30 noviembre, 2011

La historia sin memoria.


Cuando decidí escribir mi novela, empecé una investigación histórica que debía llevar unos pocos meses y me acabó ocupando más de un año. Mi año “sabático” lejos del mundo laboral, se fue en jornadas diarias de más de ocho horas dedicadas a conocer algunos detalles sobre la vida de mis familiares, pero también del contexto político que les tocó vivir, desde una perspectiva muy local hasta otra totalmente internacional. Una de mis mayores sorpresas fue comprobar cómo hay situaciones que se  repiten, casi de forma idéntica, a lo largo del tiempo y cómo circunstancias de la política actual no son muy diferentes a las que ocurrieron en aquellos años turbulentos del siglo pasado que marcaron con sangre el destino del mundo.

Cuando el socialista Juan Negrín llegó a la Presidencia del Gobierno de la Segunda República, en la primavera de 1.937, la guerra ya estaba perdida. El bando republicano se había desangrado en disputas internas durante los primeros meses del conflicto y no había sabido imponer la autoridad necesaria. Grupos de pistoleros habían dictado su ley en las calles de algunos pueblos y ciudades y las milicias, tan repletas de idealismo como carentes de preparación y armamento, no habían sabido hacer frente a un enemigo mucho mayor, que contaba con preparación militar y el apoyo humano y armamentístico de las potencias fascistas de Alemania e Italia. Durante los primeros días, incluso horas, del golpe de estado, se sucedieron gobiernos centristas sin carácter para abordar el terremoto social y político que estaba sucediendo. Cuando se dieron cuenta que eran los sindicatos los que controlaban la situación en la calle, colocaron en la presidencia del gobierno a Largo Caballero, al que llamaban el Lenin español, un hombre de escasa preparación, próximo a los sindicalistas.

ras la caída de Málaga y la desbandada con la que se retiraron las tropas republicanas, desasistidas por parte del gobierno, Azaña propuso a Juan Negrín para que se pusiera al frente del mismo. Negrín era un médico eminente, fisiólogo, científico y poliglota (dominaba el alemán –había estudiado medicina en la Universidad de Leipzig-, el francés y el inglés) que tenía una enorme capacidad de trabajo. Aunque tarde, se emprendieron las reformas necesarias para afrontar la guerra. Se estructuró un ejército que intentara resistir al enemigo y se redujo el descontrol de las calles. Pero el enemigo era mucho más fuerte y siguió avanzando. Las medidas fueron criticadas con ferocidad por los anarquistas, que querían anteponer la revolución a la guerra, y por los nacionalistas, más interesados en sus egoístas intereses sobre competencias recién adquiridas que en la victoria común, el único medio que permitiría consolidarlas. Sin el apoyo de las democracias occidentales que, guiadas por Gran Bretaña, representaron una farsa de aparente neutralidad y con la oposición de la izquierda y de los nacionalismos de centro, el Gobierno del socialista Negrín tuvo que luchar con un enemigo demasiado poderoso sin los medios necesarios.

Y así, frente a la oposición, en algunos casos desleal, de algunos de sus socios (la actuación de los nacionalistas vascos sólo puede calificarse de cobarde y vergonzosa), pero también de miembros de su propio partido, Negrín impuso la consigna de resistencia a toda costa. Al tratar de alargar la guerra, alargaba también el sufrimiento del pueblo, pero era consciente, por la actuación de terror y fusilamientos masivos que venía desarrollando el oponente, que la derrota conllevaría una situación mucho más dramática.

Cuando ya no quedaba nada que hacer en el territorio español y la retirada en el Ebro dejaba a Franco abierto el camino hacia la victoria, Negrín y los republicanos pusieron sus esperanzas en Europa. En septiembre de 1.939 el continente estaba al borde de la guerra y su estallido a nivel internacional podía cambiar el curso del conflicto en España. La política expansionista de la Alemania llevó a los nazis a invadir los Sudetes, una región de la antigua Checoslovaquia, pese a las advertencias de las democracias occidentales. No era el primer país que caía bajo las fauces del nazismo, que anteriormente se habían anexionado Austria mientras toda Europa miraba hacia otro lado. Con el objetivo de abordar la situación de crisis se convocó la conferencia de Múnich. Allí los gobiernos europeos, con Gran Bretaña y Francia a la cabeza, se rindieron a las pretensiones del fascismo, sacrificaron a Austria y Checoslovaquia con la intención de evitar el enfrentamiento con Hitler. Su cobardía fue castigada apenas unos meses más tarde y le dio alas a los nazis que impusieron su ley invadiendo toda Europa.

Tras los Acuerdos de Múnich, a  los republicanos españoles ya no les quedaba ninguna esperanza. Negrín tomó medidas, encaminadas a buscar un acercamiento con el enemigo, que anunció en un memorable discurso pronunciado en la Sociedad de Naciones, pero Franco sólo se confirmaba con una rendición incondicional y el exterminio del rival para poder así consolidar una larga dictadura.

