. Vi la sala triste, húmeda, la pequeña ventana enrejada por la que se colaba con dificultad la intensidad de la luz de agosto, tan diferente a los hermosos jardines que hay al otro lado del muro y cerré los ojos.


Exterior de la ventana
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28 agosto, 2011

Los escenarios de mi novela: 3. La huida

Los primeros meses de la guerra fueron muy duros para mi familia. Mis abuelos llevaban poco tiempo viviendo en Jayena, un pueblo del sur de la provincia granadina, cuando se produjo el golpe de estado. Fue el único lugar en toda su comarca donde se alzaron los insurgentes, lo cual obligó a mi abuelo a buscar refugio en Málaga. Reconquistado por milicianos anarquistas veintiún días después, les ofreció cierta tranquilidad durante varios meses. En Churriana, la situación del resto de la familia era muy diferente. El triunfo de los fascistas en Granada y sus localidades cercanas llenó las calles de locura, ajustes de cuentas y asesinatos. La represión fue atroz. Durante las primeras semanas, el hecho de que el territorio controlado por los sublevados fuera una pequeña mancha alrededor de la capital, rodeada por la “zona roja”, hizo que la eliminación sistemática del enemigo alcanzara niveles de espanto.

Tras el fusilamiento de mi tío abuelo Paco a finales de octubre, el resto de sus hermanos estaban expuestos a la misma suerte. Una madrugada de invierno, mi tía Ángeles esperaba a algunos compañeros en un lugar de Churriana, conocido como "el puente del palo". Era el punto habitual donde se encontraban los amigos y vecinos para compartir el camino que les llevaba al trabajo. Aunque había un tranvía, los itinerarios no alcanzaban todos los lugares y las frecuencias eran escasas, más aún a esas horas tan tempranas. Además el poco dinero del que disponían lo gastaban en necesidades básicas. Ángeles trabajaba en la fábrica de tabaco que aún existe en Maracena y que, en aquella época del año, funcionaba a pleno rendimiento después de que hubieran recogido las hojas de tabaco de los campos. Mientras esperaba allí, la vio un hombre que venía de Granada que conocía el sufrimiento de la familia. Por ello, le avisó que un camión de falangistas estaba en la vaguada del Genil, un lugar obligado de paso, deteniendo a todos los que llegaban.


Ángeles se escondió entre un maizal que aún guardaba sus altas cañas desde el otoño. Allí permaneció oculta durante largas horas hasta que, con la oscuridad de la noche, regresó a casa. Vivía con sus padres y con su hermana menor, que por sus edades no corrían peligro, pero tanto ella, como el resto de sus hermanos mayores debían huir. Su padre, José, un campesino tranquilo y pacífico que nunca tuvo problemas con nadie ni había manifestado ideas políticas, no estaba dispuesto a ver morir a más hijos. Por ello, junto a otro de ellos, Pepe y a un vecino, “el chico Pericas”, la escondió en un serón de su carro de bueyes, lo cubrió de estiércol y, antes de que amaneciera, se dirigió al olivar que tenía junto al campo de aviación cercano a Churriana. Según las diferentes versiones, entre las personas que iban escondidas, también estaba otra de sus hijas: Concha.


Río Dílar.

Junto a la ribera del río Dílar, mi bisabuelo se despidió de sus hijos. Los besos y los abrazos, casi furtivos, debieron ser muy tristes. José regresó a su casa mientras a ellos les esperaba un largo camino a pie. Atravesaron Las Gabias, la Grande y la Chica y, en las últimas horas del día, alcanzaron La Malahá. Un poco más lejos de allí cruzaron la línea del frente y se encontraron con las primeras tropas republicanas, que contaban con el refuerzo de equipamientos rusos. Muchos años más tarde, Ángeles les contaría a sus hijos la sorpresa que le produjo ver la mantequilla de color azul, sin duda de origen soviético. Después de descansar unas horas y alimentarse, continuaron caminado. En aquel momento ellos aún no lo sabían, pero poco tiempo más tarde aquellos soldados, que les facilitaron la primera ayuda, fueron arrollados por el avance nacional.

