29 octubre, 2015

Literatura para romper el sitio

Por experiencia propia, sé que el proceso de escritura de una primera novela significa adentrarse en un territorio extraño, difícil. Si además se trata de contar la historia de la propia familia, la misión se vuelve casi suicida y es imposible salir de ella indemne. Gabriela Ybarra relata en El comensal una trama dura, marcada por el dolor, la ausencia y la muerte, que te atrapa desde el primer párrafo y no te abandona.

“Cuentan que en mi familia siempre se sienta un comensal de más en cada comida. Es invisible, pero está ahí. Tiene plato, vasos y cubierto.”

Su abuelo, un empresario vasco, representante de la oligarquía relacionada con el franquismo, fue asesinado por ETA en los primeros años de la democracia. El crimen marca el devenir de la familia, una historia de ausencias que se agranda con la muerte por cáncer de la madre de la escritora. Aunque mis ideas políticas posiblemente estén en las antípodas de los personajes –de misal y rosario-, siento inevitable su cercanía, la de una familia que tiene que enfrentarse al drama y a la injusticia y trata de hacerlo con la mayor dignidad posible, sin prejuicios de clase.

En un país de muchos y grandes novelistas, casi nadie se ha enfrentado al tema del terrorismo, un tema que podría dar mucho juego a la hora de construir historias, sentimientos, personajes enfrentados a las circunstancias. Como en otras profesiones –los cocineros por ejemplo- un manto de silencio cómplice ha servido para negarse a hablar del tema, tapar lo que no sé quería que fuera contado. El nacionalismo radical, ése que se cree mejor y por tanto con más derechos que sus vecinos, intenta acallar las voces que se apartan del rebaño y no siguen la bandera.

Ahora sólo me viene a al recuerdo, la magnífica novela de Fernando Aramburu Los años lentos de la que ya hablé en este blog http://bit.ly/1m0yDxK .  Como indignado de la desmemoria histórica, me parece justo luchar por la memoria de todas las víctimas. Gabriela Ybarra narra con una mirada intimista, aterradora y que le ayuda a aceptar a la muerte, unos sucesos que marcan su vida, las vidas de los miembros de su familia que ya nunca pudieron ser como hubieran querido.


Las frases cortas, rápidas, de estilo conciso, fluyen sin pausa al servicio de lo que nos quiere contar, sin renunciar a detalles que podrían parecer menores, pero sin los cuales la narración sería muy diferente: el hervidor de agua que había puesto la asistenta al fuego cuando entraron los terroristas en la casa, las esposas serradas con las que ataron a los familiares, los zapatos  del oncólogo que se me mueven al otro lado de la cortina azul mientras realiza la primera colonoscopia a la madre, el olor de su ropa que la mantiene en el recuerdo después de su muerte…

Un estilo conciso, intimista, efectivo no tiene por qué estar reñido con la poesía de las palabras, con las imágenes que se quedan en la mente del lector -“Las fotos de los tumores parecen galaxias. Al verlas fabulo con el espacio.”-; con ese afán permanente, obsesivo por recrear los detalles más pequeños, la descripción continua de los objetos y los sentimientos, especialmente en las salas de radioterapia de los hospitales o el escenario de Neguri, donde se concentra la flor y nata del abolengo empresarial vasco:

“… a raíz de la construcción de las vías del tren empezaron a mudarse nuevos vecinos y a levantarse palacios junto a la playa, un club de tenis, un campo de tiro de pichón y otro de golf. La época de mayor esplendor duró hasta los años treinta: las familias del barrio se enriquecieron gracias a los altos hornos, los bancos, las minas y las navieras. Cuando murió mi abuelo, a finales de los años setenta, los negocios estaban en franca decadencia. Las fábricas se habían quedado obsoletas, aunque todavía había quien podía vivir de las rentas. Algunos herederos luchaban por enderezar sus imperios, otros pasaban los días vagando por el club de tenis, el club marítimo y el club de golf. En el año en el que yo nací, 1983, una inundación terminó de enterrar la maltrecha industria de Vizcaya. La ría del Nervión, antiguo referente mundial del progreso, era ahora un barrizal repleto de altos hornos desvencijados”

Me gusta está novela porque, a pesar de ser muy dura, logra ser fresca, diferente, porque podemos ver en ella a su autora googleando en los retales de la propia historia que quiere contar, porque se desnuda por completo para mostrarnos todos los sentimientos: la escena en la que se acuesta con el mismo tío sólo para intentar repetir, un año más tarde, la agenda de un día en el que ya es imposible la cita con la madre muerta, me parece desgarradora.

Hace unos días conversaba con una amiga que trabaja en una de las más potentes editoriales del país, responsable de haber descubierto y apostado por nuevas voces que luego se convirtieron en superventas. Me contaba que había leído el borrador final de una primera novela muy buena, pero que, como su autora era una perfecta desconocida, ya se temía la respuesta de los “lumbreras” de su departamento de marketing. El comensal ha sido publicado en la editorial Caballo de Troya, que, aunque pertenece a uno de esos gigantescos sellos multinacionales, publica a perfectos desconocidos.


A veces me cansa la atención que reciben algunos escritores famosos que llevan años y libros repitiéndose más que el ajo. Por eso agradezco la frescura de las voces nuevas. “Para entrar o salir de la ciudad sitiada” es el eslogan de Caballo de Troya. Gabriela Ybarra ha escrito una de esas novelas que se leen rápido y no porque sea relativamente corta (apenas ciento cincuenta páginas que devoré en dos trayectos del cercanías camino de la oficina), sino porque se trata de literatura para romper el sitio, para llevarnos más allá, incluso del dolor, porque, como ella misma aclara en la última frase de su prólogo: “A menudo, imaginar ha sido la única opción que he tenido para comprender”

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16 septiembre, 2015

La descripción de lo inimaginable

Presumir del hartazgo provocado por las novelas que narran nuestra guerra es algo muy español. Hay personas a las que les incomoda el recuerdo, cansadas por las historias desgarradoras. Más allá de la moda, la Guerra Civil española, como todos los momentos convulsos, es un campo ideal para la narrativa. Ya lo dije en otra entrada de este blog: una de las reglas básicas de la novela es que deben suceder acontecimientos que transformen a sus personajes.

La “moda”, como tienden a enfatizarla algunos con desprecio, ha rebasado nuestras fronteras. Si semanas atrás comentaba La abuela civil española, de la argentina Andrea Stefanoni http://bit.ly/1CSOFZ1, hoy quiero hablar del libro No llorar, con el que la novelista Lydie Salvayre ha ganado el último Premio Goncourt, uno de los más prestigiosos de Francia. Ambas ofrecen una mirada diferente: la del recuerdo destilado por el exilio y la lejanía.

Ciertos escritores españoles, al tratar el tema, a veces se acartonan por el miedo de que les tilden de maniqueos. Para evitarlo sólo hay que dejarse llevar por la naturalidad de los hechos pequeños: una conversación oída en una cafetería basta para bajar los hermosos ideales a la tierra sangrienta, basta llamar a las cosas por su nombre: “Facha es una palabra que, pronunciada con la che española, se arroja como un escupitajo. Los fachas en el pueblo, que no son muchos, coinciden  en considerar que: NO HAY MEJOR ROJO QUE UN ROJO MUERTO”.

