07 septiembre, 2014

Una cacicada

Hace unos meses, Antonio Muñoz Molina recordaba en su blog algunas de las actividades de las que más orgulloso se sentía en su época de director del Instituto Cervantes de Nueva York y entre ellas destacaba: Cada 23 de abril organizábamos una lectura pública del Quijote y del Tirant y regalábamos una rosa de Sant Jordi a los que asistían. […]  En 2005, en representación de España, trajimos a Quim Monzó, porque me parecía importante resaltar que en mi país había otras lenguas aparte del castellano”

Ha pasado menos de una década y hoy las personas inteligentes que pudieron estar cerca del poder político se encuentran más alejadas que nunca de él. En su lugar sólo encontramos acólitos obedientes a las doctrinas de los mediocres gobernantes, esos que se enfadan cuando le llaman casta, una palabra demasiado benevolente para reflejar su incapacidad reiterada. Se llenan la boca de la palabra que menos practican: diálogo y con sus palabras y actos sólo hacen que retroalimentar desencuentros y alentar a las facciones mas talibanes del nacionalismo de uno y otro lado.

Unos días atrás saltaba a la prensa la cancelación de un acto de presentación de Victus, la novela de Albert Sánchez Piñol sobre los acontecimientos de 1714, que se iba a realizar en el Instituto Cervantes de Utrech. La editora está gestionando hábilmente la noticia que seguramente le reportará más lectores a su representado, pero el hecho en sí es intolerable y vergonzoso y ni siquiera puede entenderse en el clima de falta de empatía y de compresión que muchos se están encargando de extender por intereses políticos. Este acto sólo puede verse como un acto más de censura y despropósito de un gobierno centralista y autoritario y de nada me sirve la excusa peregrina y absurda que ofrece el jefe de gabinete de Rajoy cuando dice que al Presidente le gustó la novela.

A mí no me gustó. Apenas puede hojear un centenar de páginas y me pareció oportunista y comercial y, desde un punto de vista literario, la considero mediocre, entre otras cosas porque la voz narradora y el tono en ningún momento me resultan creíbles para contar la historia. Al calor de conmemoraciones históricas y especialmente cuando hay manifiestos intereses políticos detrás, los poderes y los medios le suelen dar un pábulo inmerecido a obras menores. Hace unos años al calor del bicentenario de la batalla de Trafalgar, Arturo Pérez Reverte escribió una novela infumable, repleta de onomatopeyas y anacronismos. Fue el paso definitivo en el que dejó atrás al magnífico escritor de aventuras –siempre me gustaron sus novelas históricas o su maravillosa Territorio Comanche y hemos tenido que esperar muchos años, hasta que Yolanda Álvarez nos ha contado las vivencias de Gaza, para que en la Televisión española se vean crónicas de guerras como las suyas en los Balcanes-. Con aquella novela dio el paso definitivo para convertirse en el esperpento de cualquier de sus personajes sobrados de testosterona.

A diferencia supuestamente de Rajoy -de este hombre yo no me creo nada- a mi no me gustó Victus, pero la cancelación del acto me parece una cacicada. Más allá del valor literario, hay que reconocerle a Sánchez Piñol un muy loable esfuerzo por buscar ecuanimidad en el rigor histórico de lo que escribe. De hecho, leí entrevistas en la prensa más independentista en las que los periodistas le criticaban que hubiera escrito la novela en castellano y que Rafel de Casanovas apareciera dibujado en ella más cerca del cobarde que fue que del héroe de la patria que se inventaron algunos historiadores para que cada año le lleven ramos de flores. Las respuestas que le leí me parecieron maravillosas y le hicieron ganar mi empatía. Dijo simple y llanamente que trató de ser lo más fiel posible a la realidad de la historia y que, como toda la documentación que leyó durante meses para preparar la novela estaba en castellano, le resultó más fácil pensar su ficción en esa lengua. Los escritores tienen unas manías creadoras que los políticos y los periodistas a su servicio nunca podrán entender.

Son ese tipo de gente los que han vetado a Sánchez Piñol a hablar de su novela, temiendo que de paso exprese sus sentimientos favorables a la independencia de Catalunya. La prohibición sólo ha producido el efecto contrario y ha dado una enorme resonancia a lo que trataban de evitar, la enésima prueba de su estupidez.

¡Qué lejos queda ese sentimiento del que hablaba Muñoz Molina en el Instituto Cervantes de Nueva York!

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