En de 1.937 las posiciones franquistas se habían estabilizado. Durante los meses anteriores aseguraron el corredor que separaba la capital granadina de Córdoba y Sevilla y sólo quedaba la provincia de Málaga y el sur de Granada como una isla republicana cercada por tropas fascistas. Apenas días después de que mis tíos abuelos iniciara su huida, las tropas enemigas iniciaron su ataque por la mismo lugar. El pasado mes de marzo, cuando se produjo la muerte de mi tía Ángeles, escribí un artículo que intentaba describir parcialmente ese momento

A las tres de la mañana del 22 de enero una columna, formada por gran número de camiones, partía de la Carrera del Genil y el Paseo del Salón de la capital granadina. Al mando del Coronel Antonio Muñoz, estaba formada por distintos cuerpos: un tabor de Larache, un batallón de Lepanto, dos compañías de milicias, dos escuadrones, dos baterías y una sección de zapadores. La orden, dictada horas antes por el Gobernador Militar de Granada, el General González Espinosa, era clara: “la marcha se hará lo más rápidamente posible, a fin de lograr el objetivo principal (Alhama) en una jornada. Caso contrario, las columnas armonizarán su desplazamiento a fin de coincidir ante este objetivo”. Al mismo tiempo, partía otra columna de Loja, formada por los primeras tropas enviados por Mussolini a Franco, que se iban a enfrentar con un equipamiento moderno, del que carecían los republicanos, a sus primeras acciones militares en nuestro país.

Alhama era un objetivo militar deseado durante semanas por González Espinosa porque el avance aliviaría la presión sobre la capital granadina, pero Queipo de Llano no lo permitió hasta la llegada de los refuerzos italianos. Aunque la información que contaban sobre el terreno adversario indicaba la escasez de armas, la presencia de refuerzos, formados por el 2º Regimiento de Infantería de Marina que había salido de Cartagena con la misión de auxiliar Málaga y que se encontraban en la zona, retrasó la decisión. Su conquista era el paso previo para lanzar la ofensiva final que permitiese la captura de la capital malagueña sobre la que querían desplegar una pinza desde tres frentes, la propia Alhama por el este, la costa occidental en Marbella y Antequera por el norte.

Mientras la otra columna encontraba la resistencia inicial de la aviación republicana, la que avanzaba por el mismo camino que andaban mis tíos llegó a La Malahá antes del amanecer y con las primeras luces del alba entraban en Ventas de Huelma. No alcanzaron sus objetivos en el plazo señalado, pero Alhama y toda la comarca no tardaría en caer. Las tropas franquistas entraron en Jayena el día 25 y la situación que encontraron fue descrita por Ángel Gollonet en un libro panfletario, titulado “Rojo y azul en Granada” y escrito a mayor alabanza del nuevo régimen, de la siguiente forma: La carretera y las calles aparecían llenas de remolachas tiradas en el barro. Recogieron la cosecha para poder sembrar trigo. Y como no disponían de fábricas donde moler la remolacha, la tiraron. Un almiar de paja estaba ardiendo. Fue incendiado el día antes, al conocerse la proximidad de las fuerzas nacionales. En las puertas de las casas estaban arrancados los troncos de las parras. El pueblo estaba desierto. Los ganados y las aves de corral corrían libremente por el campo. Junto a la carretera había un coche quemado. No se lo pudieron llevar y lo inutilizaron. La aceituna fue recogida, pero aún había sacos llenos abandonados en el campo, que fueron seguramente recogidos el día antes”

