12 julio, 2015

12 de Julio. A Paula, en su décimo aniversario.

El calor seco de Madrid castigaba el lunes de julio. No corría ni una brizna de brisa que aliviara la tarde y, nada más salir de la consulta del ginecólogo, tu madre se empeñó que te iba a traer al mundo esa misma noche. Caminaba por las calles Velázquez y General Oraá, en dirección al lugar donde habíamos aparcado el coche, muy preocupada porque tu crecimiento se había vuelto a ralentizar en el interior de su vientre y tenía prisa por abrazarte.

Al llegar a casa -entonces vivíamos en un piso pequeño, pero muy coqueto, que estaba en una planta baja- me dio tiempo a preparar la cena y a regar las flores del patio. Pensé que las pobres macetas y los parterres no aguantarían sin agua dos días de ese calor agobiante. Mientras tanto, las contracciones fueron en aumento. Cuando llamé al médico, la voz al otro lado del teléfono me dijo que no exagerara. Aquel hombre no conocía a tu madre. Cuando pone todo su empeño en algo no hay quien la detenga.

Pasadas las nueve pedimos un taxi, para evitar conducir por una ciudad enorme y a veces hostil, en la que después de cinco años aún continuaba perdiéndome. A pesar de que estábamos relativamente tranquilos, el conductor aceleró. No paraba de mirar de reojo por el retrovisor. Al ir a pagarle me deseó buena suerte.

A tu madre la tumbaron en una camilla y la vistieron para el trance con una ligera bata que yo recuerdo celeste y abierta por la espalda. Al principio las contracciones iban lentas, pero poco rato después se aceleraron. Sólo llevábamos algo más de una hora cuando apareció el ginecólogo. “Ya veo que tu mujer iba en serio” me dijo sonriendo al llegar. Cuando volvió a salir, su cara estaba bastante más preocupada. Me explicó que, aunque la paciente estaba dilatando muy bien, el cordón umbilical te rodeaba el cuello y había que sacarte deprisa.

Yo iba mentalizado a aguantar la visión de la sangre. Llevaba semanas temiendo ese momento, pero sabía cuánto iba a necesitar tu madre una mano a la que apretar. La cesárea impidió que estuviera con ella. Me dijo que le apretó la mano a la partera y que la trató con mucha ternura.

No soporto las esperas y me llevé un libro para calmarlas por si la situación se alargaba durante horas. Sabía que no me iba a poder concentrar en una novela y elegí los Doce cuentos peregrinos de García Márquez. Era una apuesta sobre seguro, pero -ni antes ni después-  tuve tiempo para lecturas, aunque -para ser más exactos- de trataba de una relectura.

Luego todo fue muy rápido. Cuando apareciste, poco después de la medianoche de un martes, envuelta en un arrullo blanco y me miraste con aquellos ojos, fui el hombre más feliz del mundo. Sólo tenías unos minutos de vida, pero me mirabas como si me conocieras desde hacía mucho tiempo. Pensé que me entregarían un bebé rojo de llanto, pero estabas muy tranquila. Y eras preciosa. En ese momento me vinieron a la mente dos recuerdos muy concretos y totalmente opuestos.



La cena de mi cumpleaños  del año anterior en un restaurante de la Cava Baja en la que traté de ahogar la pena en una botella de un tinto, que en otro momento me habría sabido delicioso junto al solomillo. Esa noche tú madre necesitaba más que nunca que le dieran ánimos, pero fue ella la que me los dio a mí. Nunca antes ni después mis lágrimas encerraron tanta rabia porque, si había en el mundo una mujer que mereciera ser madre, la tenía frente a mí en esos momentos. Como un regalo de cumpleaños, yo esperaba una buena noticia, pero esa mañana nos dijeron que tu existencia sólo sería un milagro. Meses más tarde, ella -que es mucho más fuerte y más valerosa de lo que se cree- decidió volver a intentarlo cuando yo ya había arrojado la toalla y bromeábamos sobre si vendría de China o del África. Hacía poco había perdido a su padre, pero, a pesar de todo, volvió a someterse al tratamiento.

El otro recuerdo también estaba ligado a una noticia. Me la dieron a media mañana. Laura estaba tan impaciente que no pudo esperar en casa. Mientras yo cruzaba los dedos con fuerza  pegado al teléfono, salió a comprarse una pluma con la que tomar apuntes en sus clases de historia en la Complutense.  Era feliz por ir a la universidad después de todo. Llegó antes de lo que pensábamos y, en cuanto me la dijeron, me puse a llorar como un niño -nunca he llorado con tanta alegría-, pero no perdí ni un momento en marcar el número de su móvil para compartir con ella la buena noticia. Me hubiera gustado mucho abrazarla en ese instante. Allí estaba, comprando una pluma rodeada de desconocidos que, según me contaba, comenzaron a felicitarla en cuanto empezó a dar saltos de alegría. Me dijo que lo de la pluma quizás sería un buen presagio y que quizás algún día fueses escritora. Yo por entonces llevaba muchos años renunciando al sueño de escribir y me pareció un presagio maravilloso imaginarte como una futura novelista. Luego pensé que era una enorme tontería y que tú serías lo que quisieras ser.

Los primeros meses apenas dormías una hora seguida. Tu madre aún siente pena de sí misma cuando se ve la cara de sueño y las ojeras en las fotos. Y yo recuerdo la cantidad de veces que hubo una primera vez para todo: el primer beso en la frente, el primer cambio de pañal, el primer baño con aquel ombligo tan delicado que tienen todos los recién nacidos, el primer biberón. También, a las pocas semanas de tu llegada, la primera mala noticia.

Como ya habíamos previsto desde el principio, a los cinco meses nos marchamos de Madrid. Antes tuvimos que oír alguna sugerencia que nos recomendaba adelantar el traslado para que nacieras en Cataluña. Como si el lugar donde uno nace tuviera más importancia. Un año más tarde volvimos a empaquetar los trastos de la mudanza. Diste los primeros pasos en el jardín de la casa que aún no habíamos comprado. La hierba estaba llena de hojas caídas del otoño.

Han pasado diez años desde que vi por primera vez aquella mirada tan fija, tan segura en tu llegada. Han pasado millones de momentos de todos los colores. Como tú dijiste una mañana: cada día se pinta de un color diferente o, como me has dicho esta misma tarde: si te viene un limón amargo hazte una limonada. No dejas de sorprenderme. Al final va a resultar que, en lugar de enseñarte,  voy a ser yo quien aprenda de ti.



Ha pasado una década y no ha habido ni un solo día que no haya agradecido el milagro que dieron por imposible, el del pequeño y solitario ovocito que apareció donde ya apenas quedaban esperanzas y, negando a las leyes de las probabilidades matemáticas, se empeñó en salir adelante. A veces me recuerdas a las mujeres de la familia: una luchadora, una defensora de causas difíciles. Tiene el pelo de rubio y los ojos claros de las “Mitaíllas”, aunque tu madre no se canse de reivindicar con razón que te pareces mucho a ella cuando tenía su edad. No ha habido ni un solo minuto en el que no me haya sentido orgulloso de ti, de cómo eres, orgulloso de ser tu padre.


¡Tú siempre serás muy grande!

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