“Ya estamos otra vez con la típica historia de rojos y fachas” dirán los campeones de la desmemoria. Que digan lo que quieran. “No llorar” es una buena novela. Y no lo es cuando nos relata la historia de George Bernanos, el escritor francés que “se declara monárquico, católico y heredero de las tradiciones” y que, como veremos en una trama paralela de la novela, se desencanta de su apoyo inicial por los nacionales para describir todo el horror de sus asesinatos en su obra Los grandes cementerios bajo la luna. Tampoco es una buena novela cuando nos suelta, de sopetón y casi sin venir a cuento, todo un contexto histórico que puede ser desconocido y necesario para un lector francés, pero que nada aporta en nuestro país. En cambio, es una novela maravillosa cuando se centra en la visión poderosísima de su propia madre. “Sufre trastornos de memoria, y la impronta de todos los acontecimientos que vivió entre la guerra y el momento presente se han borrado para siempre. En cambio conserva totalmente intactos los recuerdos de aquel verano del 36 en que tuvo lugar lo imaginable”.

La descripción de lo inimaginable que hace Lydie Salvayre es un bello ejercicio sobre cómo expresar sentimientos a través de las imágenes y palabras. Curiosamente las palabras toman forma en la grandilocuencia, en los “tópicos efímeros”, en la mente libertaria del hermano de la protagonista: “palabras tan nuevas y audaces que enardecen su ánimo juvenil. Palabras inmensas, palabras rimbombantes, palabras ardientes, palabras sublimes, palabras para un mundo que comienza: revolución, libertad, fraternidad, comunidad, esas palabras que, acentuadas en español en la última sílaba, suenan como un puñetazo en la cara”.

Sólo alguien que no tiene el castellano cómo su primera lengua puede darnos un punto de vista como ése. Sólo alguien que ha escuchado muchas veces una historia maravillosamente contada puede transmitirla con esa fuerza, con la fuerza de los recuerdos de aquel verano que perviven en su madre, la fuerza que fue más allá de los grandes ideales y “la embaucadora propaganda de los comisarios políticos con acento ruso y gafas redondas” y se manifestó a través de las imágenes más sencillas, más naturales y, sin duda, las más poderosas para el recuerdo: “Y todo cuanto vive, los minúsculos eventos que conforman el tejido ordinario de la vida, el agua saliendo del grifo, una cerveza fresca en la terraza de un café, se convierten de pronto en otros tantos prodigios”.

Porque aquel verano del 36 fue el “tiempo de las grandes frases”, el de los crímenes más sanguinarios e impunes, el de las esperanzas arruinadas, pero también el verano de los prodigios que permitieron, a adolescentes como Montse, la protagonista, escapar de la cerrazón pueblerina y descubrir las puertas giratorias de los hoteles, los cines gratuitos, las terrazas en las que podían beber gratis un vaso de agua, los váteres con cisterna y tapa abatible, las bombillas en las habitaciones y el agua corriente.

Es ahí cuando el lector se siente atrapado por el personaje, cuando vive con todo detalle su historia, la transformación necesaria. No ya la de los grandes personajes conocidos de los libros, sino la de los hombres y mujeres humildes, los que son como nuestra madre o nuestra abuela o nuestros tíos, los que nos contaron historias similares, los que apenas pudieron disfrutar de los prodigios para ser arrojados sin piedad a una vida de horror, guerra y dictadura.

A los campeones de la desmemoria no les gustará No llorar, pero con esta novela yo he descubierto una voz nueva. Como ya dije en este blog, hay tres categorías de escritores: los que cuentan historias, los que te hacen vivirlas y los que te las susurran al oído porque están tan cerca que describen vivencias inolvidables. Las imágenes que pervivieron en el recuerdo de la protagonista siguen susurrando en mis oídos.


Esta tarde habrá en el Institut Français de Barcelona un encuentro con la autora, donde espero seguir disfrutando de esos susurros.


14 septiembre, 2015

Los hombres que amaban los perros

De nada sirve una historia poderosa si el novelista no sabe contarla, hacérsela vivir al lector. De igual forma, hay escritores con talento que eligen historias banales, personajes aburridos, sin la mínima sustancia para generar la pasión necesaria. No es fácil encontrar una gran novela que narre una historia a la vez magnifica y bien contada. El hombre que amaba a los perros, del escritor cubano -y último premio Princesa de Asturias de Literatura- Leonardo Padura tiene ambas cosas en dosis abundantes.

Nos cuenta el asesinato de Trostki desde tres perspectivas diferentes: la de la propia víctima, la de su ejecutor, el comunista catalán Ramón Mercader, y la del presunto escritor al que el asesino, al borde de la muerte, le cuenta los hechos. Conforme avanzan las páginas, las tres voces van encajando para contar detalles complementarios que enriquecen la visión del lector.

Y sin duda alguna, de las tres voces, es la de Mercader la que me parece más interesante. En ciertos momentos, llega a abrumar el exceso de detalles históricos que rodean la vida del dirigente soviético Lev Davídovich “Trostki” o las dudas y penurias del narrador que elige Padura para contarnos la historia. En cambio, la vida del asesino, su transformación en diferentes personajes, la alienación ideológica para conseguir un fin, me parecen apasionantes. A través de su biografía, la de un hombre al servicio de la causa, podemos entender mejor la deriva totalitaria del estalinismo, capaz de sacrificar a la República Española y a diferentes países europeos como peones de una larga partida de ajedrez contra el nazismo primero y los aliados más tarde.
Ramón Mercader
Entre el idealista combatiente republicano que conocemos en el frente del Guadarrama y el espía asesino, entrenado en el odio, que purga su desilusión en las frías avenidas de Moscú o en las cálidas playas de La Habana media un abismo. Una transformación que sirve para explicar algunos de los momentos históricos más importantes del siglo XX, la destrucción de un ideal igualitario para convertirlo en una dictadura cruel que no tiene ni un gramo de piedad, ni siquiera por unos de sus fundadores.

El viaje del propio Troski desde el poder absoluto al más mísero abandono también está lleno de matices, pues muestran a un político fanatizado que antepone los fines políticos y la ideología por encima de todo, incluso sus seres más queridos. De tal forma que, en algunos momentos de la novela, es posible sentir más simpatía por el asesino que por la víctima.

Trostky
Junto a los tres protagonistas aparecen un ramillete de personajes secundarios antológicos, todos ellos reales, que se mueven por la ficción que levanta Padura con una veracidad que parece absoluta. De entre ellos, hay dos que tuvieron una biografía apasionante: Caridad del Río, la madre del asesino, una mujer fría, sin sentimientos que lleva a su hijo al mayor de los fanatismos o Leonid Eitingon, el espía que va adquiriendo diferentes nombres a lo largo de la novela y que dirige e instruye a Mercader. Los diálogos amargos que mantiene con su pupilo al final de la novela, tras la larga estancia de éste en una cárcel mejicana, reflejan la enorme desilusión y el sentimiento de culpa de dos hombres que fueron capaces de sacrificar lo mejor de sus vidas por un ideal que, muchos años después, se demuestra absurdo.
Caridad del Río
Si una de las condiciones imprescindibles de una novela es que sus personajes evolucionen con los hechos que narra, de tal forma que al final de la misma sean muy diferentes de cómo eran al principio, El Hombre que amaba a los perros es uno de los mejores ejemplos que recuerdo en ese sentido.