Tras la derrota, la política de resistencia se demostró justificada. Centenares de miles de españoles fueron asesinados u obligados al exilio por parte de los vencedores. La figura pública de Negrín fue vapuleada con mentiras por el franquismo que vertió sobre él una campaña de calumnias. Pero los derrotados también necesitaban un chivo expiatorio que fuera la diana de todas las críticas, alguien a quien culpar de la derrota. El Partido Socialista fue enormemente injusto con él retirándole incluso la militancia. No fue hasta el año 2.009, cuando los historiadores ya habían desmontado, una por una, todas las falsas acusaciones que provocaron su descrédito, cuando se le restituyó con todos los honores.

Siempre he tenido predilección por los derrotados de la historia, los personajes cruelmente maltratados por las crónicas, muchas veces de forma injusta. Durante las últimas semanas se ha acentuado una campaña orquestada contra otro presidente socialista a quien se le ha hecho culpable de todos los males del país. En un mundo globalizado, donde los países europeos han cedido su capacidad de gestión económica a organismos comunitarios, la mayor crisis económica en mucho tiempo está poniendo a prueba a los gobiernos, que no saben cómo hacer frente a estrategias de enemigos muy poderosos e invisibles que ahora llaman los mercados. Tras meses sin querer afrontar el problema, meses de disputas constantes, en los que todos sus rivales políticos han antepuesto los intereses propios a los del país, abandonado por todos, un presidente socialista se vio obligado a imponer medidas, que probablemente no compartía, con la misión de combatir a un enemigo contra el que ya era tarde para luchar. Enfrente sólo tenía rivales que pedían una rendición incondicional o que volvían a anteponer sus intereses nacionalistas en momentos donde la unidad era más necesaria que nunca. Y al igual que décadas atrás, volvieron a cometerse muchos errores, errores que luego sus propios compañeros han tratado de olvidar como si no hubieran existido. Tratando de ocultar los errores renegaron también los aciertos de un presidente que ha acometido reformas sociales que reparaban injusticias históricas. Hoy hay detalles pequeños a los que no le damos importancia, el humo del tabaco que ha desaparecido de nuestras vidas, el matrimonio entre personas del mismo sexo, el recuerdo de los olvidados por la memoria histórica, el reconocimiento de los derechos de aquellos que viven de dependencia de otros, los intentos por romper con un centralismo de siglos para reconocer lo que nos diferencia como única manera de recordarnos lo que nos une y otras muchas medidas que tal vez se quedaron a medias.

Zapatero y Negrín no se parecen en muchas cosas, la capacidad intelectual y de trabajo del segundo, no ha caracterizado al primero, pero, aunque tarde, ambos tomaron medidas para una lucha imposible en la que se quedaron solos. Y yo confieso (pese a todo y contra la moda imperante) simpatía por ambos personajes.

Ochenta años más tarde, Europa vuelve a sacrificar a algunos países para satisfacer el expansionismo alemán y en España otro presidente socialista es abandonado a los pies de los caballos. La historia no tiene memoria, parece que los europeos y los socialistas españoles tampoco. Espero que las similitudes acaben aquí. El precio que hubo que pagar por los errores de entonces fue demasiado alto. Tras la derrota de la República en España se inició una dictadura que duro más de cuarenta años y sólo cinco meses después de inició la Segunda Guerra Mundial


27 noviembre, 2011

La geografía de mi infancia


Es treinta y uno de octubre en un tren que me aleja de Málaga. Atrás han quedado las huertas del Valle del Guadalhorce, los pueblos blancos sobre las lomas suaves, rodeados de frutales,  también los olivares, que se alinean interminables sobre las colinas cordobesas y las dehesas de encinares antiguos entre los que el ganado campa tranquilo. La noche se borra difusa en la ventana, avanza deprisa como el vagón cafetería que empieza a dejar ya muy atrás la ciudad de mi infancia, a la que no sé cuánto tiempo tardaré en volver. Esta vez mis padres viajan conmigo, se mudan, se marchan para siempre a unos paisajes menos cálidos y lejos queda la cuna donde estuvo mi origen, vacía sin casa, sin cama propia a la que regresar.

En el vaivén del vagón bailan los recuerdos. Hace dos días no pude evitarlo. Al caminar por las calles de mi infancia, el corazón me atracó armado de una nostalgia pegajosa, de una emoción, ahogada por décadas de distancia, que apenas necesitó un segundo, girar una esquina, para volver del pasado como si nunca se hubiera ido. Allí seguía, diferente, la diminuta calle Dos Hermanas, rota por la mitad desde que derribaron mi casa. Han construido un pequeño parque infantil de columpios modernos en el lugar del viejo descampado, el que entonces me parecía enorme y ahora compruebo que, también en esto, nos engañó la niñez con sus dimensiones tramposas y sus sueños incompletos, que se quedaron a medias. Y de repente lo veo, al niño callado que escogieron el último porque era el más tímido, el más chico, el mismo que, por esos azares tan extraños que a veces tiene la vida, acertó a meter el pie, de forma fortuita, entre un bosque de piernas. Y veo aquella pelota, creo que roja, entrando entre dos pequeñas montículos, construidos a base de piedras y jerséis, que delimitaban una portería imaginaria. Aquel fue el primer gol de mi vida, en un solar triste en el que esa tarde, posiblemente de finales de verano, los coches decidieron no aparcar y dejarnos un terreno para nuestros juegos.




