27 noviembre, 2011

La geografía de mi infancia


Es treinta y uno de octubre en un tren que me aleja de Málaga. Atrás han quedado las huertas del Valle del Guadalhorce, los pueblos blancos sobre las lomas suaves, rodeados de frutales,  también los olivares, que se alinean interminables sobre las colinas cordobesas y las dehesas de encinares antiguos entre los que el ganado campa tranquilo. La noche se borra difusa en la ventana, avanza deprisa como el vagón cafetería que empieza a dejar ya muy atrás la ciudad de mi infancia, a la que no sé cuánto tiempo tardaré en volver. Esta vez mis padres viajan conmigo, se mudan, se marchan para siempre a unos paisajes menos cálidos y lejos queda la cuna donde estuvo mi origen, vacía sin casa, sin cama propia a la que regresar.

En el vaivén del vagón bailan los recuerdos. Hace dos días no pude evitarlo. Al caminar por las calles de mi infancia, el corazón me atracó armado de una nostalgia pegajosa, de una emoción, ahogada por décadas de distancia, que apenas necesitó un segundo, girar una esquina, para volver del pasado como si nunca se hubiera ido. Allí seguía, diferente, la diminuta calle Dos Hermanas, rota por la mitad desde que derribaron mi casa. Han construido un pequeño parque infantil de columpios modernos en el lugar del viejo descampado, el que entonces me parecía enorme y ahora compruebo que, también en esto, nos engañó la niñez con sus dimensiones tramposas y sus sueños incompletos, que se quedaron a medias. Y de repente lo veo, al niño callado que escogieron el último porque era el más tímido, el más chico, el mismo que, por esos azares tan extraños que a veces tiene la vida, acertó a meter el pie, de forma fortuita, entre un bosque de piernas. Y veo aquella pelota, creo que roja, entrando entre dos pequeñas montículos, construidos a base de piedras y jerséis, que delimitaban una portería imaginaria. Aquel fue el primer gol de mi vida, en un solar triste en el que esa tarde, posiblemente de finales de verano, los coches decidieron no aparcar y dejarnos un terreno para nuestros juegos.




Cerca, la calle Huerto Monjas es hoy una sucesión de casas derribadas. El convento de las carmelitas sigue en pie. Lo habitan trece ancianas, que esta mañana salieron a medias de la clausura para despedirse de mi madre a través de una reja. Allí estaban todas felices oyendo los poemas que María aprendió en un convento de la provincia de Jaén donde tomó los hábitos en su juuventud, donde la internaron de niña mientras mi abuela María malvivía en una cárcel franquista.

Apenas a un centenar de pasos, el cruce del Molinillo está vacío en la tarde del domingo. Entonces los puestos ambulantes extendían por las callejuelas cercanas la fruta, la verdura, las telas, los huevos. Allí, un día, ahora la imagino de invierno, vi por primera vez a un hombre vestido y sobre todo peinado de mujer. Vendía cupones para una rifa de sábanas y saludó a mi abuela María con ese afecto de los que se conocen de antiguo. Ella luego no supo explicarme, a mis quizás cinco años, las razones de ese travestismo. El Mercado de Salamanca hace tiempo que malvive, al igual que el resto del barrio, indiferente a la apatía de décadas de menosprecio por parte de sucesivos consistorios municipales para los que la zona debe ser invisible, pese a estar a cinco minutos caminando del centro. Abandonado por todos, dormita en un sueño que parece una pesadilla. Ya nadie recuerda que sus arcos neo árabes simularon un zoco argelino en una película -Mando perdido- que interpretaron Claudia Cardinale y Anthony Quinn poco antes de que yo naciera. Cuando era niño aún se recordaba el rodaje con la Cardinale que, según decían, llegó radiante en un coche enorme y negro.




Al principio de la calle Ollerías cerraron los bares, la zapatería de la esquina, la tienda de ultramarinos –aunque por aquel entonces los productos que vendían ya no llegaban del otro lado del mar-, la droguería, donde los dependientes vestían una bata azul, y hasta una tienda de juguetes de la que ahora ya comienzo a tener dudas sobre su existencia real. Sólo queda la panadería en la que siempre hacía cola, mientras me distraía mirando los dulces del mostrador -la palabra pastel aún no existía en mi vocabulario infantil-. Tampoco la tienda de los chinos, con su mercancía tan barata como inútil, que ocupa el espacio donde antiguamente había tres tiendas.

Algunas casas han ido cayendo, han dado paso a descampados llenos de escombros donde crece la basura y los ailantos, esos arbustos que aprovechan el menor hueco para invadirlo de tristeza. Los vecinos han ido marchando, envejeciendo, las familias de trabajadores modestos, de obreros humildes ya no viven allí. Sólo quedan las viudas ancianas que no pudieron o no quisieron marcharse y esa chusma gritona, ociosa, que nunca trabaja y desparrama hoy su mala educación por el barrio.