Leonid Eitingon
Más allá de cómo trenza realidad y ficción, la novela es también un ejemplo del dominio de la sintaxis. Siento admiración por los escritores que se atreven a construir largas frases encadenadas sin que el lector se pierda entre ellas, para conseguir un tono y una voz que lo atrapen a la historia.

Yo he disfrutado la edición de bolsillo, recientemente publicada. Por lo que he leído en un periódico, a pesar de ser una reedición, ha sido uno de los libros más comprados este verano. Es una de las mejores novelas que he leído este año en el que, por desgracia, también ha habido lecturas bastante insulsas, un libro muy recomendable para conocer el camino al fanatismo, la pérdida de identidad de las personas en beneficio del presunto interés colectivo de un pueblo, que, en realidad, sólo responde a los intereses personales del gran líder. Y en esas circunstancias, como vemos en la poderosa escena con la que arranca la historia de Ramón Mercader, el individuo puede enfrentarse a las presiones y al menos cuestionarse la verdad oficial para decir NO.

–Sí, dile que sí.
Por el resto de sus días Ramón Mercader recordaría que, apenas unos segundos antes de pronunciar las palabras destinadas a cambiarle la existencia, había descubierto la malsana densidad que acompaña al silencio en medio de la guerra. El estrépito de las bombas, los disparos y los motores, las órdenes gritadas y los alaridos de dolor entre los que había vivido durante semanas, se habían acumulado en su conciencia como los sonidos de la vida, y la súbita caída a plomo de aquel mutismo espeso, capaz de provocarle un desamparo demasiado parecido al miedo, se convirtió en una presencia inquietante, cuando comprendió que tras aquel silencio precario podía agazaparse la explosión de la muerte.
En los años de encierro, dudas y marginación a que lo conducirían aquellas cuatro palabras, muchas veces Ramón se empeñaría en el desafío de imaginar qué habría ocurrido con su vida si hubiera dicho que no.

02 septiembre, 2015

La tramoya de la imaginación

El veintiuno de abril de 1944 María Álvarez López fue trasladada a la Prisión de Mujeres de Málaga. La hoja de conducción, que firmaron el director y el subdirector de la Prisión de Granada, atestigua que vestía traje “del país” y estaba “vacunada y desinfectada”. Casi tres meses antes, el veintisiete de enero, la habían condenado a diez años de prisión por un delito penado en artículo 55 de la Ley de Seguridad del Estado. Una vez dictada la sentencia debía cumplir el resto de la condena –para entonces ya llevaba más de dos años presa- en uno de los cinco Penales Centrales de Mujeres que había en España: el de Málaga era uno de de ellos. Alejar a las presas de sus familias y enfrentarlas a un nuevo escenario desconocido formaba parte de la política represiva de la dictadura.

En mi imaginación he tratado de dibujar muchas veces cómo debió ser aquel traslado y la despedida de los seres queridos, que refleja el inicio del posible capítulo nueve que ayer publique en el blog. Ese 21 de abril fue viernes, pero la lluvia forma parte de mi imaginación. Golpeaba el vagón de cercanías, camino de la oficina, dibujando caprichosos regueros de agua  en el cristal mientras lo imaginaba y quise aprovechar esa imagen para arrancar la escena.

Siempre que he viajado a Granada desde Málaga me gustaba ver el paisaje de la vega, especialmente sus choperales, que parecían alineados por la mano de un delineante, y me apetecía mucho incluir también esa imagen. En la llegada a Málaga, en cambio, cometí un error garrafal pues la describía siguiendo el curso del río Guadalmedina -como sucede desde hace más de 40 años que yo la conozco-, pero en 1944 el acceso era a través de la vieja carretera de los montes. Solo reparé en el error varias semanas y relecturas más tarde.

Lo más difícil de todo fue escribir ese diálogo totalmente imaginado entre María y su madre. Desconozco cómo fue esa despedida y si fue con la bisabuela Antonia, con el bisabuelo José o con alguna de sus hermanas, pero mi imaginación lo visualizó maternal, breve, apresurado y lo quería lleno de sentimiento, pero alejado de la sensiblería. Creo que aún no he conseguido lo que pretendía.

Toda mi familia materna es granadina. Yo era -soy- “el malagueño”, algo así como un ”elemento extraño” para las burlas cariñosas, pero años más tarde descubrí que la matriarca, la bisabuela Antonia, aunque había nacido en Melilla, había sido bautizada en Málaga y allí vivió los años de su infancia, mientras esperaba el regreso de su padre de la Guerra de Cuba. Sus nietos aún recuerdan cómo le brillaban los ojos cuando hablaba de Málaga para explicar los felices recuerdos de su infancia. El mar, las palmeras y los jardines de la Ciudad del paraíso -como la llamaba Vicente Aleixandre, otro no nacido en Málaga cautivado por su infancia allí- quedaron para siempre en el recuerdo de la bisabuela Antonia -también en los míos- y ya sabemos que los recuerdos de la niñez se conservan, tras años y kilómetros de distancia, tamizados a través de la idealización. No obstante me pareció una buena idea contrastar esa imagen idealizada con la realidad gris que debió sentir María ese día, camino de la cárcel en la que continuaría penando su condena.

Las narraciones orales que pasan a lo largo de las generaciones de la familia se basan en pequeños detalles, a veces desordenados, que a mí me parecen maravillosos para dotar a la narración de una voz creíble. Al final se trata de un trabajo de orfebrería que avanza lento por la falta de oficio y de la dedicación necesaria. Yo también llevo meses preso de ese capítulo 9 que narra los casi cinco años que permaneció María Álvarez López –no puede haber nombre y apellidos más comunes- reclusa en aquella cárcel y aún encuentro muchos detalles en el texto que siguen sin convencerme, pero ayer volví a acordarme de mi abuela en el último día de agosto y no se me ocurrió mejor homenaje que recordarla, hacerla vivir en esa escena y volverme a sentir orgulloso, muy orgulloso, de ella.

31 agosto, 2015

Un homenaje en el ultimo día de agosto

El último día de agosto de 1.978 murió mi abuela María Álvarez López. Como he ido descubriendo años más tarde, su vida fue muy dura y, en algunos momentos, heroica. Llevo meses encerrado en el que posiblemente sea el capítulo 9  de la novela donde ella es la protagonista absoluta, un capítulo que narra su sufrimiento en la cárcel de Málaga y que comienza así...



