31 octubre, 2013

Réquiem por un campesino español

Leí Réquiem por un campesino español cuando tenía catorce años. En la página inicial del libro aparece escrito mi nombre con la caligrafía que tenía al principio de mi adolescencia, tan parecida, pero a la vez tan distinta a la de hoy. El tiempo ha pasado por esa letra cuidadosamente escrita y ha oscurecido el color del papel, que ahora tiene el tono sepia de los recuerdos muy antiguos, los recuerdos que me transportan a aquel primer curso en el instituto, a la clase que estaba al fondo del largo pasillo, a los enormes ventanales que daban al patio y el olor de tiza que había junto a la pizarra.

Ésa probablemente fue una de las primeras novelas que leí y su lectura vino obligada al formar parte de la materia del curso de lengua y literatura del bachillerato. A lo largo de las páginas encuentro decenas de palabras subrayadas, que entonces pertenecían a un vocabulario desconocido. Hoy, más de treinta años y centenares de novelas después, podría darle significado a la mayoría de aquellas palabras, lo que no ha cambiado en ese tiempo es la impresión que me ha producido al volver a leerla.

A veces regreso con cierto miedo a lecturas que me resultaron arrebatadoras en mi juventud y que ahora, vistas con otra mirada, están muy por debajo que la impresión que guardó mi memoria. Réquiem por un campesino español, en cambio, me sigue pareciendo una gran obra. Ahora que Ramón J. Sender no parece ser un escritor de referencia, semiolvidado en un segundo plano alejado de la actualidad y las modas, creo su lectura es una gran fuente de aprendizaje.



En las últimas décadas se han sucedido los autores, presuntamente innovadores, que pretenden abrir nuevos caminos a la novela con la alabanza de la crítica sesuda de los suplementos literarios de los periódicos. Críticas que hablan de obras construidas como muñecas rusas, historias que encierran en su interior múltiples historias, experimentos formales que alcanzan su mayor gloria en una apoteosis de artificios, estilos barrocos, intransferibles, de una personalidad y un lenguaje únicos, o biografías menores de personajes simples, de una cotidianidad que se alarga sin chispa hasta adormecer el interés del lector. Por mucho que lo he intentando, no he podido acabar una obra de Javier Marías, de Bolaño, de Vila-Matas, de Murakami, de esa “brillante” generación de escritores sesentones ingleses que cuentan hechos insípidos, de los eternamente “enfants terribles” de la narrativa francesa, con Houellebecq a la cabeza. En definitiva, de los novelistas que suelen encabezar las recomendaciones anuales que hacen los críticos literarios.

Me gustan las historias que me producen emociones desde los sentimientos más básicos, las que están bien contadas, las que explican las biografías reales o ficticias de personajes inolvidables, a los que les suceden cosas normales o maravillosas. Las tramas bien construidas que no olvidan la misión fundamental de la ficción: enganchar al lector desde la primera página y hacerle vivir un gozoso disfrute hasta que cierra el libro.

Sender, como Delibes, Marsé, Hemingway o Conrad, entre otros muchos, pone el estilo al servicio de la historia. Un estilo sencillo, directo, sin artificios innecesarios, que se dedica a narrar los hechos sin entrar a enjuiciarlos. Es el lector el que lo hará a través de lo que les sucede a los personajes. Un narrador en tercera persona nos cuenta la vida de un campesino español, fusilado de forma injusta y cruel durante la Guerra Civil, a través de la mirada del cura que lo traiciona, el mismo que lo bautizó, le dio la primera comunión, lo vio hacerse un hombre y lo casó.

Y lo hace con un manejo del tiempo narrativo que ya quisieran para sí los sesudos escritores alabados por la crítica moderna.  Mientras espera inútilmente a que el pueblo acuda al réquiem que va a celebrar por su alma un año después de la muerte, el mosén Millán va repasando la vida de Paco el del Molino. Y en esos minutos, vemos a través de los ojos del sacerdote la evolución del protagonista a lo largo de los casi treinta años de su vida en un pequeño pueblo aragonés de la franja cercana a Cataluña, años que vienen marcados por los trágicos acontecimiento de la Primera República y la Guerra Civil.

Todo transcurre en la iglesia vacía, a la que sólo acabarán acudiendo los tres hombres que le provocaron la muerte, los caciques de la aldea a los que se enfrentó el joven idealista Paco. El contrapunto a la narración del mosén lo encontramos en el romance que va entonando el monaguillo, que recoge la historia popular ya convertida en leyenda, o en las opiniones y comentarios del “carasol”, que, como el coro de las tragedias griegas, se convierte en el eco incómodo que recuerda el drama.




Un drama que el escritor conocía bien: durante los primeros meses de la guerra su esposa fue torturada y ejecutada por negarse a revelar el paradero de su marido –una información que además desconocía- y su hermano, alcalde de Huesca, fue fusilado. Cuentan que Sender arrastró a lo largo su vida el sentimiento de culpa que les queda a los supervivientes, el mismo que siente Mosén Millán mientras recuerda a Paco. Escribió esta obra desde la condena del exilio, desde el desengaño del idealismo traicionado, tanto del anarquismo de su juventud, como del comunismo que abrazó durante el conflicto armado. Y lo hizo además en un plazo sorprendente: en apenas poco más de una semana. El resultado es una novela que cuenta una historia emocionante desde la sencillez más brutal, un libro que me leí en apenas unas horas y que, más de treinta años después de la primera lectura, me produjo el sentimiento del lector gozoso que cierra la última página con la pena que produce el fin de la lectura, con la necesidad imperiosa de encontrar otras historias, de continuar esa magia en otras novelas y de regresar a ellas varias décadas más tardes para volver a disfrutarlas.

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