Cerca, la calle Huerto Monjas es hoy una sucesión de casas derribadas. El convento de las carmelitas sigue en pie. Lo habitan trece ancianas, que esta mañana salieron a medias de la clausura para despedirse de mi madre a través de una reja. Allí estaban todas felices oyendo los poemas que María aprendió en un convento de la provincia de Jaén donde tomó los hábitos en su juuventud, donde la internaron de niña mientras mi abuela María malvivía en una cárcel franquista.

Apenas a un centenar de pasos, el cruce del Molinillo está vacío en la tarde del domingo. Entonces los puestos ambulantes extendían por las callejuelas cercanas la fruta, la verdura, las telas, los huevos. Allí, un día, ahora la imagino de invierno, vi por primera vez a un hombre vestido y sobre todo peinado de mujer. Vendía cupones para una rifa de sábanas y saludó a mi abuela María con ese afecto de los que se conocen de antiguo. Ella luego no supo explicarme, a mis quizás cinco años, las razones de ese travestismo. El Mercado de Salamanca hace tiempo que malvive, al igual que el resto del barrio, indiferente a la apatía de décadas de menosprecio por parte de sucesivos consistorios municipales para los que la zona debe ser invisible, pese a estar a cinco minutos caminando del centro. Abandonado por todos, dormita en un sueño que parece una pesadilla. Ya nadie recuerda que sus arcos neo árabes simularon un zoco argelino en una película -Mando perdido- que interpretaron Claudia Cardinale y Anthony Quinn poco antes de que yo naciera. Cuando era niño aún se recordaba el rodaje con la Cardinale que, según decían, llegó radiante en un coche enorme y negro.




Al principio de la calle Ollerías cerraron los bares, la zapatería de la esquina, la tienda de ultramarinos –aunque por aquel entonces los productos que vendían ya no llegaban del otro lado del mar-, la droguería, donde los dependientes vestían una bata azul, y hasta una tienda de juguetes de la que ahora ya comienzo a tener dudas sobre su existencia real. Sólo queda la panadería en la que siempre hacía cola, mientras me distraía mirando los dulces del mostrador -la palabra pastel aún no existía en mi vocabulario infantil-. Tampoco la tienda de los chinos, con su mercancía tan barata como inútil, que ocupa el espacio donde antiguamente había tres tiendas.

Algunas casas han ido cayendo, han dado paso a descampados llenos de escombros donde crece la basura y los ailantos, esos arbustos que aprovechan el menor hueco para invadirlo de tristeza. Los vecinos han ido marchando, envejeciendo, las familias de trabajadores modestos, de obreros humildes ya no viven allí. Sólo quedan las viudas ancianas que no pudieron o no quisieron marcharse y esa chusma gritona, ociosa, que nunca trabaja y desparrama hoy su mala educación por el barrio.

Sigo caminando hasta la esquina con la calle Alderete. Allí estaba la cafetería Maripepe, siempre llena de tenderos, de repartidores, de vecinas que compartían la tostada, la alegría y el café con leche. Al pasar por aquella puerta, mis ojos miraban con envidia a los que desayunaban entre risas y palabras que sonaban desde lejos. A mí aquellas tostadas con mantequilla me parecían más deliciosas que el pobre bocadillo que me daban en mi casa simplemente porque era un espacio prohibido, donde nunca había entrado. En aquellos tiempos de estrecheces, para nosotros era casi imposible desayunar en un bar. La esquina del Maripepe ya no existe, el bar tampoco. Ampliaron la calle estrecha y desparecieron las tostadas. A unos cincuenta metros sobrevive “Los leones chicos”, su competencia, que siempre fue menos más popular. Decían que era más caro. Los grandes ventanales sobreviven ahora disfrazados de pequeñas ventanas, a través de las que se ve un camarero que mira con aburrimiento a un par de clientes.

La churrería de Gregorio cerró hace décadas. El edificio tapiado espera las fauces de las excavadoras. En el suelo frío de aquel portal le dejaban dormir por las noches a una viuda de la guerra. Se llamaba Dolores y era mi abuela. A mi padre le llamaban “Pepe aguas” porque el único oficio que les quedó fue ponerse en la entrada del Cine Duque con un par de botijos y unos cartones de tabaco y vivir de las propinas escasas y la mucha hambre que aquellas mercancías tan sencillas les dejaban. La que han restaurado es la Capilla de La Piedad, la que sacaba mi tío Fali en la procesión del Viernes Santo.

