29 octubre, 2015

Literatura para romper el sitio

Por experiencia propia, sé que el proceso de escritura de una primera novela significa adentrarse en un territorio extraño, difícil. Si además se trata de contar la historia de la propia familia, la misión se vuelve casi suicida y es imposible salir de ella indemne. Gabriela Ybarra relata en El comensal una trama dura, marcada por el dolor, la ausencia y la muerte, que te atrapa desde el primer párrafo y no te abandona.

“Cuentan que en mi familia siempre se sienta un comensal de más en cada comida. Es invisible, pero está ahí. Tiene plato, vasos y cubierto.”

Su abuelo, un empresario vasco, representante de la oligarquía relacionada con el franquismo, fue asesinado por ETA en los primeros años de la democracia. El crimen marca el devenir de la familia, una historia de ausencias que se agranda con la muerte por cáncer de la madre de la escritora. Aunque mis ideas políticas posiblemente estén en las antípodas de los personajes –de misal y rosario-, siento inevitable su cercanía, la de una familia que tiene que enfrentarse al drama y a la injusticia y trata de hacerlo con la mayor dignidad posible, sin prejuicios de clase.

En un país de muchos y grandes novelistas, casi nadie se ha enfrentado al tema del terrorismo, un tema que podría dar mucho juego a la hora de construir historias, sentimientos, personajes enfrentados a las circunstancias. Como en otras profesiones –los cocineros por ejemplo- un manto de silencio cómplice ha servido para negarse a hablar del tema, tapar lo que no sé quería que fuera contado. El nacionalismo radical, ése que se cree mejor y por tanto con más derechos que sus vecinos, intenta acallar las voces que se apartan del rebaño y no siguen la bandera.

Ahora sólo me viene a al recuerdo, la magnífica novela de Fernando Aramburu Los años lentos de la que ya hablé en este blog http://bit.ly/1m0yDxK .  Como indignado de la desmemoria histórica, me parece justo luchar por la memoria de todas las víctimas. Gabriela Ybarra narra con una mirada intimista, aterradora y que le ayuda a aceptar a la muerte, unos sucesos que marcan su vida, las vidas de los miembros de su familia que ya nunca pudieron ser como hubieran querido.


Las frases cortas, rápidas, de estilo conciso, fluyen sin pausa al servicio de lo que nos quiere contar, sin renunciar a detalles que podrían parecer menores, pero sin los cuales la narración sería muy diferente: el hervidor de agua que había puesto la asistenta al fuego cuando entraron los terroristas en la casa, las esposas serradas con las que ataron a los familiares, los zapatos  del oncólogo que se me mueven al otro lado de la cortina azul mientras realiza la primera colonoscopia a la madre, el olor de su ropa que la mantiene en el recuerdo después de su muerte…

Un estilo conciso, intimista, efectivo no tiene por qué estar reñido con la poesía de las palabras, con las imágenes que se quedan en la mente del lector -“Las fotos de los tumores parecen galaxias. Al verlas fabulo con el espacio.”-; con ese afán permanente, obsesivo por recrear los detalles más pequeños, la descripción continua de los objetos y los sentimientos, especialmente en las salas de radioterapia de los hospitales o el escenario de Neguri, donde se concentra la flor y nata del abolengo empresarial vasco:

“… a raíz de la construcción de las vías del tren empezaron a mudarse nuevos vecinos y a levantarse palacios junto a la playa, un club de tenis, un campo de tiro de pichón y otro de golf. La época de mayor esplendor duró hasta los años treinta: las familias del barrio se enriquecieron gracias a los altos hornos, los bancos, las minas y las navieras. Cuando murió mi abuelo, a finales de los años setenta, los negocios estaban en franca decadencia. Las fábricas se habían quedado obsoletas, aunque todavía había quien podía vivir de las rentas. Algunos herederos luchaban por enderezar sus imperios, otros pasaban los días vagando por el club de tenis, el club marítimo y el club de golf. En el año en el que yo nací, 1983, una inundación terminó de enterrar la maltrecha industria de Vizcaya. La ría del Nervión, antiguo referente mundial del progreso, era ahora un barrizal repleto de altos hornos desvencijados”

Me gusta está novela porque, a pesar de ser muy dura, logra ser fresca, diferente, porque podemos ver en ella a su autora googleando en los retales de la propia historia que quiere contar, porque se desnuda por completo para mostrarnos todos los sentimientos: la escena en la que se acuesta con el mismo tío sólo para intentar repetir, un año más tarde, la agenda de un día en el que ya es imposible la cita con la madre muerta, me parece desgarradora.

Hace unos días conversaba con una amiga que trabaja en una de las más potentes editoriales del país, responsable de haber descubierto y apostado por nuevas voces que luego se convirtieron en superventas. Me contaba que había leído el borrador final de una primera novela muy buena, pero que, como su autora era una perfecta desconocida, ya se temía la respuesta de los “lumbreras” de su departamento de marketing. El comensal ha sido publicado en la editorial Caballo de Troya, que, aunque pertenece a uno de esos gigantescos sellos multinacionales, publica a perfectos desconocidos.


A veces me cansa la atención que reciben algunos escritores famosos que llevan años y libros repitiéndose más que el ajo. Por eso agradezco la frescura de las voces nuevas. “Para entrar o salir de la ciudad sitiada” es el eslogan de Caballo de Troya. Gabriela Ybarra ha escrito una de esas novelas que se leen rápido y no porque sea relativamente corta (apenas ciento cincuenta páginas que devoré en dos trayectos del cercanías camino de la oficina), sino porque se trata de literatura para romper el sitio, para llevarnos más allá, incluso del dolor, porque, como ella misma aclara en la última frase de su prólogo: “A menudo, imaginar ha sido la única opción que he tenido para comprender”

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