07 febrero, 2015

El primer maestro

En la entrada anterior de este blog hablaba del amor, la ternura con los que Albert Camus describe en su novela póstuma -El primer hombre- a los seres queridos de su propia infancia: el padre muerto en una guerra lejana, la madre abnegada, la abuela analfabeta… y, de entre todos ellos, no hablé de la figura del maestro porque quería reservarle esta entrada.

Al final del libro aparecen dos cartas. La primera, fechada el 19 de noviembre de 1957, la escribe el Premio Nobel de Literatura a su antiguo profesor:

Querido señor Germain:

Esperé a que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continúan siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.

Lo abrazo con todas mis fuerzas.

Albert Camus
La segunda, fechada un año y medio más tarde, el 30 de abril de 1959, es la última que el maestro le escribió a su alumno, al que sigue llamando “mi pequeño Albert” y en un fragmento de la misma le dice:

“Tengo la impresión de que los que tratan de penetrar en tu personalidad no lo consiguen. Siempre has mostrado un pudor instintivo ante la idea de descubrir tu naturaleza, tus sentimientos. Cuando mejor lo consigues es cuando eres simple, directo.”

Más adelante le remarca:

“He visto la lista en constante aumento de las obras que te están dedicadas o que hablan de ti. Y es para mí una satisfacción muy grande comprobar que tu celebridad (es la pura verdad) no se te ha subido a la cabeza. Sigues siendo Camus: bravo.”

Albert Camus le dedicó a su maestro el discurso que pronunció en Estocolmo al recibir el Premio Nobel porque fue su empeño el que lo sacó de la pobreza, el que convenció a su madre y, sobre todo, a su abuela para que le permitieran continuar con los estudios - pese a que en la casa del huérfano era muy necesario un salario laboral-, el que le inculcó la pasión por descubrir y aprender.

En El primer hombre se describe cómo el señor Germain convence a la familia de Albert. La  escena –memorable- acaba con un diálogo sobre Jacques, el nombre del personaje bajo el que se disfraza el propio Albert Camus:

—Señor —dijo de pronto la abuela surgiendo del pasillo. Se sujetaba el mandil con una mano y se secaba los ojos—. Había olvidado... usted me dijo que daría unas lecciones suplementarias a Jacques.
—Desde luego —dijo el maestro—. Y no será divertido, créame.
—Pero no podremos pagarle. —El señor Bernard la miraba atentamente. Sujetaba a Jacques por los hombros.
—No se preocupe —y sacudía a Jacques—, Jacques ya me ha pagado.

El efecto que provocaba el profesor sobre el alumno pobre que, gracias a las becas, llegó a merecer el Premio Nobel lo podemos ver en otra escena, a través de la mirada del protagonista:

“Después venía la clase. Con el señor Bernard era siempre interesante por la sencilla razón de que él amaba apasionadamente su trabajo. Fuera el sol podía aullar en las paredes leonadas mientras el calor crepitaba incluso dentro de la sala, a pesar de que estaba sumida en la sombra de unos estores de gruesas rayas amarillas y blancas. También podía caer la lluvia, como suele ocurrir en Argelia, en cataratas interminables, convirtiendo la calle en un pozo sombrío y húmedo: la clase apenas se distraía. Sólo las moscas, cuando había tormenta, perturbaban a veces la atención de los niños. Capturadas, aterrizaban en los tinteros, donde empezaban a morirse horriblemente, ahogadas en el fango violeta que llenaba los pequeños recipientes de porcelana de tronco cónico encajados en los agujeros del pupitre. Pero el método del señor Bernard, que consistía en no aflojar en materia de conducta y por el contrario en dar a su enseñanza un tono viviente y divertido, triunfaba incluso sobre las moscas. Siempre sabía sacar del armario, en el momento oportuno, los tesoros de la colección de minerales, el herbario, las mariposas y los insectos disecados, los mapas o... que despertaban el interés languideciente de sus alumnos.”

La escuela era su única oportunidad:

“Sólo la escuela proporcionaba esas alegrías. E indudablemente lo que con tanta pasión amaban en ella era lo que no encontraban en casa, donde la pobreza y la ignorancia volvían la vida más dura, más desolada, como encerrada en sí misma; la miseria es una fortaleza sin puente levadizo.”

Yo, que tuve la suerte de tener unos profesores fantásticos, estoy muy orgulloso de la educación pública y laica que recibí y guardo un recuerdo maravilloso de mi escuela y mi instituto. El ministro Wert, al igual de otros muchos de los mediocres políticos que nos gobiernan, debería leer la carta de agradecimiento de Albert Camus, aunque me temo que no serviría de nada, porque para sus corazones rapaces la enseñanza no es un derecho público, sino un bien privado, que sólo los pudientes pueden pagar con dinero. Una vergüenza.

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