El tren atraviesa las anchas autopistas que se acercan a Madrid cuando me viene a la mente la Cuesta de Capuchinos. Lo niños la bajaban con aquellos vehículos que construían con tres cojinetes y cuatro tablas. En aquella época la pendiente me parecía enorme, se precipitaba desde la iglesia de la Virgen de la Pastora, la que procesionaban en Mayo. En lo alto de la cuesta se acababa el territorio de mi niñez, que se reducía apenas a una docena de calles y a un par de plazas donde transcurría todo en la vida. Antes de llegar a la cuesta se encontraba la fábrica de conservas de pescado, en la que había trabajado mi abuela Dolores, ya en los sesenta, y el portal mugriento, en el que se cambiaban tebeos viejos y novelas de oeste llenas de polvo, las que escribían en Barcelona antiguos escritores republicanos represaliados a los que el franquismo trató de negarles un futuro. Me llevaba mi abuelo a escondidas porque a mi madre no le gustaba aquella trapería que, según ella, estaba llena de chinches.

Esta vez no quise pasear por la antigua calle Cauce “el Cau”, que ya ni siquiera conserva el nombre, ahora la llaman Juan de la Encina. Allí se encontraba la corrala donde mis padres primero fueron vecinos y luego novios. Esos conjuntos laberínticos de viviendas se agrupaban en torno a un patio lleno de sábanas colgadas a secar y un lavabo comunitario, que consistía en un agujero en el suelo que tapaba una puerta de madera. Cada hogar se componía de una o dos habitaciones sin cocina, en las que se apilaban familias numerosas. Hoy forman parte de un pasado muy remoto, como el grumo de las natillas que se pegaban a la olla de mi abuela y otros lugares que se perdieron en una esquina olvidada de mi infancia.

El primer parvulario, que estaba en la bajada de la calle Dos Aceras, del que guardo el que creo es mi primer recuerdo: la riña de la “seño” por no saberme limpiar bien el culo y aquellas dos mellizas, muy cabezonas, que me miraban mientras reían y cuyas caras creí ver muchos años más tarde en los rostros de algunos de los enanos pintados en las Meninas.

Mi primera escuela fue la de San Pedro y San Rafael. Ahora sé que también en ella estudió Picasso. Se levantaba en la Plaza San Francisco. Aún queda la fuente de Pomona, la diosa romana de la fruta, esculpida en mármol de Carrara. Sobre el solar en el que se levantaba la escuela construyeron lo único que parece importarle al actual Ayuntamiento. En la Málaga que se cae a trozos florecen, al calor de los consistorios conservadores, las casas de hermandad, esos edificios postizos, horribles, con campanarios simulados y portones gigantescos, donde hoy se construyen los pasos que posesionan en Semana Santa. A mí me gustaban más aquellos entoldados, levantados al aire libre, junto a las tapias de las iglesias, que dejaban infinidad de rendijas a través de las cuales, al llegar la primavera se podía ver el avance la construcción de los tronos.

Muchos de los edificios que recuerdo ya no existen. Tampoco mi casa. Era pequeña, pero tenía dos pisos y una escalera que a mí me parecía inmensa en aquella época. Arriba, un pasillo oscuro llevaba a las dos únicas habitaciones. El suelo alineaba azulejos blancos y negros, como un damero sin fichas. A mitad del pasillo, justo a la altura de la puerta de mi habitación había uno roto que bailaba. Yo siempre evitaba pisarlo para no escuchar el ruido seco que tanto miedo me daba, un miedo injustificable que duró mucho tiempo desde que pasó lo de aquella mañana.

Era invierno, hacía frío y llovía. Bajo el calor de las mantas se oía el sonido de la lluvia golpeando los postigos cerrados. Mi padre entonces trabajaba y se marchaba muy temprano. Un poco más tarde lo hacía mi madre, que madrugaba los días alternos para fregar en una funeraria. Esos días yo me quedaba solo y cada noche, en las oraciones que entonces rezaba, pedía despertarme tarde, cuando mi madre ya hubiera llegado, justo a tiempo para ayudarme a vestirme y darme el desayuno antes de ir al colegio. Aquella madrugada oí pasos caminando por el pasillo. Al principio pensé que sólo eran imaginaciones mías, pero cuando un pie pisó el azulejo roto, un estruendo de pánico rompió el silencio y yo me escondí, todo lo que pude, bajo las mantas. Unos días más tarde mi madre me contó que, por un motivo que ya no recuerdo, no pudo trabajar ese día y regresó antes. A pesar de saberlo, siempre le tuve miedo a aquel sonido, ese miedo inexplicable que sólo existe en los recuerdos infantiles, esos que me asaltan muy de tarde en tarde y que, como ahora, me inundan el corazón de nostalgia por un territorio que ya no existe, una geografía, pobre pero honrada, que sólo pervive en mi memoria.



15 noviembre, 2011

Dos años más tarde


La luz brillante de la tarde de octubre se refleja en los campos, se vuelve intensa, dorada, conforme se acerca la puesta de sol. El paisaje desfila a gran velocidad en la ventanilla del tren que me lleva al sur. Se van sucediendo las huertas, los campos yermos, los encinares, las llanuras donde ya no está el cereal y la primera oscuridad de la noche refleja mi cara en el cristal. Detrás un paisaje, ya borroso, empieza a confundirse con la anochecida. Dos octubres más tarde regreso de nuevo. Esta vez no voy a que me expliquen las historias que quiero contar en mi novela, pero los recuerdos empiezan a apelotonarse. Dos años después vuelvo cargado de personajes cuyas vidas fueron desenredándose por sorpresa sin apenas darme cuenta y que fui tomando de prestado, de forma apresurada, en este blog.