Las gotas resbalaban por los cristales como serpientes zigzagueantes. ­Cambiaban de dirección según los caprichos del viento y la velocidad, moteando el paisaje borroso que encuadraba la ventana del autocar. Los choperales y los secaderos de tabaco se fueron quedando atrás entre el vaho de la mañana, que difuminaba la ciudad y la vega donde había vivido la mayoría de sus años. El vehículo, destartalado y pequeño, trasportaba una docena de mujeres con destino a la Prisión de Málaga. Iban custodiadas por cuatro guardias y un sargento que perdían la mirada en el cielo nublado de un viernes de mitad de abril.
La lluvia, fina, pero constante, diluía los colores en una bruma que se hacía más grisácea en la parte delantera, donde se enmarcaba el destino y el limpiaparabrisas se movía con un ruido mecánico, acompasado, que se metía en los pensamientos. Y los pensamientos nos paraban de hervir en el interior de su cabeza.
Tras dos largos años a la espera de la condena en los que no hubo día en el que no temiera lo peor, la inquietud por una condena a muerte dejó paso a una negra certidumbre de supervivencia que debía penar hasta el 22 de febrero de 1952, una fecha que se había grabado en su memoria como una promesa lejana. Pero antes de llegar a ese purgatorio, debía continuar su camino por el infierno, un viaje en el que no iban a faltar demonios dispuestos a hacerle la vida imposible. Y lo que más le dolía en ese camino no era ya la huida de su marido, sino la separación obligada con sus hijas.
Tuvieron que pasar varios meses para que ordenaran el traslado y la burocracia completara todos los trámites necesarios. La sentencia fue declarada firme siete semanas después de que fuera pronunciada y aún debieron esperar otras dos más para que se recibiera el testimonio de la misma, acompañado de la liquidación de condena. Sólo entonces fue entregada a la Guardia Civil. En su hoja de conducción, firmada por el subdirector de la cárcel, se hacía constar que María Álvarez López tenía treinta y cuatro años y vestía traje “del país”.
En realidad se trataba de un vestido marrón oscuro que le había traído su madre el día anterior, cuando vino a despedirse con un pequeño petate que también contenía un poco de ropa interior.
─El vestido era de tu hermana. Ella misma lo ha arreglado para ti ─le dijo a través de la reja que las separaba.
María miraba las manos de su madre, esas manos que tanta ternura le habían dado y que ni siquiera podía tocar, los dedos secos como sarmientos abandonados, el anillo de casada que había sido el único lujo que se pudo permitir.
─¿Cómo están mis hijas? ─fue lo primero que le preguntó angustiada
─Te mandan muchos besos. La pequeña no para de crecer y no hay manera de que se esté quieta.
─Tienes que prometerme una cosa… ─y después de tomar aire le suplicó entre lágrimas─. No te olvides de decirles cada día lo mucho que las quiero. No pasa un instante que no las tenga en mis pensamientos.
No hubo tiempo para más preguntas. La monja que vigilaba la conversación le indicó con un gesto que se había acabado el tiempo escaso de las palabras.
─Por fin voy a ir a tu Málaga… ─se despidió con la mirada lenta de los que pretenden en vano alargar la despedida.
Y descubrió una vez más vez el sabor salado de las lágrimas.
Un sabor que le acompañó todo el trayecto. Los ojos del conductor se fijaban de vez en cuando en el retrovisor para comprobar que todo estaba en su sitio y asegurarse que estaba siendo un viaje tranquilo. Luego dejaron atrás la vega y tuvo que centrar la vista en las curvas de la carretera que atravesaba los montes hasta que divisaron a sus pies los edificios apilados junto al mar. El sol aparecía tímidamente entre las nubes mientras el autocar comenzaba a descender por las primeras calles de Málaga.
María sólo conocía la ciudad a través de los antiguos relatos que su madre le había contado muchas veces, las historias que siempre brillaban en sus ojos cuando les hablaba de las playas y las altas palmeras. Antonia sólo vivió cuatro años allí, los últimos cuatro del siglo anterior, pero siempre guardó un cariño especial por el lugar donde transcurrieron los momentos más importantes de su infancia. Pese a la nostalgia ocasionada por la lejanía de su padre, que luchaba en una guerra caribeña y lejana, aquellos días de amaneceres marinos fueron lo más parecido a la felicidad. Los juegos en la arena, las espumas que aclaraban el azul de las aguas al romper cerca de la orilla, las formas de las caracolas que buscaban en la playa, todas esas vivencias se pegaron con tal fuerza a su memoria, que ya nunca pudo desprenderse de ellas y, a lo largo de su vida, se encargarían de evocarle la capital abierta al mar, poseedora de jardines y arriates que fueron sinónimo de su niñez y la base de los relatos que le gustaba contar a sus hijos.
Pero María no vio palmeras, sino un edificio cuadrado de dos plantas, con ventanales enrejados a ambos lados de la puerta y una minúscula garita incrustada en cada esquina. La fachada se asomaba al cauce seco de un río por el que era casi imposible imaginar que bajara agua.

En cuanto el autocar se detuvo frente a la puerta, el sargento que estaba al frente del pelotón les indicó con un giro de cabeza que fueran bajando. Del interior del edificio comenzaron a salir varias monjas de la Congregación de San Vicente de Paul dispuestas a velar por las nuevas reclusas.

21 julio, 2015

La abuela civil española

La abuela civil española: el título de la novela me llamó la atención al instante. Tuve que leerlo tres veces. Hay palabras que, cuando se juntan, forman una sola idea  y no dejan espacio para otras. Hasta que llega una nueva y cambia todo el significado, juega con él y lo transforma sin dejar de arrastrar el otro que late por debajo. Esas cuatro palabras, descubiertas en una red social, concentraron en un instante toda la atención que andaba dispersa, despertaron mi curiosidad como una fiera hambrienta por conocer más. Es lo que tiene internet. Te permite volar a grandes velocidades más allá de la lentitud de tu línea, descubrir cosas que no sabías que existieran sólo un segundo antes.



A miles de kilómetros de España, una novelista argentina contaba una historia de nuestra guerra, una historia especial, la de su abuela. Y yo, que llevo años tratando de contar la dramática historia de mi abuela María, tan marcada por la guerra civil y la postguerra, sentí un impulso irresistible. Pero la novela aún no había llegado a la librería y tampoco conocían a esa escritora. La pantalla del ordenador les decía que la edición española se publicaría  en breve.

Con la acumulación de lecturas a veces uno se cansa de las voces que se acaban repitiendo más de la cuenta, de algunos escritores que se instalan en la fama para volverse demasiado previsibles, acartonados. No siempre se encuentran voces nuevas que te hablen como si te conocieran, con esa frescura de los recién llegados por los que sientes una rápida simpatía. La abuela civil española tiene la magia poderosa de las historias que han sido escuchadas antes de trasladarse al papel, las que trascienden generaciones, las que se escriben desde el interior del alma porque ya forman parte de ella, las que, tomando prestada la última frase de la novela, “pueden con todos los ruidos”. Historias que hablan de unos hermosos ojos verdes que destacan entre el negro de una cara tiznada de carbón; de niños que pelean con los lobos; de un derrotado que fue fusilado siete veces para encontrar la muerte cuando ya se había acostumbrado a esperarla;  de una odiosa madrastra que no debía llamarse Esperanza; de traidores incapaces de perdonar otras traiciones, que alimentan su odio durante años; de una libertad ganada falsamente en una partida de ajedrez;  del sabor de un guiso que calma el hambre de años; de huidas que buscan una felicidad que parecía imposible, porque siempre van acompañadas del miedo;  de una isla que se llama del tigre aunque no tuviera felinos de ese tamaño; de un paisaje fluvial y selvático que confiere a los niños una personalidad única; de deudas desinteresadas que tardan años en cobrarse porque están hechas desde la solidaridad más precaria…

Me encantan las historias contadas desde los sentimientos porque alcanzan un vuelo muy poderoso  que el lector puede vivir como propio, pero en esas circunstancias es muy fácil deslizarse por el precipicio del sentimentalismo. Andrea Stafanoni tiene un estilo sobrio, medido, en el que sobresalen las frases cortas, los capítulos muy breves, un estilo que invita al lector a avanzar sin pausa, sin recrearse en detalles que podrían llegar a ser innecesarios. Y de esa forma, como explica la propia autora: “Dejamos correr las historias. Que se unan. Como se unen, en ese nudo en mi garganta, las historias de mi abuela en una sola”.