Sigo caminando hasta la esquina con la calle Alderete. Allí estaba la cafetería Maripepe, siempre llena de tenderos, de repartidores, de vecinas que compartían la tostada, la alegría y el café con leche. Al pasar por aquella puerta, mis ojos miraban con envidia a los que desayunaban entre risas y palabras que sonaban desde lejos. A mí aquellas tostadas con mantequilla me parecían más deliciosas que el pobre bocadillo que me daban en mi casa simplemente porque era un espacio prohibido, donde nunca había entrado. En aquellos tiempos de estrecheces, para nosotros era casi imposible desayunar en un bar. La esquina del Maripepe ya no existe, el bar tampoco. Ampliaron la calle estrecha y desparecieron las tostadas. A unos cincuenta metros sobrevive “Los leones chicos”, su competencia, que siempre fue menos más popular. Decían que era más caro. Los grandes ventanales sobreviven ahora disfrazados de pequeñas ventanas, a través de las que se ve un camarero que mira con aburrimiento a un par de clientes.

La churrería de Gregorio cerró hace décadas. El edificio tapiado espera las fauces de las excavadoras. En el suelo frío de aquel portal le dejaban dormir por las noches a una viuda de la guerra. Se llamaba Dolores y era mi abuela. A mi padre le llamaban “Pepe aguas” porque el único oficio que les quedó fue ponerse en la entrada del Cine Duque con un par de botijos y unos cartones de tabaco y vivir de las propinas escasas y la mucha hambre que aquellas mercancías tan sencillas les dejaban. La que han restaurado es la Capilla de La Piedad, la que sacaba mi tío Fali en la procesión del Viernes Santo.

El tren atraviesa las anchas autopistas que se acercan a Madrid cuando me viene a la mente la Cuesta de Capuchinos. Lo niños la bajaban con aquellos vehículos que construían con tres cojinetes y cuatro tablas. En aquella época la pendiente me parecía enorme, se precipitaba desde la iglesia de la Virgen de la Pastora, la que procesionaban en Mayo. En lo alto de la cuesta se acababa el territorio de mi niñez, que se reducía apenas a una docena de calles y a un par de plazas donde transcurría todo en la vida. Antes de llegar a la cuesta se encontraba la fábrica de conservas de pescado, en la que había trabajado mi abuela Dolores, ya en los sesenta, y el portal mugriento, en el que se cambiaban tebeos viejos y novelas de oeste llenas de polvo, las que escribían en Barcelona antiguos escritores republicanos represaliados a los que el franquismo trató de negarles un futuro. Me llevaba mi abuelo a escondidas porque a mi madre no le gustaba aquella trapería que, según ella, estaba llena de chinches.

Esta vez no quise pasear por la antigua calle Cauce “el Cau”, que ya ni siquiera conserva el nombre, ahora la llaman Juan de la Encina. Allí se encontraba la corrala donde mis padres primero fueron vecinos y luego novios. Esos conjuntos laberínticos de viviendas se agrupaban en torno a un patio lleno de sábanas colgadas a secar y un lavabo comunitario, que consistía en un agujero en el suelo que tapaba una puerta de madera. Cada hogar se componía de una o dos habitaciones sin cocina, en las que se apilaban familias numerosas. Hoy forman parte de un pasado muy remoto, como el grumo de las natillas que se pegaban a la olla de mi abuela y otros lugares que se perdieron en una esquina olvidada de mi infancia.

El primer parvulario, que estaba en la bajada de la calle Dos Aceras, del que guardo el que creo es mi primer recuerdo: la riña de la “seño” por no saberme limpiar bien el culo y aquellas dos mellizas, muy cabezonas, que me miraban mientras reían y cuyas caras creí ver muchos años más tarde en los rostros de algunos de los enanos pintados en las Meninas.

Mi primera escuela fue la de San Pedro y San Rafael. Ahora sé que también en ella estudió Picasso. Se levantaba en la Plaza San Francisco. Aún queda la fuente de Pomona, la diosa romana de la fruta, esculpida en mármol de Carrara. Sobre el solar en el que se levantaba la escuela construyeron lo único que parece importarle al actual Ayuntamiento. En la Málaga que se cae a trozos florecen, al calor de los consistorios conservadores, las casas de hermandad, esos edificios postizos, horribles, con campanarios simulados y portones gigantescos, donde hoy se construyen los pasos que posesionan en Semana Santa. A mí me gustaban más aquellos entoldados, levantados al aire libre, junto a las tapias de las iglesias, que dejaban infinidad de rendijas a través de las cuales, al llegar la primavera se podía ver el avance la construcción de los tronos.