Y regresa María, la abuela que no confesó ni frente a un pelotón de fusilamiento y pagó por ello con la cárcel. Y Antonia, su madre, que lo abandonó todo por casarse con un hombre pobre, veinte años mayor, del que se había enamorado. También su abuelo Antonio, el teniente que volvió enfermó de la Guerra de Cuba, el que varias décadas antes se alistó para luchar en la tercera Guerra Carlista para buscar el bienestar de su familia. Y veo a mi madre, cruzando con apenas seis años toda la ciudad de Granada después de que la guardia civil detuviera a la suya entre golpes y patadas. Y a su hermana Resu, con la que compartió aquel tiempo oscuro de internados, adoctrinamiento y hambre. Y a sus tíos Ángeles, Pepe y Concha que, huyendo de la muerte, se la encontraron de cerca en mitad de una desbandada. Y al hermano de éstos, Paco que fusilaron frente a la tapia del cementerio un día antes de que cumpliera veinte años. Y a su padre Pepe, el gañán que le hablaba a los animales y que aquella mañana le llevó una olla de potaje de col que ya nunca llegaría a probar. Y regresa José, mi abuelo casi desconocido por la distancia, que se echó al monte cuando acabó la guerra y luego, en los momentos más difíciles, no supo ser tan valiente ni tan digno. Y los Quero, aquella banda de hermanos que se negaban a rendirse tras la derrota.

También vuelve el teniente de ingenieros, insensible al sufrimiento de la mujer embarazada de seis meses a la que interroga. Y el falangista que se pasea orgulloso por su pueblo después de haberlo sembrado de muerte. Y el enérgico teniente coronel de artillería que tomó la radio de Granada la noche del “glorioso” alzamiento y juzgó a unos pobres desgraciados que no podían defenderse, cuyo único delito era ser las mujeres, los hermanos, las madres de los que han huido a la sierra. Y el general que duda si sumarse al golpe de estado y cuando lo hace es ya tarde para salvar la vida. Y el director de la prisión que frente a las presas alineadas en el patio les dice no es un Ángel, ni un Caballero pero que de León tiene hasta el rabo y que con él van a aprender lo que es la disciplina. Y a la subdirectora, perteneciente a la Sección Femenina, donde le inculcaron los valores del odio, los que un psiquiatra, amigo de los nazis, trata de justificar y un periodista -rencoroso como también lo será su nieto, futuro presidente de un gobierno muy de derechas- tratará de explicar.

Y Arthur, el periodista húngaro que la noche antes de que entrara un enemigo salvaje decidió quedarse en Málaga porque no quería seguir huyendo. Y Sir Peter, el zoólogo británico que le dio cobijo y luego le salvó la vida. Y un fascista, famoso por alquilar el avión con el que se inicio la maldita guerra, que quería matarlo. Y Elisabeta, la rusa idealista que vino para ayudar a la República como traductora y cogió el fusil aquel día que un avión enemigo ametralló a unos niños sobre el asfalto de una carretera repleta de gente que huía. Y un periodista deportivo, reconvertido en corresponsal de guerra, que seguía las noticas a un centenar de kilómetros de distancia. Y su admirado general, que cada noche vomitaba por la radio sus palabras de odio. Y Norman, el médico canadiense que salvó tantas vidas en aquella carretera sembrada de muerte y su ayudante, que pudo fotografiar ese horror y contarnos lo que vio con sus ojos asustados.

Y regresan los versos del poeta que fusilaron en un barranco por decir que la burguesía de Granada era la peor de España. Y su amigo, al que él llamaba el socialista de guante blanco, el ministro republicano que murió exiliado en Nueva York, la ciudad que nunca duerme, el congresista que dio voz, por primera vez en ese estrado, a los pobres del Barranco del Abogado, que querían al menos mandar en su propia hambre. Y Juan, el Presidente que se niega a rendirse por mucho que la derrota sea evidente en los sótanos del castillo donde se reúne con lo que queda de su gobierno. Y a Francesc, otro Presidente que quiso descalzarse frente al pelotón de fusilamiento para pisar su tierra en el momento de la muerte. Y a un independentista cobarde que pretendió llevarle la contraria mientras vivía alejado de las bombas y del sufrimiento de su pueblo. Y a Manuel, un periodista pequeño burgués de corazón republicano, que supo describir como nadie a los extremistas de la guerra y murió de soledad en su exilio de Londres. Y a Gerda la fotógrafa que quiso estar tan cerca que murió bajo un tanque en retirada. Y a Robert, su colega, amante y amigo que guardó sus fotos en una caja que estuvo perdida durante más de setenta años y que cambió el fotoperiodismo para siempre. Y a Antonio, el poeta que murió de tristeza, al poco de cruzar la frontera, recordando una patria que ya no existía, los días azules de su infancia.

