03 julio, 2013

Monte Muro

El azar caprichoso ha aparecido ya varias veces en la historia de mi novela: Monte Muro, 27 de Junio, 6:30 de la tarde. En el mismo lugar y a la misma hora en el que General Concha caía por un disparo, yo miro la colina que sube al viejo caserío de Muro, pero hoy, a diferencia de aquel atardecer, el sol resplandece en el cielo y sólo se escucha el sonido del viento entre las hojas.


Hace ciento treinta y nueve años los campos estaban embarrados por la tormenta y en la ladera habían quedado los cuerpos de los soldados liberales, muertos en su intento por tomar la cima.
Durante los días 25, 26 y 27 de junio de 1.874, las tropas liberales, al mando del General Gutiérrez de la Concha, lucharon contra los carlistas que defendían las colinas que rodean Estella, la capital del Pretendiente don Carlos. Sólo habían pasado tres meses desde el desastre de San Pedro de Abanto y el tatarabuelo Antonio volvía a encontrarse en un infierno parecido. Llevaban ya varios días sin comer: los convoyes que debían traer las provisiones se habían perdido en mitad de la tormenta. La lluvia caía sin cesar, llenando de agua las trincheras y de barro los campos donde se combatía con fiereza. Otra vez tres días de batalla, otra colina que tomar a golpe de bayoneta, otra ciudad que liberar para intentar acabar con una estúpida guerra fratricida y nuevamente, en el instante decisivo, el Regimiento de Zamora se encontraba en el peor de los lugares.
El propio Jefe de los Ejércitos, viendo las dificultades en las que se encontraban sus soldados, galopó hasta la primera línea de combate para intentar tomar la colina que subía al caserío de Muro antes de que anocheciera. Era otra misión imposible: no podía alcanzar el objetivo con los recursos que contaba. En vista de ello, decidió retroceder para esperar al día siguiente, pero una bala perdida le costó la vida al General Concha. En menos de cuatro meses de vida militar, el tatarabuelo Antonio vivía una segunda derrota cruenta.
Otra vez oigo el silencio, el rumor del viento rozando la colina, la quietud de los edificios imponentes que aún se alzan desafiando al tiempo, la belleza de los campos al atardecer del comienzo del verano. Otra vez el lugar decenas de veces imaginado toma cuerpo ante mis ojos.


También esta batalla quedo resguardada del olvido por una novela: Benito Pérez Galdós nos la describe en uno de sus Episodios Nacionales, en concreto en el volumen De Cartago a Sagunto:
“El General Concha dio a sus edecanes breves y fulminantes órdenes. Éstos las transmitieron con la velocidad del rayo al Brigadier Blanco y al General Reyes. Momentos después, las masas de Infantería se lanzaban como avalancha impetuosa en dos columnas, la una contra Murugarren, la otra contra el caserío de Muru. Eran doce los batallones que avanzaban, seis en cada columna. Los carlistas, sólo en Murugarren, tenían catorce batallones.
En lo más recio del combate llegó un aviso del Brigadier Beaumont comunicando que las fuerzas de su mando eran furiosamente atacadas por los facciosos, los cuales habían abandonado sus trincheras para caer contra Abárzuza. Con ayuda de un mal catalejo y por las explicaciones de mi espolique, yo me daba cuenta de estas terribles peripecias. Los doce batallones que avanzaban contra Murugarren y Muru fueron embestidos del mismo modo que la columna Beaumont. El choque fue tremendo, como una pelea de gigantes furiosos. Al cabo, los nuestros retrocedieron, acuchillados a la bayoneta.
Los treinta cañones empleados en la altura escupían a torrentes la mortífera metralla. Concha, con gesto de rabia y ronco acento imperioso, daba órdenes y más órdenes. La formidable Artillería logró al fin contener el ímpetu de los valientes realistas, obligándolos a buscar el refugio de sus trincheras. Por segunda vez treparon nuestros soldados con increíble arrojo por las fragosidades de Murugarren y Muru, y de nuevo fueron atajados en su avance. Descompuestos retrocedieron hasta la carretera. Pero los cañones, vomitando fuego, pusieron nuevamente a raya a los bravos batallones de don Carlos. En tanto, hacia Zurucuáin y por las líneas Villatuerta-Arandigoyen y Murillo-Grocín, oíamos fuerte tiroteo. Eran las columnas allí destacadas, que entretenían a una parte de la legión absolutista hasta que se les ordenase realizar acción más decisiva.
Atento a los incidentes de la lucha, el General en Jefe ordenó que las columnas de Reyes, Blanco y Beaumont se concentraran en una sola. La concentración tardó en efectuarse por estar harto diseminadas estas fuerzas. Pasaba el tiempo, caía la tarde, la artillería empezaba a sentir escasez de municiones, apuntaban en nuestro Ejército síntomas de desaliento, y el combate seguía sin resultado práctico.


Cansado de esperar a los batallones del General Reyes, se decidió Concha a intentar el esfuerzo supremo. Dejó los tres Regimientos de Caballería en la altura donde estaban emplazados los cañones, para que protegiesen esta posición y aseguraran el flanco derecho. Llevose consigo los dos batallones de Infantería y con ellos se unió a los diez y ocho que acababan de reconcentrarse. Al frente de estas fuerzas se lanzó al asalto, cuando ya el sol, enrojeciendo las nubes de Occidente, se hundía en el horizonte. Arreció el combate con creciente furia. Las tropas de Reyes no llegaban. Concha enviábale de continuo órdenes apremiantes para que acudiera pronto en apoyo de sus movimientos. Y decidido a jugar el todo por el todo, ascendió al frente de sus tropas hacia las trincheras carlistas."

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