No sabemos cuál era el destino de mis tíos. Probablemente buscaban refugio en casa de mi abuela o trataban de alcanzar Málaga, la ciudad más cercana que aún defendía la legalidad republicana. Lo cierto es que, poco más tarde, toda la zona fue conquistada por enemigo, y se vieron obligados a continuar huyendo, esta vez rodeados por una marabunta que escapaba, presa de pánico, de todas las poblaciones malagueñas. Su huida desde Jayena se realizó a través de la “carretera de la cabra”, la antigua cañada real que unía la ciudad de Granada con la costa y a través de la cual los pescadores suministraban su mercancía a la capital, por la que emprendió su marcha, siglos atrás, el último rey nazarí Boabdil. El camino serpentea por la Sierra de Almijara hasta llegar a Almuñécar y fue bombardeado por la aviación italiana. La lluvia detuvo el avance del ejército y les ofreció una tregua que le permitió alcanzar el mar.

Paisaje cercano a Jayena

Ante el avance enemigo, mi abuela María también emprendió la huida con mi madre, que aún no había cumplido los dos años. Desconozco la ruta que siguió. Es probable que, sólo unas horas antes, hubiera emprendido el mismo camino que sus hermanos o que se retirara, como muchos vecinos de la comarca, a través del Boquete de Zafarraya. Casi con toda seguridad por allí debió llegar mi abuelo. Se encontraba en Málaga al inicio de la ofensiva enemiga y trató de alcanzar Jayena en busca de su familia. Le resultó imposible. Ya era tarde. Estaba en manos de los fascistas. Tras avanzar en dirección contraria a los ríos de personas atemorizadas, tuvo que seguir el mismo curso que ellos. María acabó reencontrándose con su marido y sus hermanos semanas más tarde.

La semana pasada fui al cementerio de Churriana. Quería ver las tumbas de mis antepasados, de algunos de los personajes de mi novela. Luego, a partir de la ribera del río Dílar, seguí el itinerario que, durante aquellos fríos días de enero, siguieron mis tíos. En La Malahá me acordé de la mantequilla azul, en Jayena comimos en un restaurante, cuya dueña tenía el segundo apellido de mi abuelo: Peregrina y con la que hablamos de los guerrilleros. Admiramos la hermosura de Alhama, en cuya prisión detuvieron a mi abuelo después de la guerra, colgada de un barranco, el vergel de la llanura de Zafarraya, cubierto de plantaciones de tomates, y el puerto del Boquete de Zafarraya, desde donde la carretera desciende de forma muy rápida, a través de la comarca de la Axarquía, hacía la costa malagueña.


El "Boquete" de Zafarraya

Lo yo viví como una jornada agradable, instalado en la comodidad del aire acondicionado de un automóvil, para mi familia fueron días interminables de cansancio, frío, lluvia, hambre, zapatos rotos, heridas en los pies y bombardeos que no olvidaron jamás, pero de los que nunca hablaron apenas. Sólo guardo un recuerdo vago de cómo, en unas de las escasas conversaciones que mantuve con mi abuelo, sus palabras amargas decían que aquella fue la mayor y más injusta carnicería que él había presenciado. 


25 agosto, 2011

Los escenarios de mi novela: 2. La tapia del cementerio de Granada.


Hace unos meses escribí una escena que aspiraba a representar el itinerario hacia la muerte que recorrió mi tío abuelo Paco.


Tiré de mi memoria para imaginar el recorrido por una Gran Vía desierta a primeras horas de la madrugada, luego creí ver el camión tomando la curva hacia Plaza Nueva y renqueando en la subida por la Cuesta de Gomérez, pero no podía describir el lugar del fusilamiento porque no lo conocía y tenía mucho interés por ver el último paisaje que vieron sus ojos.

Frente a la tapia oeste del cementerio de Granada desciende una colina de olivos alineados junto a grupos de pinos. El muro, construido con cajones de mortero y cantos de río, se eleva entre pilares de ladrillo, cubierto por un tejadillo a dos aguas, del mismo material y coronado por una hilera de tejas. En su origen, la pared estaba encalada, pero ahora ofrece un color rojizo, producido por el paso del tiempo y del entorno arcilloso. Allí se produjeron un mínimo de 3.720 fusilamientos, según ha documentado la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), alrededor de un millar de los cuales fueron asesinados una vez finalizada la guerra hasta 1.956. La gran mayoría de los cadáveres fueron enterrados en una fosa común del Patio de Santiago. Sus familiares no tuvieron acceso a sus cuerpos, ya que un puesto de la Guardia Civil, instalado en el Camino del Cementerio, les impedía el paso. Años más tarde los restos fueron trasladados a un osario.