Y me conmociona el valor de los antiguos combatiente republicanos, que después de malvivir durante meses en un campo de concentración, abandonaron aquella playa maldita para combatir de nuevo al fascismo con una valentía encomiable, que les llevó a ser los primeros en entrar en París con aquellos tanques que llevaban escritas los nombres de pueblos y ciudades españolas con letras blancas. Y a Stefan, el austríaco sensible que huyó de los nazis y acabó suicidándose cuando pensaba que el mundo no se libraría del yugo de los asesinos. Y a Primo, el judío italiano que tuvo el valor de contarnos el horror del que había sobrevivido tras cruzar toda Europa para regresar a su casa

Vuelve el recuerdo del director de un periódico republicano que murió desangrado en los primeros días de la guerra, después de que un culatazo le incrustara los cristales de sus gafas. Y del coronel cobarde que no supo dirigir sus tropas en mitad de la desbandada. Y del general que murió en la primera línea de combate contra los carlistas; del almirante que, tras intentar evitar sin éxito el suicidio de su flota, se puso al frente de la misma y de otro general muy cruel que inventó los campos de concentración y los llenó de mambises.

Y me vienen a la mente las palabras del periodista inglés, que se alistó en unas milicias troskistas, sin saber ni siquiera cuáles eran sus ideales, porque tenía muy claro que defendiendo a la República defendía al mundo de la amenaza del fascismo.

Un montón de personajes se confunden en la ventanilla del tren mientras la noche cerrada oscurece los campos y sólo se desvanece cuando el vagón pasa a toda velocidad por alguna estación donde nadie espera. Decenas de sufrimientos, de pasiones, de luchas se desvanecen cuando la brisa tibia, casi cálida, de una Málaga otoñal me da la bienvenida.


14 noviembre, 2011

Las medallas el torturador


Cuando hace ahora dos años, entre impaciente y cansado, acabé la investigación histórica que debía arrojar luz a la novela, era consciente que volvería a ella conforme avanzara el proceso de escritura, porque la búsqueda nunca finaliza y todo está abierto hasta el final.

En la segunda escena del primer capítulo aparece un personaje secundario. Como otras muchas cosas, el azar me trajo su existencia. Cuando leí por primera vez el sumario de la causa 595, me sorprendió la frialdad con la que el teniente de ingenieros, que estaba de guardia ese día, reflejaba los dramáticos sucesos relacionados con la detención y posterior tortura de mi abuela.

Esas líneas despiadadas me ayudaron a dibujar un personaje, uno de esos secundarios que aparecen sólo al principio de la historia, de forma breve, pero que adquieren un protagonismo inicial, inesperado, que logra fluir la acción. Pero, después del ímpetu los primeros momentos, el teniente se diluyó en pocos rasgos imprecisos. Mi imaginación lo creyó joven, recién salido de la academia y con ganas de destacar entre sus superiores, todos ellos más zafios, pero con más galones por sus méritos de guerra. Lo veía más bien como un muchacho de clase media empobrecida, probablemente de una pequeña ciudad castellana. Y así se fue diluyendo con el paso del tiempo. Sin duda yo mismo tuve gran parte de culpa. No quiero escribir una novela maniquea. Durante la guerra, la mezquindad no entendió de bandos y, por ello, sin darme cuenta fui indulgente, demasiado benévolo, con ese personaje

El azar volvió a acercármelo hace varias semanas. Estaba reescribiendo la escena con una desesperante falta de habilidad cuando el mar de google volvió a arrojarme una botella en la playa de mi proceso creativo. Las olas me llevaron a una web de condecoraciones militares. El tono de algunos comentarios “el Alcázar nunca se rinde”, indicaban que me adentraba en territorio enemigo para mi sensibilidad. Los visitantes habituales del foro presumían de sus prendas, de los resultados de su caza. Uno de ellos había adquirido recientemente las medallas de un comandante de ingenieros, el hombre que, dieciocho años después de instruir una causa contra mi abuela y una decena de personas, cuyo principal delito había sido ayudar a los hombres que se echaron al monte, pasó a la reserva en Alicante. Como si fuera un trofeo, allí encontré una fotografía de sus galones y medallas. Cinco de esos metales lucían de la pechera de su uniforme la mañana que interrogó a mi abuela María.

El teniente Medina -he decidido intercambiar los apellidos reales de los personajes siniestros de mis textos para no incomodar a nadie- volvió a tomar vida en aquella foto y en su expediente militar, que recibí unas semanas más tarde. A sus cuarenta y un años, haraganeaba en la Granada de posguerra, después de haber servido durante más de veinte en el cuerpo de ingenieros. Con la mayoría de edad, abandonó su pueblo, en la Tierra de Baños extremeña, para alistarse voluntario y marchar a Madrid donde quedó inscrito en un Regimiento de Telégrafos. Allí puso todo su empeño en ascender por el escalafón, pero, pese a varios rápidos ascensos iniciales, en 1.920, cuando estaba a punto de alcanzar los galones de sargento, participó en un altercado que le supuso la inmediata degradación a soldado. Una noche, probablemente de juerga y borrachera, obligó al conductor de un tranvía a cambiar su ruta para acercarle al cuartel.