Después de meses de lecturas fallidas, algunas inacabadas, necesitaba disfrutar de verdad con una novela. Andrea Stefanoni ha sido un descubrimiento maravilloso. Espero que haya llegado para quedarse y contarnos más historias. La abuela civil española habla de tesón, de lucha frente a las adversidades, de personas sencillas que se negaron a rendirse, de esperanza, de familia… de cosas que he oído contar muchas veces en los labios de mis tías, de mi madre, de mis primos, historias o sobre las que no me canso de leer, sobre las que nunca podré dejar de escribir.

20 julio, 2015

Tutti frutti

Van pasando las semanas, los meses y el blog está cada vez más abandonado. Le falta una buena mano de pintura y las malas hierbas se agigantan en las esquinas del descuido.

El trajín diario del trabajo, el estrés de las reuniones, las ofertas, las decisiones pospuestas de los clientes, las negociaciones difíciles, van ocupando los pensamientos y no dejan espacio al sosiego necesario para la escritura. El capitulo nueve se eterniza sin avanzar hacia ninguna parte, las ideas no brotan, las lecturas no ayudan a las musas de la inspiración que me abandonaron hace ya demasiado tiempo. He acabado preso de la propia prisión que trato de describir. Como mi protagonista, veo pasar los días a la espera de una buena noticia que libere las palabras que no se atreven a salir.

Las lecturas me siguen acompañando en mis viajes de tren hacia la jornada laboral, pero tampoco cuajan. De la misma forma que a veces me empeño en emborronar páginas inútiles, me obligo a avanzar en la lectura de novelas que no me dicen nada.

Hace semanas decidí abandonar a medias “También esto pasará” de Milena Busquets, como ya me sucedió antes con “Blitz” de David Trueba. A mis ambos libros me resultan muy parecidos. Los dos han sido publicados en Anagrama, tienen una brevedad similar, son éxitos de venta y han sido muy bien acogidos por la crítica, pero me producen la misma desgana. Están bien escritos. Podría decirse que sus escritores tienen bastante talento y construyen muy bien los personajes gracias a una voz narradora muy creíble, pero sus historias me aburren de forma soberana. Trueba nos habla de un arquitecto abandonado por su novia, Busquets de una mujer que acaba de perder a su madre. A pesar de estar cerca de la mitad de sus vidas, los dos siguen lejos de la madurez y sobreviven como dos peterpanes perdidos, que no han cubierto sus expectativas y buscan en el sexo y en las nimiedades cotidianas la sal que de sentido a sus existencias de clase media, semi-progre, medio pija, culta, hedonista. Sin duda debe ser un tema muy interesante para gente al borde de la crisis de los cuarenta,  pero yo no pude pasar de la mitad de sus páginas.

La novela que si acabé es Lo que mueve el mundo, de Kirmen Uribe. Aunque no sé si la palabra novela es aquí muy correcta. Le sucede lo contrario a los dos libros anteriores. En este caso una maravillosa historia contada con prisas, con una voz narradora más propia de un libro de historia que de una ficción.

Algo que también me ha sucedido con HhHH de Laurent Binet. Al tercer intento, esta vez sí he conseguido acabarla, fascinado por su historia y harto de una voz narradora intervencionista, siempre presente, la del novelista que acapara para sí mismo un protagonismo absurdo y cargante, en uno de esos juegos meta literarios que tanto le gustan a algunos críticos y yo cada vez soporto de peor gana. A un escritor sólo le pido que me cuente bien una historia sin que para ello tenga que aderezarla con las divagaciones mentales que le ha costado escribirla, para eso ya bastante tengo yo con las mías. Y es una pena, porque sin tantas especias innecesarias Binet habría podido cocinar un libro rico en sabores.

Entre medio de las cuatro decepciones, también hubo dos descubrimientos: El último encuentro de Sandor Marai y Un millón de gotas de Víctor del Árbol. La novela del húngaro Marai forma parte de esa especie de libros que dormita durante años en una estantería de mi pequeña biblioteca, a la espera de ser descubierta para brillar luego con una luz especial. Narra el reencuentro de dos ancianos después de décadas de separación. Todo transcurre en una noche, en un castillo que refleja el esplendor marchito de un tiempo pasado. Desde el principio el autor nos va dando indicios y largos silencios que esconden el poderoso motivo de la ruptura de una gran amistad. Es una novela que avanza ansiosa hacia un final.

La biografía de Víctor de Árbol no deja de ser curiosa: antiguo seminarista que luego trabajó de mosso d’esquadra. Me habían recomendado Un millón de gotas y agradezco la recomendación. Siempre es bueno leer a un autor desconocido. A veces me acabo cansando de las eternas repeticiones de autores famosos que estiran las historias y las voces hasta agotarlas. En esta novela sobran unas cuantas páginas y varias subtramas, pero genera adicción. Tolstoi decía que la eficacia es la primera virtud de un escritor y la narración de Un millón de gotas está desarrollada con una eficacia muy poderosa. De las dos historias que corren paralelas, me quedo con la del viejo comunista que descubrió el horror del gulag y sobrevivió a la derrota pagando un precio demasiado alto, antes que con la de su hijo que lucha contra la mafia rusa, pero creo que ambas están bien trenzadas y, sin adentrarse en florituras de estilo, se leen con el puro placer de disfrutar.




Nunca me gustó el helado de tutti frutti, esa mezcla de sabores que confunde y no acaba sabiendo a nada, como esta entrada veraniega en el blog, pero, como me decía mi madre: A falta de pan, buenas son tortas. Cualquier cosa  es buena si sirve  para comenzar a desbrozar el jardín descuidado.

12 julio, 2015

12 de Julio. A Paula, en su décimo aniversario.

El calor seco de Madrid castigaba el lunes de julio. No corría ni una brizna de brisa que aliviara la tarde y, nada más salir de la consulta del ginecólogo, tu madre se empeñó que te iba a traer al mundo esa misma noche. Caminaba por las calles Velázquez y General Oraá, en dirección al lugar donde habíamos aparcado el coche, muy preocupada porque tu crecimiento se había vuelto a ralentizar en el interior de su vientre y tenía prisa por abrazarte.

Al llegar a casa -entonces vivíamos en un piso pequeño, pero muy coqueto, que estaba en una planta baja- me dio tiempo a preparar la cena y a regar las flores del patio. Pensé que las pobres macetas y los parterres no aguantarían sin agua dos días de ese calor agobiante. Mientras tanto, las contracciones fueron en aumento. Cuando llamé al médico, la voz al otro lado del teléfono me dijo que no exagerara. Aquel hombre no conocía a tu madre. Cuando pone todo su empeño en algo no hay quien la detenga.

