12 septiembre, 2014

Un ladrillo

Como contaba unas semanas atrás, un buen escritor es el que hace que el lector se sienta inteligente y pueda reconstruir las pistas dispersas que le va dejando para quedar atrapado, sin posibilidad de huida, en la telaraña de la historia. Por el contrario, no hay nada peor que un autor que deja a sus lectores desvalidos y, una y otra vez, los hace sentir estúpidos, incapaces de seguirle en su afán de pasar a la historia como un novelista de altura, uno de ésos a los que una parte de la crítica sesuda los saluda como uno de los mejores novelistas de las últimas décadas -del último siglo he llegado a leer-.

Con palabras similares hablaba hace unos meses en Babelia Ayala Dip de Yo confieso, la última novela de Jaume Cabré. Debería haberme puesto en alerta ante las palabras de este crítico, que siempre se rinde ante los ladrillos insoportables de algunos escritores reconocidos y desguaza sin piedad novelas de autores menos famosos que a mí me parecen muy interesantes.

A veces se trata de un problema de expectativas: uno se acerca a lecturas de las que nada espera y acaba descubriendo un tesoro y en otras el interés previo se desborda hasta un nivel que es muy difícil luego de contentar. La relación de un lector con un libro depende del tiempo exacto y del contexto en el que se lee. Hay novelas que necesitan su momento y preciso y su acercamiento adecuado. Me habían hablado muy bien de Yo confieso. Incluso recuerdo un artículo de hace unos meses que recogía el interés del candidato socialdemócrata alemán a las últimas elecciones europeas, Martin Schulz, por conocer personalmente a Cabré http://bit.ly/1qsB1F0 El político, que había sido librero durante muchos años, había aprovechado una de sus visitas a Barcelona para hablar con uno de sus escritores favoritos.

Lo cierto es que a mí la lectura de Yo confieso solo me ha generado confusión y una enorme insatisfacción. De entrada, tengo un vicio inconfesable: recelo de las novelas que se desbordan hasta casi el millar de páginas. “Al principio te costará seguirlo, pero después de las cien primeras te quedarás atrapado”, me habían dicho. Al final abandoné la lectura con un severo portazo cuando estaba ya había sobrepasado de lejos los tres centenares. En ese espacio -e incluso en mucho menos- hay novelas que quedan para siempre en la memoria y dejan la maravillosa enseñanza de cómo una ficción puede aislarte de la realidad que te rodea. Yo confieso también me ha servido para aprender, pero en este caso lo que no me gustaría hacer: que el ego del escritor esté por encima del interés del lector.

No acabo de acostumbrarme a las tramas en las que el ejercicio formal se convierte en un laberinto que obliga al que la lee a un ejercicio continuo y agotador. Siempre me ha resultado aburrido correr en soledad y así nunca he llegado muy lejos. En cambio, a veces he corrido durante horas cuando me divertía con el deporte que practicaba. En la lectura también es necesario divertirse para seguir adelante y, en la vorágine cotidiana que nos atrapa, el tiempo es un bien muy preciado para perderlo con lecturas que acaban resultando aburridas.

Como lector y aprendiz de escritor, me siento curtido para los saltos de tiempo y de los puntos de vista. Este blog contiene decenas de elogios a novelas que lo practican. También para algunas que contienen centenares de personajes que acaban encajando sus historias en una visión de conjunto mucho más potente y enriquecedora que cada una de las pequeñas historias que lo conforman por separado. Pero los continuos cambios que se producen en mitad de una frase sólo me acaban generando cansancio y perplejidad y la voz narradora, desde la que el protagonista de esta novela nos habla en primera persona para pasar -a veces en el intervalo de pocas palabras- a hablarnos como si fuera otro, desde la tercera persona, me cuesta de seguir. Luego he leído de otros lectores, sin duda mucho más inteligentes que yo, que al parecer es un truco que usa Cabré para transmitirnos que el narrador tiene problemas de desmemoria. Yo aún me preguntó para qué sirve la voz disonante del indio arapahoe y del sheriff Carsson que semejan la conciencia infantil incapaz de entender la realidad a la que debe enfrentarse el protagonista en sus primeros años.

Y si he llegado hasta la mitad del libro es porque considero que Jaume Cabré conoce muy bien su oficio, hasta convertirse en un artesano. Cuando se olvida del vaivén y de los juegos de espejos y se centra en los sentimientos de los personajes puede llegar a ser maravilloso. La historia de un violín único, de la madera con la que estaba construido y de la semilla de la que nació el árbol y todos los avatares que la rodean me parece muy interesante. Me siento atraído por el hombre capaz de sentir los matices que puede ofrecer una madera, del lutier que es capaz de sacrificar el amor por su oficio, del niño que navega aturdido por una infancia llena de objetos maravillosos o del pasado turbio de su padre, un antiguo seminarista que oculta una doble vida. Incluso, yendo más allá, me dejo atrapar por la  intolerancia de inquisidores medievales o de jerarcas nazis, pero cuando los personajes acaban convirtiéndose en atrezzo y se pierden entre las sofística, el sincretismo, los latinajos, la cristología…  y el autor me aplasta con su erudición -el trabajo de investigación de un escritor tiene el riesgo a veces en convertirlo en un erudito de lo concreto que lo aleja de sus lectores- en lugar de empatizar con la novela, siento una gran hostilidad hacia ella, por su recargado amaneramiento que me recuerda al horror vacui del las iglesias barrocas.

No muy lejos de mitad de la novela, me encontré con una escena repetida: dos o tres páginas prácticamente calcadas de otras leídas media hora antes y cuando la discusión de dos jerarcas nazis que pretenden apropiarse del violín me resultó reincidente, me pregunté si se trataba de un error del novelista, al coser los retales de pachtwork en el que para entonces se me había convertido la lectura, o si era otro de sus trucos, decidí que, si iba a tener que estar más pendiente de los caprichos del escritor que de la lectura de la historia, más valía abandonarla de inmediato.

Me temo que Jaume Cabré va a formar parte de mi exquisita y –afortunadamente- muy reducida lista negra de escritores, al mismo nivel que las vanidosas disgresiones de Javier Marías –resulta curioso que ambos, según se dice, tengan más lectores en Alemania que en España- o esas tramas imposibles de Vila Matas, por citar a algunos de los autores más renombrados por los críticos y que más insoportables me resultan.

No hay comentarios:

Publicar un comentario