Meses más tarde, marcha para la Guerra de África con la 1ª Compañía Expedicionaria que organiza el gobierno. Dos años después, recibe su primera condecoración, la Medalla Militar de Marruecos. Envuelta por una corona de laurel, aparece la silueta de Alfonso XII con el casco en punta de los lanceros de la Guardia Real. De su cinta verde cinabrio, irá colgando en los años siguiente los pasadores de Melilla, Tetuán y Larache. Por su participación en el desembarco de Alhucemas se le concede la Cruz de Plata al Mérito Militar con distintivo rojo y el ascenso a suboficial por méritos de guerra. Debía presumir de sus medallas, porque antes había comprado una que no tenía ningún mérito, la del homenaje de los Ayuntamientos a Sus Majestades Alfonso XIII y Victoria Eugenia. Cualquier civil que quisiera pagar diez pesetas podía hacer gala de ella.

Tras la guerra en el Rif su carrera se estanca, pero antes recibe su cuarta condecoración, la Medalla de la Paz de Marruecos. De forma ovalada y enmarcada por dos ramas de olivos sujetadas por un lazo que se unen en una media luna, dibuja un paisaje de ciudad africana, iluminado por el sol con un nimbo radiado entre cuyos rayos se lee la palabra Paz. Sobre ella posa una paloma exenta con las alas abiertas y una rama de olivo en el pico y la corona real. La cinta, de muaré blanco, tiene bordada una estrella de seis puntas y dos franjas con los colores nacionales.

Con la llegada de la República, nuestro personaje se acoge a la llamada Ley Azaña, promulgada para aligerar el obsoleto ejército del exceso de oficiales. Entonces decide retirarse a Granada, ya que se había casado, dos años antes, con Francisca, una granadina. El “Glorioso Alzamiento Nacional” le pilla en la ciudad marroquí de Arcila y, sin dudarlo, se presenta voluntario para servir al nuevo régimen. Al parecer su ardor guerrero ya no es el mismo de antaño y pasa toda la guerra en retaguardia, prestando servicios de vigilancia de la línea telegráfica que iba desde Tánger a la Zona Francesa y como instructor de la Falange en Larache. Por esos servicios recibiría más tarde la Medalla de Campaña con distintivo de retaguardia. Empavonada en negro con el borde y algunas alegorías en dorado, donde aparecen hojas de laurel y robles, figura la Laureada en oro, siendo en negro un sol naciente, en el cuadrante superior que representa a España, en lucha con un dragón con una hoz y un martillo que representa al comunismo. La cinta es con los colores nacionales y borde en negro.





Tras el final de la guerra, causa baja durante dos meses en el ejército, al que reingresa sólo dos meses más tarde para ser ascendido a teniente por antigüedad, un modesto ascenso poco comparable al de algunos colegas que habían medrado con el conflicto bélico. A partir de ese momento, se dedica a esperar su ascenso a capitán, prestando sus servicios como instructor y juez militar en los juzgados de Granada. Es en ese momento cuando su vida se cruza, de forma desgraciada, con la de mi abuela, que, entre golpes y preguntas, debió ver el brillo de aquellas medallas.


Así, el teniente Medina, ese personaje secundario que aparece en una esquina de la historia, y del que su expediente militar destaca “la capacidad para las funciones administrativas, la aptitud para los cargos judiciales” y cuya actividad profesional más distinguida es “la movilización”, va cobrando de nuevo vida y una personalidad compleja, mientras su creador se va olvidando de complejos maniqueos y construye una trama más allá de la verdad, aunque sin engañarla del todo. 


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02 noviembre, 2011

La maleta mejicana 2. Gerda Taro.


En la exposición La maleta mejicana las fotos de Chim, Capa y Taro se solapan, se funden para crear una perspectiva histórica del momento. Durante un tiempo, Taro y Capa incluso firmaron de forma conjunta sus imágenes y, en un primer instante, cuesta distinguir, hasta que no se lee el pie de fotos de los textos de la exposición, quien es su autor. Pero, pasados unos minutos, la mirada empieza a advertir el sello personal que las diferencia. Mientras Chim y sobre todo Capa retratan la guerra, los soldados que avanzan, que se preparan para el combate, que descansan, Taro vas mostrando cada vez más interés por el sufrimiento en la retaguardia, por las personas que tratan de sobrevivir en la cotidianeidad del conflicto.