Pasadas las nueve pedimos un taxi, para evitar conducir por una ciudad enorme y a veces hostil, en la que después de cinco años aún continuaba perdiéndome. A pesar de que estábamos relativamente tranquilos, el conductor aceleró. No paraba de mirar de reojo por el retrovisor. Al ir a pagarle me deseó buena suerte.

A tu madre la tumbaron en una camilla y la vistieron para el trance con una ligera bata que yo recuerdo celeste y abierta por la espalda. Al principio las contracciones iban lentas, pero poco rato después se aceleraron. Sólo llevábamos algo más de una hora cuando apareció el ginecólogo. “Ya veo que tu mujer iba en serio” me dijo sonriendo al llegar. Cuando volvió a salir, su cara estaba bastante más preocupada. Me explicó que, aunque la paciente estaba dilatando muy bien, el cordón umbilical te rodeaba el cuello y había que sacarte deprisa.

Yo iba mentalizado a aguantar la visión de la sangre. Llevaba semanas temiendo ese momento, pero sabía cuánto iba a necesitar tu madre una mano a la que apretar. La cesárea impidió que estuviera con ella. Me dijo que le apretó la mano a la partera y que la trató con mucha ternura.

No soporto las esperas y me llevé un libro para calmarlas por si la situación se alargaba durante horas. Sabía que no me iba a poder concentrar en una novela y elegí los Doce cuentos peregrinos de García Márquez. Era una apuesta sobre seguro, pero -ni antes ni después-  tuve tiempo para lecturas, aunque -para ser más exactos- de trataba de una relectura.

Luego todo fue muy rápido. Cuando apareciste, poco después de la medianoche de un martes, envuelta en un arrullo blanco y me miraste con aquellos ojos, fui el hombre más feliz del mundo. Sólo tenías unos minutos de vida, pero me mirabas como si me conocieras desde hacía mucho tiempo. Pensé que me entregarían un bebé rojo de llanto, pero estabas muy tranquila. Y eras preciosa. En ese momento me vinieron a la mente dos recuerdos muy concretos y totalmente opuestos.



La cena de mi cumpleaños  del año anterior en un restaurante de la Cava Baja en la que traté de ahogar la pena en una botella de un tinto, que en otro momento me habría sabido delicioso junto al solomillo. Esa noche tú madre necesitaba más que nunca que le dieran ánimos, pero fue ella la que me los dio a mí. Nunca antes ni después mis lágrimas encerraron tanta rabia porque, si había en el mundo una mujer que mereciera ser madre, la tenía frente a mí en esos momentos. Como un regalo de cumpleaños, yo esperaba una buena noticia, pero esa mañana nos dijeron que tu existencia sólo sería un milagro. Meses más tarde, ella -que es mucho más fuerte y más valerosa de lo que se cree- decidió volver a intentarlo cuando yo ya había arrojado la toalla y bromeábamos sobre si vendría de China o del África. Hacía poco había perdido a su padre, pero, a pesar de todo, volvió a someterse al tratamiento.

El otro recuerdo también estaba ligado a una noticia. Me la dieron a media mañana. Laura estaba tan impaciente que no pudo esperar en casa. Mientras yo cruzaba los dedos con fuerza  pegado al teléfono, salió a comprarse una pluma con la que tomar apuntes en sus clases de historia en la Complutense.  Era feliz por ir a la universidad después de todo. Llegó antes de lo que pensábamos y, en cuanto me la dijeron, me puse a llorar como un niño -nunca he llorado con tanta alegría-, pero no perdí ni un momento en marcar el número de su móvil para compartir con ella la buena noticia. Me hubiera gustado mucho abrazarla en ese instante. Allí estaba, comprando una pluma rodeada de desconocidos que, según me contaba, comenzaron a felicitarla en cuanto empezó a dar saltos de alegría. Me dijo que lo de la pluma quizás sería un buen presagio y que quizás algún día fueses escritora. Yo por entonces llevaba muchos años renunciando al sueño de escribir y me pareció un presagio maravilloso imaginarte como una futura novelista. Luego pensé que era una enorme tontería y que tú serías lo que quisieras ser.

Los primeros meses apenas dormías una hora seguida. Tu madre aún siente pena de sí misma cuando se ve la cara de sueño y las ojeras en las fotos. Y yo recuerdo la cantidad de veces que hubo una primera vez para todo: el primer beso en la frente, el primer cambio de pañal, el primer baño con aquel ombligo tan delicado que tienen todos los recién nacidos, el primer biberón. También, a las pocas semanas de tu llegada, la primera mala noticia.

Como ya habíamos previsto desde el principio, a los cinco meses nos marchamos de Madrid. Antes tuvimos que oír alguna sugerencia que nos recomendaba adelantar el traslado para que nacieras en Cataluña. Como si el lugar donde uno nace tuviera más importancia. Un año más tarde volvimos a empaquetar los trastos de la mudanza. Diste los primeros pasos en el jardín de la casa que aún no habíamos comprado. La hierba estaba llena de hojas caídas del otoño.

Han pasado diez años desde que vi por primera vez aquella mirada tan fija, tan segura en tu llegada. Han pasado millones de momentos de todos los colores. Como tú dijiste una mañana: cada día se pinta de un color diferente o, como me has dicho esta misma tarde: si te viene un limón amargo hazte una limonada. No dejas de sorprenderme. Al final va a resultar que, en lugar de enseñarte,  voy a ser yo quien aprenda de ti.



Ha pasado una década y no ha habido ni un solo día que no haya agradecido el milagro que dieron por imposible, el del pequeño y solitario ovocito que apareció donde ya apenas quedaban esperanzas y, negando a las leyes de las probabilidades matemáticas, se empeñó en salir adelante. A veces me recuerdas a las mujeres de la familia: una luchadora, una defensora de causas difíciles. Tiene el pelo de rubio y los ojos claros de las “Mitaíllas”, aunque tu madre no se canse de reivindicar con razón que te pareces mucho a ella cuando tenía su edad. No ha habido ni un solo minuto en el que no me haya sentido orgulloso de ti, de cómo eres, orgulloso de ser tu padre.


¡Tú siempre serás muy grande!

23 mayo, 2015

Cinema Alhambra

La primera vez que entré en el Cinema Alhambra quedé maravillado. Traspasar la pesada cortina de la puerta y adentrarse en la penumbra de la sala era como viajar al pasado, a uno de esos cines de mi infancia que dejaron de existir hace mucho tiempo. Una sensación extraña me atrapó conforme avanzaba por el patio de butacas y se hizo más intensa al oír el chasquido antiguo que sonó al bajar el duro asiento de madera. El largo y oscuro pasillo del vestíbulo o la taquilla de cristal borroso ya me habían dado las primeras señales que no supe interpretar en un primer momento, pero, una vez acomodado en la platea, me dejé llevar por los recuerdos que me traían las molduras de escayola, los viejos estucos, las lámparas anticuadas. Hasta la música sonaba a películas antiguas. El hilo musical cesó cuando el telón de terciopelo rojo se fue abriendo a trompicones y la luz clara del proyector inundó la pantalla.

El cine estaba casi vacío y esta vez el largometraje fue lo de menos. Ni siquiera recuerdo que vi aquella tarde de hace ahora unos cuatro años, pero la experiencia me dejó encantado. Era muy diferente a los cines ruidosos a los que nos hemos acabado acostumbrando, ésos donde los combos de palomitas y bebidas interminables acompañan a las películas que se pierden entre los efectos especiales.