Muchos de los edificios que recuerdo ya no existen. Tampoco mi casa. Era pequeña, pero tenía dos pisos y una escalera que a mí me parecía inmensa en aquella época. Arriba, un pasillo oscuro llevaba a las dos únicas habitaciones. El suelo alineaba azulejos blancos y negros, como un damero sin fichas. A mitad del pasillo, justo a la altura de la puerta de mi habitación había uno roto que bailaba. Yo siempre evitaba pisarlo para no escuchar el ruido seco que tanto miedo me daba, un miedo injustificable que duró mucho tiempo desde que pasó lo de aquella mañana.

Era invierno, hacía frío y llovía. Bajo el calor de las mantas se oía el sonido de la lluvia golpeando los postigos cerrados. Mi padre entonces trabajaba y se marchaba muy temprano. Un poco más tarde lo hacía mi madre, que madrugaba los días alternos para fregar en una funeraria. Esos días yo me quedaba solo y cada noche, en las oraciones que entonces rezaba, pedía despertarme tarde, cuando mi madre ya hubiera llegado, justo a tiempo para ayudarme a vestirme y darme el desayuno antes de ir al colegio. Aquella madrugada oí pasos caminando por el pasillo. Al principio pensé que sólo eran imaginaciones mías, pero cuando un pie pisó el azulejo roto, un estruendo de pánico rompió el silencio y yo me escondí, todo lo que pude, bajo las mantas. Unos días más tarde mi madre me contó que, por un motivo que ya no recuerdo, no pudo trabajar ese día y regresó antes. A pesar de saberlo, siempre le tuve miedo a aquel sonido, ese miedo inexplicable que sólo existe en los recuerdos infantiles, esos que me asaltan muy de tarde en tarde y que, como ahora, me inundan el corazón de nostalgia por un territorio que ya no existe, una geografía, pobre pero honrada, que sólo pervive en mi memoria.



4 comentarios:

  1. no creí me sentiria con tanta nostalgia al leer tu articulo, yo naci y me crie en el "cau", hasta los
    20 años aproximadamente, mi familia nacieron y vivieron
    alli tambien, por casualidad, buscando alguna nota del
    colegio donde curse mis estudios hasta los 11 años ya
    que por falta de recursos empece a trabajar a los 13 años.
    me he encontrado con tu pagina.este colegio era un colegio
    "particular" asi recuerdo como se llamaba en aquella epoca los colegios privados.
    estaba a mitad de la calle alderete, y la propietaria
    la srta. carmen
    yo estudie alli, ya que mi tia era la chica que trabajaba en la casa, era un piso con dos habitaciones habilitadas para dar clases, asi me he encontrado
    con tu pagina.
    no se si en la epoca que comentas ese hombre al que te
    refieres vestido de mujer, ha sido y es un personaje
    de tv y alguna que otra pelicula, me confirma mi mujer
    que se dedicaba a este tipo de rifas,no te comento quien es por salvaguardar su intimidad.
    un saludo y gracias por hacerme recordar algunos momentos buenos y tambien muy malos de mi vida.

    ResponderEliminar
  2. Anónimo: Mis padres eran vecinos de la calle Cauce nº 43. Allí se conocieron y vivieron muchos años con mis abuelas. El hombre travestido, si vive,debe tener casi noventa años. Recuerdo que era vecino del barrio y era conocido por casi todos, que aceptaban, en su mayoría, sin problemas su condición sexual. Yo escribí el artículo con mucho cariño por aquella época, me alegro de que también te haya transmitido nostalgia.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. buenas tardes jose maria:
      pues no era ese señor al que yo me referia, lo siento, ahora no recuerdo de quién se pudiera tratar,
      yo viví en el núm. 27, era casi en el centro de la calle, donde pusieron la primera cabina y unica créo, de telefono.yo nací en el año 52, y te comento alguna anécdota, por ejemplo la primera vez que visite
      un cuarto de baño para pegarme una ducha.fué en la subida hacia capuchinos, un pequeño hostal que mediante una cantidad pequeña, por supuesto, te dejaban duchar. acostumbrado a ese barreño de cinz y
      agua caliente en una olla para luego poder echarte el agua con una regadera.ese dia fui muy feliz, sin pensar en lo pobre que eramos.tambien recuerdo muy cerca de donde tu vivias, una peluqueria, llamada ciriaco, era el nombre de su propietario, un personaje.muchas gracias por tu publicacion.y hasta otra si tu quieres.

      Eliminar
    2. La historia de tu primer baño me parece preciosa. Demuestra que, a pesar de los años pasados, no has olvidado aquel pequeño detalle. Mis padres cuentan otras parecidas de un tiempo que ahora nos parece remoto y que nos recuerdan la pobreza de esos años. Yo recuerdo de niño las "casas de vecinos" de la calle Cauce, cuando iba a visitar a mi abuela Dolores. En muchos casos la vivienda la formaba una sola habitación o dos como mucho, donde a veces se apretaban varios de familia. Recuerdo el olor de la colada cuando tendían las sábanas en el patio común, colgadas de una simple cuerda. Un abrazo.

      Eliminar