20 julio, 2015

Tutti frutti

Van pasando las semanas, los meses y el blog está cada vez más abandonado. Le falta una buena mano de pintura y las malas hierbas se agigantan en las esquinas del descuido.

El trajín diario del trabajo, el estrés de las reuniones, las ofertas, las decisiones pospuestas de los clientes, las negociaciones difíciles, van ocupando los pensamientos y no dejan espacio al sosiego necesario para la escritura. El capitulo nueve se eterniza sin avanzar hacia ninguna parte, las ideas no brotan, las lecturas no ayudan a las musas de la inspiración que me abandonaron hace ya demasiado tiempo. He acabado preso de la propia prisión que trato de describir. Como mi protagonista, veo pasar los días a la espera de una buena noticia que libere las palabras que no se atreven a salir.

Las lecturas me siguen acompañando en mis viajes de tren hacia la jornada laboral, pero tampoco cuajan. De la misma forma que a veces me empeño en emborronar páginas inútiles, me obligo a avanzar en la lectura de novelas que no me dicen nada.

Hace semanas decidí abandonar a medias “También esto pasará” de Milena Busquets, como ya me sucedió antes con “Blitz” de David Trueba. A mis ambos libros me resultan muy parecidos. Los dos han sido publicados en Anagrama, tienen una brevedad similar, son éxitos de venta y han sido muy bien acogidos por la crítica, pero me producen la misma desgana. Están bien escritos. Podría decirse que sus escritores tienen bastante talento y construyen muy bien los personajes gracias a una voz narradora muy creíble, pero sus historias me aburren de forma soberana. Trueba nos habla de un arquitecto abandonado por su novia, Busquets de una mujer que acaba de perder a su madre. A pesar de estar cerca de la mitad de sus vidas, los dos siguen lejos de la madurez y sobreviven como dos peterpanes perdidos, que no han cubierto sus expectativas y buscan en el sexo y en las nimiedades cotidianas la sal que de sentido a sus existencias de clase media, semi-progre, medio pija, culta, hedonista. Sin duda debe ser un tema muy interesante para gente al borde de la crisis de los cuarenta,  pero yo no pude pasar de la mitad de sus páginas.

La novela que si acabé es Lo que mueve el mundo, de Kirmen Uribe. Aunque no sé si la palabra novela es aquí muy correcta. Le sucede lo contrario a los dos libros anteriores. En este caso una maravillosa historia contada con prisas, con una voz narradora más propia de un libro de historia que de una ficción.

Algo que también me ha sucedido con HhHH de Laurent Binet. Al tercer intento, esta vez sí he conseguido acabarla, fascinado por su historia y harto de una voz narradora intervencionista, siempre presente, la del novelista que acapara para sí mismo un protagonismo absurdo y cargante, en uno de esos juegos meta literarios que tanto le gustan a algunos críticos y yo cada vez soporto de peor gana. A un escritor sólo le pido que me cuente bien una historia sin que para ello tenga que aderezarla con las divagaciones mentales que le ha costado escribirla, para eso ya bastante tengo yo con las mías. Y es una pena, porque sin tantas especias innecesarias Binet habría podido cocinar un libro rico en sabores.

Entre medio de las cuatro decepciones, también hubo dos descubrimientos: El último encuentro de Sandor Marai y Un millón de gotas de Víctor del Árbol. La novela del húngaro Marai forma parte de esa especie de libros que dormita durante años en una estantería de mi pequeña biblioteca, a la espera de ser descubierta para brillar luego con una luz especial. Narra el reencuentro de dos ancianos después de décadas de separación. Todo transcurre en una noche, en un castillo que refleja el esplendor marchito de un tiempo pasado. Desde el principio el autor nos va dando indicios y largos silencios que esconden el poderoso motivo de la ruptura de una gran amistad. Es una novela que avanza ansiosa hacia un final.

La biografía de Víctor de Árbol no deja de ser curiosa: antiguo seminarista que luego trabajó de mosso d’esquadra. Me habían recomendado Un millón de gotas y agradezco la recomendación. Siempre es bueno leer a un autor desconocido. A veces me acabo cansando de las eternas repeticiones de autores famosos que estiran las historias y las voces hasta agotarlas. En esta novela sobran unas cuantas páginas y varias subtramas, pero genera adicción. Tolstoi decía que la eficacia es la primera virtud de un escritor y la narración de Un millón de gotas está desarrollada con una eficacia muy poderosa. De las dos historias que corren paralelas, me quedo con la del viejo comunista que descubrió el horror del gulag y sobrevivió a la derrota pagando un precio demasiado alto, antes que con la de su hijo que lucha contra la mafia rusa, pero creo que ambas están bien trenzadas y, sin adentrarse en florituras de estilo, se leen con el puro placer de disfrutar.




Nunca me gustó el helado de tutti frutti, esa mezcla de sabores que confunde y no acaba sabiendo a nada, como esta entrada veraniega en el blog, pero, como me decía mi madre: A falta de pan, buenas son tortas. Cualquier cosa  es buena si sirve  para comenzar a desbrozar el jardín descuidado.

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