Lo que yo no sabía era que el viejo Cinema Alhambra estaba herido de muerte. Como el último superviviente de una guerra, apenas se conformaba con ocupar unos pocos asientos dispersos entre las filas: Resulta curioso cómo en los sillones no numerados los espectadores buscan la distancia. Pero a veces, de forma casi milagrosa, las heridas cicatrizan y los agonizantes se acaban salvando. El Alhambra era uno de los pocos cines de pueblo que quedaban y los vecinos, el público fiel y sus dueños se movilizaron para salvarlo.

Cuando entré por primera vez en el viejo Cinema Alhambra de seguida me vino a la memoria una película, una de mis favoritas, una historia de amor al cine que cuenta cómo la amistad trasciende edades.

Hace unos pocos meses -y después de unas largas reformas- el Cinema Alhambra volvió a abrir sus puertas. Ahora se puede consultar la cartelera por internet y hoy por fin he visto que se puede pagar con VISA, lo cual siempre es muy útil para los que solemos llevar poco dinero en la cartera.

Esta noche he ido con mi mujer y mi hija a ver una película, una de mis favoritas, ésa que cuenta una maravillosa historia de amor por el cine que me vino a la memoria el primer día que entré por su puerta: Cinema Paradiso. Hablé de ella en este blog hace unos meses, cuando, coincidiendo con el 25º aniversario de su estreno, la volvieron a proyectar en los cines españoles: http://bit.ly/1wcJaN6



Esta noche el Cinema Alhambra estaba abarrotado. Da gusto ver un cine como ése lleno de un público inquieto, nervioso, expectante. En la primera fila estaba Salvatore Cascio, el actor que dio vida a Totó, el inolvidable personaje infantil de Cinema Paradiso. Hoy era una celebración del cine, de las películas que saben contar historias, que se quedan para siempre en nuestra memoria y que nunca se gastan porque nos siguen emocionando.




Con el paso de las escenas he vuelto a recordar las historias del Cine Duque, la del huérfano de la guerra que, como Totó, no conoció a su padre, el que malvivía  con las limosnas ofrecidas por los sedientos que bebían de sus botijos en la puerta del cine, las historias de Pepe Aguas, mi padre, que también he contado en este blog http://bit.ly/1pYrTI3 y http://bit.ly/1fFUwoL

La copia remasterizada daba una luz diferente, más limpia que las versiones que he ido viendo a lo largo de estos 26 años en cintas de video y DVD’s. La sonrisa de Totó era más grande en la pantalla del cine, como la ternura del viejo proyector cascarrabias que protagoniza Philipe Noiret. Y una vez más, y ya no sé cuantas van, me he vuelto a emocionar con esa escena final que es de lo mejor del cine.

Luego Salvatore “Totó” ha contado anécdotas divertidas sobre cómo el niño pequeñito acabó de actor en la película, pero antes, al final de la proyección, como en los viejos cines de barrio de mi infancia, el público se ha puesto a dar palmas hasta que han acabado los títulos y se han encendido las luces. Da gusto aplaudir para celebrar que te ha gustado mucho una película.

Como el Cinema Paradiso, el Cine Alhambra es una hermosa historia de amor por el cine que, a diferencia de la ficción del primero, no ha sido volado por la especulación. Una historia que merece la pena ser conocida



03 marzo, 2015

La realidad puede llegar a ser más novelesca que la ficción

Hace unos días traía aquí una cita de Modiano sobre el tiempo que se necesita para que salga a la luz lo que ha sido borrado, para encontrar las pistas en los archivos ignorados y rescataba uno de esos documentos perdidos como excusa para escribir una escena en la que, a partir de datos escasos, intentaba perfilar un personaje.

Los azares que entremezclan la realidad con la ficción pueden llegar a ser caprichosos,  fascinantes, casi increíbles. Cuando semanas atrás comencé a enfrentarme a las escenas que tratan describir la vida de mi abuela en la Prisión de Mujeres de Málaga, decidí reemprender la investigación histórica que dejé casi aparcada al principio del camino y tirar de uno de los muchos hilos que quedaron en la madeja.

Tras enviar un documento debidamente cumplimentado, que explicaba los motivos de mi solicitud, recibí por correo certificado un voluminoso paquete del Ministerio de Interior. Contenía varios centenares de páginas –que algún amable funcionario debió dedicar varias horas en fotocopiar para mí- con los expedientes de tres personas sobre las que había solicitado información: el capellán de la prisión, uno de los directores que estuvieron al frente de la misma mientras mi abuela estaba reclusa y la subdirectora.

Guardan partidas de nacimiento, calificaciones de estudios, certificados de nombramiento, recomendaciones, solicitudes de vacaciones, sanciones impuestas por negligencia, bajas por enfermedad,  telegramas de confirmación de permisos… Todos ellos debidamente fechados, firmados y sellados. Entre las firmas se pueden encontrar las de Victoria Kent –la ministra que impulsó una importante y humanizadora reforma penitenciaria durante la República-  la de varios ministros franquistas de Justicia como Esteban Bilbao, Raimundo Fernández Cuesta o Antonio Iturmendi y un considerable número de funcionarios. Los sellos contienen escudos de diversas instituciones monárquicas, republicanas y fascistas que recorren más de sesenta años de tiempo. Los documentos están repletos de frases hechas, sobre todo en los primeros momentos de la dictadura que se cuentan por los años que han pasado desde la Victoria, que incluyen encendidas exclamaciones a Franco –curiosamente siempre tres-, que en ocasiones se despiden recordando lo mucho que hizo Dios por el nuevo régimen.



Más allá del testimonio frío, funcionarial, pueden leerse dramas, vidas azotadas por las circunstancias cambiantes que nos hablan de una funcionaria que abandona su puesto en la Administración de la República cuando la guerra ya está perdida y que, pocos días después de la Victoria, ya ha conseguido cuatro avaladoras capaces de firmar las declaraciones necesarias para pasar la purga y continuar en el Cuerpo; del director de prisiones que pide la excedencia por motivos personales y muchos años más tarde se pone al servicio del Movimiento Nacional y se afilia a la Falange para escalar en el escalafón: de un religioso que se esconde en el consulado mejicano de Málaga durante los meses de “terror rojo” y que lo primero que hace, pocos días después de la conquista de la ciudad por las tropas de Franco, es ofrecerse voluntario en la capellanía de la cárcel de mujeres.

Al cura lo imaginaba navarro y, más concretamente, de un pequeño pueblo cercano al País Vasco, al director nacido en una de esas villas minúsculas que se pierden en la meseta y a la subdirectora como una de esas personas que no han nacido en Madrid, pero acuden a la capital buscando las oportunidades que en ella ofrece la Administración. Todo lo que mi imaginación había inventado se ha visto confirmado por la realidad de los escritos. Aunque conocía los nombres y los apellidos de las personas decidí inventarme otros para convertirlos en personajes de novela. Al cura lo imaginé como Padre Iturbe y la casualidad traviesa ha querido que naciera en una aldea navarra llamada Iturgoyen.

La realidad puede resultar en muchos casos mucho más fabulosa que la ficción. Para reconstruir la historia tapé con mi imaginación los puntos oscuros, que entonces desconocía, sin atreverme a soñar que la luz posterior no sólo confirmaría, sino que acabaría agrandando muchos de los detalles inventados.