En ocasiones la memoria es un pasado que incomoda. Sobre los restos de los fusilados se construyeron nichos y, ya en democracia, con el acceso de Partido Popular al Ayuntamiento, se siguieron borrando las huellas de la vergüenza. Durante el gobierno del alcalde Diaz Berbel se derribó parte del muro y se taparon los impactos producidos por las bala en la que permanece en pie. Durante los últimos cuatro años, el consistorio del PP, ha repetido una actuación para la que no tengo calificativos. Con la llegada de Julio y el aniversario del golpe de estado que inició la represión, diferentes asociaciones se convocan junto a la tapia de la vergüenza para colocar una sencilla placa. Su texto es breve: “A las víctimas del franquismo, fusiladas en esta tapia por defender la legalidad democrática de la República". Cada año, el Ayuntamiento vuelve a retirarla. En el interior del cementerio, en cambio, permanece la inscripción que recuerda  a los caídos en el bando franquista “por Dios y por la Patria”. No debería extrañarnos, García Lorca ya dijo, en una entrevista publicada en el diario El Sol, que “en Granada se agita la peor burguesía de España”. Como ejemplo tenemos las recientes declaraciones del actual Presidente de la Diputación y número 2 del Partido Popular en la provincia, Sebastián Pérez, a favor del monumento a la Falange que aún se alza en la Plaza Bibataubín. Si tenemos en cuenta que su padre, de igual nombre, fue un destacado falangista y jefe provincial del Movimiento hasta finales de los setenta, podemos entender sus motivos y simpatías.




Recientemente la Junta de Andalucía ha comenzado el proceso para declarar la tapia del cementerio de Granada como “lugar de la memoria”. La distinción permitiría preservar el lugar para el futuro y recordar los hechos allí acontecidos. No obstante, si los mismos neofacistas que gobiernan la capital granadina acceden, como apuntan las encuestas, al gobierno de Andalucía, el riesgo de que sigan borrando las huellas de la vergüenza seguirá presente.

Como ya he indicado en algunas entradas de este blog, mi tío abuelo Paco fue fusilado a las seis de la mañana del 22 de Octubre de 1.936 por ser militante de las Juventudes Socialistas, el día antes a cumplir veinte años. En la novela que trato de escribir, aparece como un personaje, cuya presencia es breve, pero llena de dramatismo.
En el calor intenso de la tarde de agosto y frente a aquellas filas de olivos, entendí que aquella escena que había escrito unos meses antes estaba incompleta y me sonaba como una mentira. Allí, junto a la tapia, descubrí que nunca podré reflejar su sufrimiento y todo se borró.

Ese mismo día, sin yo acordarme, se celebraba el fusilamiento de Federico García Lorca que aconteció no  demasiado lejos de allí. Gabriel Celaya le dedicó en 1.949 estos versos

“Que no murió. Le mataron.
Contra la cal de una tapia luminosa
me lo dejaron clavado”



23 agosto, 2011

Los escenarios de mi novela: 1. El Barranco del Abogado.

He aprovechado unos días de vacaciones en Granada para visitar algunos de los escenarios por los que discurre la historia de mi novela. La serie se inicia en el Barranco del Abogado, el lugar donde comienza el primer capítulo con unos hechos de enorme dramatismo...