Taro y Capa llegaron a Barcelona en agosto de 1.936, tan sólo un mes más tarde del inicio de la contienda. Más tarde se trasladan a Madrid, donde toman los primeros negativos, que luego se guardarían en “la maleta mejicana”. Vemos las ruinas de la capital en mitad del invierno, los edificios destruidos por los bombardeos, las calles vacías, llenas de escombros, por las que apenas caminan algunas siluetas que recogen leña en mitad del desastre, Días después, Gerda se fija en los soldados republicanos del frente del Jarama después de la batalla, hombres que miran a la cámara, que en su mirada expresan el cansancio de la lucha y el frío de la sierra. Luego viaja hasta Valencia y allí se centra en el reclutamiento del nuevo Ejército Popular. Tras la caída de Málaga y la posterior desbandada republicana, el gobierno ha impulsado importantes cambios, las milicias tan llenas de valentía e idealismo como carentes de disciplina, se han mostrado incapaces para ganar la guerra. A través de la cámara de Taro vemos tropas que se alinean en la plaza de toros con sus uniformes nuevos, recién estrenados, que tratan de recordarnos al formalismo de los soviéticos, pero los rostros serios, marcados, acaban distendiéndose, comiendo bocadillos sentados en las graderías de la plaza. Durante los días posteriores fotografía la vida cotidiana de la ciudad y le dedica una serie de negativos a La Pasionaria, pero no vemos a la líder vehemente de los mítines, sino a una mujer enlutada, distendida que charla con dos amigos. Tras viajar al frente de Córdoba, donde es testigo del movimiento de las tropas, regresa a Valencia. La ciudad está abarrotada de refugiados que han huido de otros lugares y los fascistas bombardean sin piedad a la población civil. Se centra entonces en el sufrimiento de la gente desde una cercanía que emociona, que no deja indiferente. De las penumbras del interior de la morgue aparecen los cuerpos ensangrentados de mujeres y niños, inmóviles sobre el frío mármol blanco, rostros de cadáveres que sacuden las conciencias. Pero las imágenes más inquietantes la consigue en el exterior, apilado junto a una reja, un gentío, formado en su mayoría por mujeres, espera. Sus rostros inquietos, nerviosos, ansían saber si son algunos de sus seres queridos los que están dentro, en el depósito de cadáveres. La cámara se va acercando a la multitud y, rodeada de otras caras, vemos a una mujer morena que se gira y nos está mirando. En sus ojos se ve la angustia de todo un país.



Las idas y venidas desde Valencia, donde está la sede provisional del gobierno, y el frente de Córdoba se suceden. Vemos a los campesinos y a los soldados anónimos que siegan los campos, tratando de que la vida continúe a pesar de las batallas. También retrata a los escritores famosos que asisten al Congreso Internacional por la defensa de la cultura, André Malraux, Tristan Tzara, Ilya Ehrenburg. Se traslada luego a Madrid y para ella posan Rafael Alberti y María Teresa León, también rostros que miran al cielo buscando los bombarderos.

A principios de verano, el ejército republicano trata de reducir la asfixiante presión del enemigo sobre Madrid y lanza una ofensiva en Brunete, a una treintena de kilómetros de la capital. Gerda va hasta allí en diversas ocasiones. Tras unos días en Paris, regresa de inmediato, pero en sólo unas semanas la situación ha cambiado y el contrataque nacional provoca la huida de los soldados republicanos. Vemos sus muecas de dolor, retirados en camillas. Taro sigue la acción desde muy cerca, tanto que le ocasiona la muerte. Un avión enemigo en vuelo rasante descargó su metralla, provocando retirada desordenada en la que un tanque golpeó el coche donde ella viajab. Tomaba fotos desde el estribo y cayó,  la oruga del carro de combate le pasó por encima. Horas más tarde, el 25 de Julio, moría en un hospital de campaña cercano a El Escorial. Su brillante carrera como fotoperiodista se truncaba de repente a los pocos meses de haberse iniciado, pero sus fotos quedaban para siempre. 

Robert Capa recogió sus negativos y, después de la guerra, los guardó en tres cajas, junto a sus suyos y a los de Chim. Confundidos entre ellos aparecen las fotos que le había tomado a su amada mientras dormía, de las que hablé en la entrada anterior de este blog, y las fotos que un amigo común, Stein, le había tomado en París antes de la guerra. En ellas Gerda aparece sonriente, rodeada de amigos, bromeando. Vemos a una mujer joven, alegre, muy atractiva que fuma o escribe a máquina, que le dedica a la cámara una mirada seductora. Para Capa debían tener un gran significado emocional, por eso quiso guardarlas junto al resto de negativos que habían tomado en España, quería salvarlos antes de que los nazis entraran en París. Ocho décadas después Gerda sigue mirándonos, seduciéndonos. Su historia, sus fotografías, su fama quedaron eclipsadas, olvidadas, hasta que hace apenas unos años fue redescubierta y conocimos a la fotógrafa audaz, valiente.



Capa decía que si una foto no es buena es porque no estabas suficientemente cerca. Las de Gerda son magníficas porque supo acercarse como nadie al interior de los que sufren en la retaguardia y a los que oyen el sonido de las balas en el frente de batalla. La última serie que nos dejó se inicia con escenas tranquilas en las que se ven árboles, un grupo de caballería que cruza un río, luego las imágenes se vuelven borrosas, se aprecian soldados corriendo, y varios negativos de un camión en llamas en mitad de un ataque, la serie acaba ahí. Durante años los cazadores de tesoros han rastreado los campos de Brunete con detectores de metales buscando la Leica perdida de Taro, la que tal vez contenga sus últimas fotos antes de que cayera del vehículo. Las que vi en una exposición hace unos días estuvieron pérdidas durante más de setenta años, quizá en el futuro aparezcan mas fotos de la fotógrafa que no tuvo miedo a estar muy cerca para enseñarnos el sufrimiento de la guerra.