Cuando imagino trato de alejarme de los tópicos, pero la realidad acaba confirmándome que lo más probable es siempre la intuición más normal, la más sencilla, que luego acaba enredándose para construir, con la realidad más novelesca que se pueda imaginar, una historia maravillosamente posible.

19 febrero, 2015

Paseos por la periferia

La crisis económica es un túnel demasiado largo. Con el tiempo, me he ido acostumbrando a comprar pocos libros, muchos menos de los que me gustaría, pero he regresado a las bibliotecas, esos santuarios que proveyeron mi adolescencia de historias maravillosas. He vuelto a probar el sabor diferente que tienen los libros prestados. Hubo un tiempo de bonanza en el que compraba mucho más de lo que podía leer, novelas ahorradas que han acabado ocupando su espacio en los años de escasez. Como aquella vieja cartilla donde ingresaba mis pesetas infantiles, mi modesta biblioteca aguantó el tirón bastantes meses. Luego no quedó más remedio que pedir prestado, pero, a diferencia de los bancos, las bibliotecas son generosas.

La que tengo más cerca agotó los fondos que me interesaban al poco tiempo. Hace unos meses leí una entrevista de una responsable de bibliotecas de Cataluña que se quejaba amargamente de la reducción de fondos para la compra de libros y añadía que los pocos que llegaban del Gobierno de Madrid estaban asignados a la compra libros en castellano. A la biblioteca del pueblo donde vivo llegan mayoritariamente libros escritos o traducidos al catalán. Abundan los libros de esos escritores de segunda que publican sus maniqueos artículos de opinión en La Vanguardia o el Avui, pero es imposible encontrar a novelistas de Barcelona como Martínez de Pisón (que, aunque es maño lleva ya tantos años pagando impuestos en Cataluña que podría pasar por autóctono) o Javier Pérez de Andújar. Y, por supuesto, las traducciones de Modiano, o de los autores extranjeros que busco, se reducen al catalán. Cada gobierno usa la lengua como arma e ignora que la riqueza de este pueblo se basa en que habla -y lee- en dos lenguas y cada uno lo hace con la que le viene en gana. “Hablamos como respiramos. Los idiomas se mezclan en la calle igual que en los pulmones el oxigeno se mezcla con la sangre”

Ahora he descubierto una biblioteca cerca del trabajo que ofrece un mayor interés. Hace unos días me prestaron Paseos con mi madre. El refrán dice que no hay dos sin tres y, de nuevo, el tercer libro que leo de Pérez Andújar me ha fascinado. Hace unos meses hablé en este blog de su novela Los príncipes valientes http://bit.ly/17hIm2u  Ahora regresa a través de “Paseos con mi madre” al territorio de su infancia: San Adrián de Besós. De allí han escapado los hijos de los emigrantes andaluces, extremeños y su hueco ha sido ocupado por sudamericanos, chinos, pakistaníes -igualmente desarraigados-, pero siguen, impertérritas, las tres enormes chimeneas de la central térmica, los bares con mesas de formica que sirven menús con sabores cada vez más lejanos, una nueva generación de extrarradio.



En la época lunática que nos ha tocado vivir, Pérez Andújar se ha vuelto un escritor necesario. “La libertad es un libro que escribieron nuestros padres para que lo leyéramos nosotros”. Sus palabras retumban todavía en mis oídos. Entre el rumor de las consignas de repetición masiva, las ideas sencillas resultan más reveladoras, especialmente ahora que algunos políticos y medios de comunicación insisten con saña en conceptos como “estructuras de estado” o “transición nacional” y jóvenes que no saben lo que es vivir oprimido hablan de “la opresión de los pueblos”. Conceptos que, al parecer, no dejan vivir a lo que llaman con pompa “la sociedad civil catalana”, algo que no sé muy bien de qué se trata, pero que imagino como un ente abstracto, un gigante de un solo ojo y una sola boca.
Las historias como las que se cuentan en Paseos con mi madre son necesarias porque pisan una tierra real, hostil en muchos casos. “La democracia la fueron conquistando estos hombres y mujeres calle por calle, árbol por árbol”. Describe un tiempo –que hoy parece muy lejano- en el que lo importante era pelear para que hubiera ambulatorios, colegios, polideportivos, bibliotecas, en los barrios obreros que vivían de espaldas a la gran ciudad, encerrados en sus enormes bloques de pisos con aluminosis.

Durante años el retrato de la Barcelona oficial se describía en las páginas de La Vanguardia, tan sutilmente conservador, de una impecable calidad literaria y hasta periodística. Hoy el retrato de la ciudad posmoderna, que dejó hace demasiado tiempo de ser olímpica, es mucho más gris, más pueblerino y se dibuja en los artículos de opinión del Avui o el Ara, los diarios que leen algunos de mis vecinos de asiento en los vagones del cercanía a los que subo muchas mañanas, esos que vienen repletos de nacionalistas ultramontanos que bajan que las comarcas del interior, los que describen en sus conversaciones a los españoles como si fueran de otro planeta, un pueblo de vagos opresores que sólo saben robar.

A esa minoría con ínfulas de ser mayoritaria posiblemente no le interese las historias que suele contar Javier –un tipo tan enrollado que me permito ya tutearlo. Llamarlo por su nombre-, pero al niño que fui, al que pegaba patadas a un balón en los descampados donde la ciudad perdía su nombre, le fascina sus narraciones, la banda sonora que suena de fondo trae sonidos de Golpes Bajos, de El último de la fila, de Camarón,  de Enrique Morente, sus historias que hablan de luchas sindicales, de reclamaciones vecinales, de emigrantes que no se conformaron, de pobres que gritaron bien alto que no tenían menos derechos que nadie. “En Barcelona se está en el cuarto de invitados durante un par de generaciones y luego ya se accede al cuarto de servicio”. A mí la poesía casi punk de sus frases me apasiona: “La Avenida de la Meridiana son veinticuatro horas de coches  ininterrumpidas, un circuito para conductores con hipoteca“ y tiene un punto de acidez imprescindible para entender la jungla donde vivimos: “en Barcelona el espacio es un eufemismo con que referirse a la especulación”

En la entrada anterior de este blog clasificaba a los novelistas en tres categorías: los que cuentan historias, lo que te hacen vivirlas y los que te las susurran al oído porque están tan cerca que describen vivencias inolvidables. Como algunos de mis escritores favoritos, Pérez Andújar ha venido para quedarse en la tercera categoría porque yo, que siempre fui “más de Asterix que de Tintín”, disfruto leyendo sus libros en el traqueteo del vagón de cercanías de la misma forma que él buscaba “en la calle la poesía que el ruido de la vida no me deja arrancarle a los libros, y anotando en los márgenes unas palabras sueltas con la letra temblorosa de los adoquines”.


Mientras devoro Paseos con mi madre, en el asiento de enfrente un hombre que frisa la cuarentena lee muy serio el diario Ara. En la portada Artur Mas declara no saber nada  de los fraudes de la familia Pujol. Hay personajes desconocidos, minúsculos que se agigantan en las novelas, otros, en cambio, viven, rodeados de focos, en la ficción permanente y no sirven ni para un micro relato.