En septiembre de 2.009, cuando decidí escribir mi novela, lo primero que hice fue viajar a Granada con la intención de volver a oír, de boca de mis tías y primos, las historias apasionantes que tanto me gustaban y que yo pretendía contar. En ese momento, creía que sus testimonios orales iban a ser la única fuente que podía alimentar mi imaginación de aprendiz de escritor. Meses más tarde, fui descubriendo diferentes documentos que me aportaron mucha información que desconocía, datos valiosos para el recuerdo familiar y para la trama de la novela. La semana pasada regresé y pude visitar algunos de los lugares donde sucedió la historia.

A principios de los años cuarenta, hartos de soportar la derrota y la cárcel, unos pocos hombres se echaron al monte en la ciudad de Granada, decididos a combatir al régimen. Algunos lo hicieron huyendo de una posible sentencia de muerte, otros cansados de que se les negara cualquier futuro a sus familias, la mayoría como único medio de supervivencia. En los primeros momentos de dictadura aún continuaba la represión implacable que, desde el inicio de la guerra, había desarrollado el franquismo contra el menor indicio de resistencia. Conforme las acciones de los guerrilleros se fueron haciendo más frecuentes y más osadas, las autoridades los combatieron con más saña. El número de integrantes del grupo fue variando en función de las bajas y el ingreso de nuevos miembros, pero ascendió a poco más de una decena de hombres, que se articuló en torno a los hermanos Quero y que se movían a cara descubierta por sus refugios situados en el Barranco del Abogado. Mi abuelo José Castro Peregrina fue uno de los primeros excombatientes republicanos que formaron de sus filas.

A principios de 1.942 sus golpes empezaban a correr de boca en boca por toda Granada y las autoridades no estaban dispuestas a tolerarlo e iniciaron la política de represión que pudiera acabar con ellos. El 23 de febrero llegaron a la 108 Comandancia de la Guardia Civil dos informaciones importantes: un primer “soplo” les proporcionaba el lugar donde los Quero iban a realizar su siguiente acción, un hotel en las afueras de la ciudad iba a ser el objetivo de su próximo atraco en el que iba a participar mi abuelo. Pero, apenas unas horas más tarde, otro chivatazo les indicaba el lugar donde en ocasiones se refugiaban los guerrilleros. Ese día la actividad debió ser intensa en el cuartel de Las Palmas. El edificio, que se alzaba sobre un antiguo molino árabe del siglo XII, era temido por las torturas a las que sometían en sus instalaciones a los detenidos. El capitán que estaba al frente de las operaciones, un burgalés con varias décadas de servicio en el cuerpo llamado Celestino Blanco Juarros, se vio obligado a improvisar una segunda emboscada, al mando de la cual envió al brigada Francisco Moreno Estévez. El objetivo se encontraba muy cerca de allí, en una cueva situada en el número 12 de la calle Monte Sedeño. En ella vivía la familia de Rafael Rodríguez “el sastre”, uno de los integrantes de la guerrilla.

Sobre las ocho de la tarde, tres cabos que formaban parte del destacamento intentaron acceder a la misma. Al instante comenzó el intercambio de disparos. Del interior salieron dos personas: Josefa la esposa de “el sastre”, que murió a pocos metros como consecuencia de la metralla y Ramón Casares Raya, de diecinueve años, un amigo de la familia que no formaba parte de la guerrilla y al que trasladaron malherido al Hospital San Juan de Dios, donde murió cuatro días después. Alguien continuó  disparando durante unos minutos y los guardias civiles no tuvieron el valor de entrar hasta la mañana siguiente, ya con la luz de la mañana y tras varias horas de silencio. Cuando lo hicieron vieron cómo, del techo de la cocina, colgaba el cadáver de la dueña de la vivienda, Martirio Martín. La madre de Rafael “el sastre” se había ahorcado presa del terror. En una de las habitaciones encontraron con vida a su nieto de tres años, acompañado de su abuelo. Horas más tarde, los agentes regresaron. Había algo que no encajaba: desconocían quién había sido el autor de los disparos. Volaron la pared de una habitación oculta y allí encontraron otro cadáver, el de José Expósito “Chavico”, un joven natural de Güejar Sierra de apenas diecisiete años, que quería unirse a los guerrilleros para vengar el fusilamiento de su padre a manos de los falangistas, durante las primeras semanas de la guerra.

