02 noviembre, 2011

La maleta mejicana 2. Gerda Taro.


En la exposición La maleta mejicana las fotos de Chim, Capa y Taro se solapan, se funden para crear una perspectiva histórica del momento. Durante un tiempo, Taro y Capa incluso firmaron de forma conjunta sus imágenes y, en un primer instante, cuesta distinguir, hasta que no se lee el pie de fotos de los textos de la exposición, quien es su autor. Pero, pasados unos minutos, la mirada empieza a advertir el sello personal que las diferencia. Mientras Chim y sobre todo Capa retratan la guerra, los soldados que avanzan, que se preparan para el combate, que descansan, Taro vas mostrando cada vez más interés por el sufrimiento en la retaguardia, por las personas que tratan de sobrevivir en la cotidianeidad del conflicto.

Taro y Capa llegaron a Barcelona en agosto de 1.936, tan sólo un mes más tarde del inicio de la contienda. Más tarde se trasladan a Madrid, donde toman los primeros negativos, que luego se guardarían en “la maleta mejicana”. Vemos las ruinas de la capital en mitad del invierno, los edificios destruidos por los bombardeos, las calles vacías, llenas de escombros, por las que apenas caminan algunas siluetas que recogen leña en mitad del desastre, Días después, Gerda se fija en los soldados republicanos del frente del Jarama después de la batalla, hombres que miran a la cámara, que en su mirada expresan el cansancio de la lucha y el frío de la sierra. Luego viaja hasta Valencia y allí se centra en el reclutamiento del nuevo Ejército Popular. Tras la caída de Málaga y la posterior desbandada republicana, el gobierno ha impulsado importantes cambios, las milicias tan llenas de valentía e idealismo como carentes de disciplina, se han mostrado incapaces para ganar la guerra. A través de la cámara de Taro vemos tropas que se alinean en la plaza de toros con sus uniformes nuevos, recién estrenados, que tratan de recordarnos al formalismo de los soviéticos, pero los rostros serios, marcados, acaban distendiéndose, comiendo bocadillos sentados en las graderías de la plaza. Durante los días posteriores fotografía la vida cotidiana de la ciudad y le dedica una serie de negativos a La Pasionaria, pero no vemos a la líder vehemente de los mítines, sino a una mujer enlutada, distendida que charla con dos amigos. Tras viajar al frente de Córdoba, donde es testigo del movimiento de las tropas, regresa a Valencia. La ciudad está abarrotada de refugiados que han huido de otros lugares y los fascistas bombardean sin piedad a la población civil. Se centra entonces en el sufrimiento de la gente desde una cercanía que emociona, que no deja indiferente. De las penumbras del interior de la morgue aparecen los cuerpos ensangrentados de mujeres y niños, inmóviles sobre el frío mármol blanco, rostros de cadáveres que sacuden las conciencias. Pero las imágenes más inquietantes la consigue en el exterior, apilado junto a una reja, un gentío, formado en su mayoría por mujeres, espera. Sus rostros inquietos, nerviosos, ansían saber si son algunos de sus seres queridos los que están dentro, en el depósito de cadáveres. La cámara se va acercando a la multitud y, rodeada de otras caras, vemos a una mujer morena que se gira y nos está mirando. En sus ojos se ve la angustia de todo un país.



Las idas y venidas desde Valencia, donde está la sede provisional del gobierno, y el frente de Córdoba se suceden. Vemos a los campesinos y a los soldados anónimos que siegan los campos, tratando de que la vida continúe a pesar de las batallas. También retrata a los escritores famosos que asisten al Congreso Internacional por la defensa de la cultura, André Malraux, Tristan Tzara, Ilya Ehrenburg. Se traslada luego a Madrid y para ella posan Rafael Alberti y María Teresa León, también rostros que miran al cielo buscando los bombarderos.

A principios de verano, el ejército republicano trata de reducir la asfixiante presión del enemigo sobre Madrid y lanza una ofensiva en Brunete, a una treintena de kilómetros de la capital. Gerda va hasta allí en diversas ocasiones. Tras unos días en Paris, regresa de inmediato, pero en sólo unas semanas la situación ha cambiado y el contrataque nacional provoca la huida de los soldados republicanos. Vemos sus muecas de dolor, retirados en camillas. Taro sigue la acción desde muy cerca, tanto que le ocasiona la muerte. Un avión enemigo en vuelo rasante descargó su metralla, provocando retirada desordenada en la que un tanque golpeó el coche donde ella viajab. Tomaba fotos desde el estribo y cayó,  la oruga del carro de combate le pasó por encima. Horas más tarde, el 25 de Julio, moría en un hospital de campaña cercano a El Escorial. Su brillante carrera como fotoperiodista se truncaba de repente a los pocos meses de haberse iniciado, pero sus fotos quedaban para siempre. 

Robert Capa recogió sus negativos y, después de la guerra, los guardó en tres cajas, junto a sus suyos y a los de Chim. Confundidos entre ellos aparecen las fotos que le había tomado a su amada mientras dormía, de las que hablé en la entrada anterior de este blog, y las fotos que un amigo común, Stein, le había tomado en París antes de la guerra. En ellas Gerda aparece sonriente, rodeada de amigos, bromeando. Vemos a una mujer joven, alegre, muy atractiva que fuma o escribe a máquina, que le dedica a la cámara una mirada seductora. Para Capa debían tener un gran significado emocional, por eso quiso guardarlas junto al resto de negativos que habían tomado en España, quería salvarlos antes de que los nazis entraran en París. Ocho décadas después Gerda sigue mirándonos, seduciéndonos. Su historia, sus fotografías, su fama quedaron eclipsadas, olvidadas, hasta que hace apenas unos años fue redescubierta y conocimos a la fotógrafa audaz, valiente.



Capa decía que si una foto no es buena es porque no estabas suficientemente cerca. Las de Gerda son magníficas porque supo acercarse como nadie al interior de los que sufren en la retaguardia y a los que oyen el sonido de las balas en el frente de batalla. La última serie que nos dejó se inicia con escenas tranquilas en las que se ven árboles, un grupo de caballería que cruza un río, luego las imágenes se vuelven borrosas, se aprecian soldados corriendo, y varios negativos de un camión en llamas en mitad de un ataque, la serie acaba ahí. Durante años los cazadores de tesoros han rastreado los campos de Brunete con detectores de metales buscando la Leica perdida de Taro, la que tal vez contenga sus últimas fotos antes de que cayera del vehículo. Las que vi en una exposición hace unos días estuvieron pérdidas durante más de setenta años, quizá en el futuro aparezcan mas fotos de la fotógrafa que no tuvo miedo a estar muy cerca para enseñarnos el sufrimiento de la guerra.

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