02 junio, 2017

La trascendencia de la metamorfosis

Conocí la obra de Jan Morris hace ya bastantes años cuando, preparando uno de mis viajes a Venezia, leí su maravilloso libro sobre la ciudad. En enero pasado no quise regresar allí sin releer sus descripciones repletas de sensibilidad: “El agua de alrededor es opaca y poco profunda, la atmósfera curiosamente traslúcida, los colores pálidos y se cierne una insinuación de melancolía. Está rodeada de reflejos ilusorios, como espejismos en el desierto y entre tanta alucinación, el agua reposa en una especie de trance”.

Los viajes despiertan el interés no sólo por los lugares, también por las personas que los habitan y hablaron de ellos. Morris siempre me pareció un personaje muy interesante, su vida casi el producto de una novelesca ficción. Releí artículos sobre ella. Jacinto Antón, ese periodista de El País que tanto me gusta, le dedicó varios de gran calidad. Así descubrí que el narrador de viajes había escrito un libro sobre su aventura más personal y apasionante: su cambio de sexo.



El EnigmaConudrum es el título en inglés de este libro publicado en 1974- arranca con el primer recuerdo de su vida, cuando a los tres o cuatro años, sentado bajo el piano donde su madre toca a Sibelius, se da cuenta de que había nacido en un cuerpo equivocado. Ahí se inicia su viaje a través del conflicto interior, la ambigüedad y el desconcierto, deteniéndose en varias etapas de su vida: el coro escolar de la Church Christi de la Catedral de Oxford, en el que ingresa a los nueve años y donde aprende el gusto por los ritos y la liturgia; sus primeras experiencias sexuales, víctima de conductas pederastas, en los exclusivos internados de la época postvictoriana o su ingreso  voluntario, al estallar la Segunda Guerra Mundial y con tan sólo 17 años, en el Noveno de Lanceros de la Reina, “un modelo ejemplar de caballería motorizada que combina con éxito la tradición y la técnica”

Allí descubre su atracción por la vida militar, el valor, la disciplina y, sobre todo, el sentimiento de pertenencia. Algo que parecería paradójico en un espíritu libre y diferente como el suyo. Vive los acontecimientos con impostura, con la mirada de un espectador. Describe con ojos femeninos lo que se siente al estar rodeada de hombres jóvenes y desnudos que no reparan en esa mirada. La narración de cómo acompaña a un oficial de su misma graduación hasta la puerta de un burdel de Trieste, su mirada bajo la luz mortecina de una farola cuando se despide de él, incapaz de acompañarle… es simplemente maravillosa.

Antes de viajar a esa ciudad donde Morris vivió el final de la guerra, intenté encontrar sin éxito, incluso en librerías especializadas en viajes, su Trieste and the meaning of nowhere

Tras visitar Italia, Egipto o Palestina como soldado, Morris se dedicó al periodismo. Trabajó para The Guardian o The Times. Fue la única persona que participó y cubrió el primer ascenso al Everest, pero el prestigio profesional no logró equilibrar su lucha contra las hormonas, el espejismo en el que vivía: “igual que un prisionero incomunicado en realidad estaba privada de identidad”

Tras la guerra conoció a Elizabeth, la hija de un cultivador de té en Ceilán, una mujer que había servido en el Servicio Real Naval Femenino que acabó convirtiéndose en la cómplice de toda su vida, pese a que desde el primer momento le habló de su condición sexual: “nuestro matrimonio no tenía posibilidad alguna de funcionar, pero funcionó igual que un sueño, como el testimonio vivo, podría decirse, del poder de la mente sobre la materia; o del amor en su sentido más puro por encima de todo lo demás”. Con ella tuvo cinco hijos porque, como ella misma cuenta, su instinto maternal solo pudo canalizarse como padre.

Morris convivió con su condición andrógina durante años hasta que sus hijos tuvieron la edad suficiente para poder entender la metamorfosis que estaba dispuesta a sufrir. Tras recorrer “pesadamente el camino largo, trillado, caro e infructuoso de todos y cada uno de los psiquiatras y sexólogos de Harley Street” Jean decidió convertir en Jan. Narcotizado por los medicamentos, en la habitación de una clínica de Casablanca quiso mirar por última vez al espejo su cuerpo de hombre para desearle buena suerte y despedirse de él.

Es ahí, en la sensibilidad de los pequeños detalles, donde este libro irregular -que puede llegar incluso a aburrir en algunas páginas- se convierte en un texto muy recomendable, lleno de imágenes reveladoras. De entre todas ellas, destaco la que nos describe su indecisión, tras pasar el mostrador de seguridad en el aeropuerto de Nueva York, a la hora de dirigirse a la cola de hombres o a la de mujeres. Es sólo una de las muchas muestras cotidianas que dibuja sobre su dualidad sexual y sobre las diferencias de trato que recibe en muchos países -seguirá siendo una viajera adicta-.

En el libro Morris nos cuenta uno de los peajes más duros por el que tuvo que pasar para poder cambiar de sexo: el obligado divorcio. Muchos años después de escribirlo, cuando por fin se reconoció en Gran Bretaña el matrimonio homosexual, Jan Morris volvió a casarse con la mujer de su vida: Elisabeth. En una deliciosa entrevista que ella le concedió a Jacinto Antón hace años, le cuenta como guardan en su biblioteca desde hace tres décadas la lápida que hablará de ellas en una isla del río galés Dwyfor, junto a la Poza de los Caballos: “Yacen aquí dos amigas al final de una vida”.

En las palabras finales de El enigma Morris se confiesa: “He vivido la vida de un hombre, ahora vivo la vida de una mujer, y un día tal vez logre trascender las dos cosas”. Sin duda alguna, como escritor y como persona ha trascendido muchas fronteras, ha viajado a muchos países, también al interior de su alma y ha tenido el coraje, la inteligencia y la sensibilidad para saber contárnoslo de una forma maravillosa.

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