Todos los hechos fueron presenciados desde la cueva contigua, situada en Monte Cedeño nº 10, por mi abuela, María Álvarez y por mi madre, que aún no había cumplido los seis años. Los vivieron en mitad del pánico. Allí también se habían refugiado miembros de la partida y temían por su vida. A las pocas horas, cuando, con las primeras confesiones logradas mediante tortura, esa información llegó a los guardias civiles, éstos irrumpieron en su hogar. Los golpes y las patadas comenzaron de inmediato. No les frenó el hecho de que mi abuela estuviera embarazada de seis meses. Se la llevaron detenida y abandonaron a mi madre a su suerte. Ella cruzó la ciudad buscando refugio en casa de su tía.

Mi abuelo huyó después de estos acontecimientos y nunca volvió a hacerse cargo de su familia. Los Quero continuaron con sus acciones durante varios años, hasta que todos sus miembros murieron en trágicas circunstancias. Ninguno de ellos fue apresado, prefirieron la muerte o incluso el suicidio antes que entregarse a la Guardia Civil. La dictadura trató que pasaran a la historia como simples delincuentes, distorsionaron y censuraron la verdad, otros los idealizaron a imagen de Robin Hood. No fueron ninguna de ambas cosas, sólo hombres a los que no les dejaron otra opción que echarse al monte y que, vieron cómo sus acciones se iban alejando de la lucha política y, en el caso de alguno de sus integrantes, se acercaron a métodos propios de la delincuencia. Incluso en el seno de mi propia familia hay opiniones dispares sobre sus actuaciones. Yo creo que es imposible analizarlas desde la perspectiva actual y que habría que estar en la piel de aquellas personas, enfrentadas a un entorno tan hostil, para juzgar sus actos, no todos ellos heroicos.



Barranco del Abogado. Antigua foto expuesta en la Asociación de vecinos.

El Barranco del Abogado era, ya desde antes de la guerra, el barrio más humilde de Granada, el que olvidan las autoridades al filo de la marginalidad. No obstante, el diputado socialista Fernando de los Ríos no se olvidó de sus habitantes. En el memorable discurso que pronunció en el Congreso en 1.936 y en el que defendía la repetición de las elecciones en la provincia, ante el fraude perpetrado por los partidos derechistas, tuvo palabras para ellos. “Las colinas de harapientos de Granada, la colina del Albayzín y en donde está lo que se llama el barranco del abogado, recordando la actitud que había tomado uno de ellos en el año 31 y que lo enunciaba con estas palabras tan dramáticas como humanas – en mi hambre mando yo- al recordar este ansia de regir soberanamente en su hambre, esas colinas de miseria, digo, han votado por la candidatura de izquierdas”.

Restos de las antiguas cuevas.

El origen del barranco estaba en el arrabal de Al Nayd que, en tiempos de los musulmanes, lindaba con el barrio de los alfareros (el actual Realejo) y donde se situaba la última muralla nazarí construida en la ciudad, que fue derribada en 1.833. Sobre su nombre hay dos leyendas. La primera dice que se debe a que allí fue asesinado un letrado de la Chancillería, le segunda que los terrenos fueron recibidos por un abogado como pago por un pleito ruinoso que defendió. En 1.942 estaba ocupado por cuevas en las que seguían viviendo los más humildes, la gran mayoría de los cuales habían perdido la guerra, sufrido palizas y la cárcel. Entre algunas de las familias que lo habitaban nació la resistencia de los Quero.


Panorámica de Granada desde la calle Monte Cedeño

Hoy el Barranco del Abogado sigue alzándose junto a uno de los cármenes más hermosos de la ciudad, el de los Mártires y manteniendo unas vistas impresionantes sobre Granada, Las cuevas desaparecieron, sólo quedan algunos restos en la parte más alta, cercana al cementerio. Sobre ellas se construyeron casas, que han cambiado por completo el paisaje, pero en sus calles se sigue escondiendo una historia, que los más viejos, como nos confesó con amabilidad la presidenta de la Asociación de Vecinos, apenas se atreven a contar entre susurros a los más próximos.

