18 octubre, 2012

El puente sobre el río Guadalfeo


Madrugada del 10 de febrero de 1.937. Han pasado ya tres días desde que Málaga cayera en manos del enemigo y, durante ese tiempo, decenas de miles de personas, en su mayoría ancianos, mujeres y niños, han caminado en desbandada por la carretera de Almería a lo largo de más de ochenta kilómetros. Huyen de las tropas italianas que les persiguen, de los aviones alemanes que les ametrallan desde el cielo, de los cruceros que se acercan a la costa para bombardearles sin piedad. Muchos han muerto por el camino y la huida se ha acabado para los que se quedaron atrás, víctimas del hambre y del cansancio, y fueron alcanzados por los primeros soldados de Franco.

No sólo huyen de la ciudad de Málaga, también de los pueblos de la provincia y del sur de Granada. Los que han dejado atrás Vélez, Nerja y Almuñécar se encuentran con el último obstáculo. Antes de llegar a Motril, donde se está organizando una resistencia tan débil que también caerá horas más tarde, se encuentran con un río desbordado: el Guadalfeo baja embravecido por las lluvias de los últimos días. Los rumores hablan de que la aviación nacional ha bombardeado alguna presa provocando la avalancha. El puente fue destruido hace horas. Intentaron improvisar un paso con maderas, pero los aviones regresaron para destrozarlo.

Algunos fugitivos no saben nadar y la mayoría están demasiado débiles, sólo han comido la caña de azúcar que han ido encontrando por los sembrados a lo largo del camino. El agua ya ha arrastrado a decenas de personas que intentaron cruzar a nado y muchos han decidido sentarse a esperar la llegada inminente del enemigo.

Según he podido contrastar en los documentos que, de forma casi milagrosa, han ido apareciendo durante la investigación histórica de mi novela, mi abuelo compartió con ellos buena parte del recorrido. Es probable que esa noche estuviera lejos del lugar, que hubiera cruzado el puente unos días antes, cuando aún estaba en pie. O quizá lo hizo en el último momento. Eso ya no podré saberlo nunca.

Conforme avanzaba la investigación, también aumentaba mi perplejidad ante el sufrimiento innecesario que se produjo en la carretera y la crueldad de las tropas nacionales, también mi admiración por las personas que lo vivieron. No pude resistirme a recoger esos hechos dentro de mi historia, sobre todo cuando confirmé que mis abuelos, mis tíos y mi madre, que apenas tenía una año, habían formado parte de ella. Quise rendirles un pequeño homenaje a los que encontraron la muerte en el Guadalfeo. A fin de cuentas, un novelista se mueve en el terreno de la ficción no está obligado a contar la verdad. Las historias que viven sus personajes deben ser reales, no verdaderas y la realidad es algo que se construye con sentimientos. Es real lo que hace sentir al lector y le emociona y hay verdades que le dejan indiferente.

Antes de empezar a escribir la escena me documenté todo lo que pude, leí los relatos de los supervivientes, encontré mapas que me ayudaron a conocer el lugar, fotografías actuales y traté de arrancar el motor de mi imaginación, pero, como me ocurre casi siempre, estaba gripado. Tenía más preguntas que respuestas ¿Cómo sería el puente? ¿Y el cauce del río? ¿Qué distancia habría hasta la otra orilla? ¿Cómo sería el paisaje?


Con el puente destruido hace setenta y cinco años, el entorno totalmente cambiado y la mayoría de los testimonios silenciados, tenía que exprimir mi imaginación, pero de nuevo aparecieron sorpresas. Cuando el segundo borrador de la escena estaba a medias, deshilachado y carente de ritmo, encontré en internet una fotografía de principios del siglo pasado en la que se veía el puente, los planos de su construcción, sus medidas. Había sido construido en 1.856 cuando construyeron la carretera que unía Granada con Motril. Tenía 110 metros de longitud, divididos en  cinco arcos de 16 metros de diámetro, que se levantaban gracias a cuatro pilas que le daban una altura de más de veinte metros. Era de piedra y mampostería. El cauce solía discurrir bajo los cuatro arcos de la izquierda, tras salvar una pequeña colina en la margen derecha. Hacia el norte las últimas estribaciones de la Sierra de Lújar lo encajonaban entre barrancos y más adelante se abría en una amplia rambla que desembocaba en el mar sólo unos kilómetros después.



Y a partir de la realidad, la imaginación comenzó a volar. Estoy acabando de pintar los detalles del cuarto borrador de la escena y todavía continúa sin gustarme. Ahora sólo espero no traicionar la memoria de los que murieron en ese lugar y estar a la altura de su memoria. Si algún día acabo de escribir la novela, los azares del destino le permiten ver la luz y hay lectores que llegan a leerla, me gustaría que sientan algo en su corazón. No será parecido al sufrimiento enorme de los protagonistas, ni al mío a la hora de intentar describirlo, pero una buena novela es una fuente de sentimientos compartidos y eso es lo que me gustaría que ocurriera.

Nota.- Hay músicas maravillosas que me ayudan a encontrar el sentimiento necesario para escribir. En las escenas nocturnas que se llenan de tristeza o de melancolía me ayudan dos sonatas con el mismo nombre: Claro de luna. Casi me gusta más la de Debussy que la de Beethoven, el ritmo de lo que he escrito en las últimas semanas le debe mucho a las partituras de piano de los músicos modernistas. Las dejo aquí para los que queráis oírlas.







No hay comentarios:

Publicar un comentario