La calle Monte Cedeño en la actualidad





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22 agosto, 2011

La tumba del poeta

Hay ciudades de paso por las que nace, de forma inesperada, un fuerte motivo que invita a volver. En agosto del año pasado apenas pude pasar una hora en Colliure. Lo suficiente para descubrir la belleza de este pueblo del sur de Francia, una de las villas costeras más hermosas que conozco, y visitar la tumba de Antonio Machado. Prometí volver con más tiempo, disfrutar de sus playas y del paseo por sus calles, pero sobre todo visitar el cementerio del poeta.

Tras la primera visita, leí todo lo que encontré sobre sus últimas semanas de vida. Los detalles de la historia del hombre cansado y enfermo que cruza la frontera, que debe compartir la única camisa que le queda con su hermano cada vez que baja a comer en la modesta pensión del pueblo tan cercano a su patria, que muere a los pocos días en mitad de una tristeza espantosa, me conmovieron y decidí contarla en una entrada que publiqué en este blog.


Una de las cosas que más me sorprendió en la primera visita fue ver un pequeño buzón, junto a su tumba, repleto de cartas y papeles que dejaban sus admiradores. Me pregunté quién los leería. Meses más tarde, en un artículo en El País, descubrí que una asociación se encargaba de hacerlo y que el volumen de esa extraña correspondencia era importante. Decidí regresar para dejarle aquel texto que había escrito. Tenía un motivo por el que volver.

Esta vez alguien había anudado una cinta con los  colores blanco y verde de la bandera andaluza en la boca del buzón. La tricolor republicana se dibujaba en varios ramos. Impresiona ver la lápida en el suelo, a una veintena de metros de la entrada, repleta de ofrendas de todo tipo, las flores marchitas, los diversos objetos. Allí seguían varias placas llevadas en recuerdo por institutos y organizaciones de toda la geografía española. Pero lo que llamó mi atención fue un libro, un ejemplar de la Colección Austral de Espasa Calpe, donde se recogen su Poesías Completas. Acompañaba a un ramo ya seco bajo un celofán transparente, junto a un bolígrafo plateado, que indicaba que su antigua dueña era mexicana, y un trozo de papel, muy pequeño, parecido al que encontraron en el bolsillo del abrigo de Machado tras su muerte y que contenía el mismo verso, el último que escribió el poeta “Estos días azules y este sol de la infancia”.



Acabo de leer que publicó esa antología en 1.917, cuando tenía apenas 42 años de edad. El título suena a testamento anticipado. Se reeditaría en 1.928, 1.933 y 1.936. Luego debió esperar a la llegada a la democracia para ser reeditado en España, aunque muchos guardaron las ediciones antiguas o las que se publicaron en Latinoamérica como un tesoro durante los años negros de la dictadura franquista.


La lectura de ese ejemplar, ya viejo y gastado por muchas lecturas, debió provocar muchos sentimientos en la lectora. Imagino que no debió ser fácil desprenderse de él, por ello, creo que no hay mejor ofrenda para la tumba de un poeta que un libro suyo, muy querido y devorado durante años por una amante de su poesía. Tuve la tentación de cogerlo entre mis manos por un momento y leer al azar cualquiera de sus poemas, pero al instante me pareció un sacrilegio romper aquel vínculo al que yo sólo asistía como espectador. Me marché emocionado. Es imposible estar allí y no sentir cómo la emoción va envolviéndote el cuerpo. El quedó el libro sobre la lápida, pero sus versos ya son eternos y queridos por muchos que peregrinan hasta aquel pequeño cementerio.
"El aire se llevaba de la honda fosa el blanquecino aliento". Antonio Machado.